CHAT
Ana García Bergua
Vine a este chat porque me dijeron que aquí se conectaba mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo en un Whatsapp. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le mandé un emoji de cara sonriente cerrando un ojo y muchos corazones rojos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo —me recomendó. El chat se llama Comala, estoy segura de que le dará gusto conocerte.” Y más abajo: “Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio.”
Era ese tiempo de la canícula, cuando las computadoras se calientan, envenenadas por el olor podrido de la mala señal. El Infinitum subía y bajaba: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja.”
—¿Cómo dice usted que se llama el chat?
—Comala, señor.
—¿Está seguro de que ya es Comala?
—Seguro, señor.
—¿Y por qué se ven todos tan tristes?
—Son los tiempos del coronavirus, señor.
Yo imaginaba ver el chat a través de los recuerdos de mi madre. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás se volvió a conectar. Ahora yo vengo en su lugar.
—¿Y a qué viene usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaba el administrador.
—Voy a ver a mi padre contesté.
—¡Ah! —dijo él— apague su micrófono, por favor.
Y volvimos al silencio. La señal se congeló.
Movía el mouse hacia abajo, oyendo el trote rebotado de unos cuantos coches. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la nueva normalidad de agosto.
—Bonita fiesta le va a armar— volví a oír la voz del administrador que estaba en el cuadrito de al lado—. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
—Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
Me había topado con él en el Whatsapp, donde se cruzaban varias conversaciones. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
—¿Conoce usted a Pedro Páramo?— le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en su foto de portada de gato una gota de confianza.
—¿Quién es? —volví a preguntar.
—Un rencor en línea —me contestó—. Mire usted. ¿Ve aquel programa que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de él está el Zoom. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de Google? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de tanta ventana que tiene usted abierta? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la pantalla que se puede abarcar con la mirada. Y son de él todos esos bytes. El caso es que nuestras madres nos programaron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos subió a la red. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
Puse mi foto y mi nombre. Al entrar, en la esquina derecha vi una sombra envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a encenderse las ventanas y mis ojos siguieron asomándose a los cuadrados grises. Parecía que me hubieran estado esperando. Tenían todo dispuesto, según me dijo el administrador haciendo que recorriera una larga serie de pantallas en las que figuraban ventanas con la cámara apagada, al parecer desoladas. Pero no; porque, en cuanto aprendí a usar el programa y controlar el muy delgado hilo de luz de mi webcam, vi letreros y sentí que íbamos caminando a través de un angosto pasillo abierto entre nombres: “Soy Eduviges Dyada. Pase usted”. “Soy el padre Rentería”. “Fulgor Sedano, hombre de 54 años, soltero, de oficio administrador, apto para entablar y seguir pleitos.” “Soy Miguel Páramo. No se asuste.” “Soy Damiana Cisneros. Supe que estabas aquí y vine a verte.” “Soy Susana Sanjuan”. ¿Cuándo encenderían sus cámaras para poderles ver las caras? ¿O estaban ahí nomás amontonados?
—¿Qué pasó en el chat, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado? Parece que no lo habitara nadie.
—No es que lo parezca. Así es. Nadie está conectado. A todos les dio coronavirus.
Este chat está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de sus pantallas o debajo de los teclados. Cuando tecleas, sientes que te van pisando los dedos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas, con el sonido muy viciado. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que se apague la señal. Así, que no te asustes si oyes ecos más recientes, Juan Preciado.
—¿Y Pedro Páramo?
—Pedro Páramo abandonó el chat hace muchos años. Espere en línea para ser atendido.
Salí fuera y miré el Twitter. Llovían trancazos. Antes de morir, mamá había abierto el hashtag #cóbraselocaro y ya había sido retwitteado ochocientas mil veces. Lamenté aquello porque hubiera querido respirar una red más quieta, algo así como un Facebook. Oí el canto de los gallos y sentí la envoltura del 5G cubriendo la tierra. La tierra, este valle de lágrimas. Nada, nadie.
Ana García Bergua Es escritora y ha sido galardonada con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Su Twitter es: @BerguaAna
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Posted: July 1, 2020 at 9:53 pm
Siempre asombrosa, @BerguaAna.