Chile: en pos de la quimera
José Antonio Aguilar Rivera
El malestar tenía que encontrar un nombre y ese nombre fue la constitución vigente. Fue una manera de simplificar el origen de los males sociales: encarnarlo en un objeto político emblemático. Es mucho más difícil disminuir la desigualdad en un país como Chile que optar por una nueva constitución.
En el plebiscito sobre la nueva constitución chilena del 4 de septiembre una clara mayoría se pronunció en contra: 62% contra 38%. El resultado sorprendió. Los encuestadores subestimaron el voto por el rechazo por más de diez puntos. La diferencia fue de casi un cuarto del total de los electores. Desde que el proyecto de constitución se empezó a gestar una buena parte de la discusión se ocupó de sus bondades o defectos. Sus simpatizantes lo presentaron como el epítome de las bondades progresistas, sus detractores como un indeseable amasijo churrigueresco. Desde la perspectiva del constitucionalismo latinoamericano del siglo XIX la experiencia revela una notable continuidad. En muchos países el experimento constitucional encarnó expectativas desproporcionadas de cambio político. Siempre defraudadas. Las cartas magnas se convirtieron a menudo en el depositario de esperanzas desmedidas de progreso o de ominosas amenazas al futuro de la nación. Muchos constituyentes creían que lo crucial era encontrar la constitución correcta, la piedra filosofal, que resolviera los males seculares de las malhadadas repúblicas de nuestro continente.
Esto pensaba en el transcurso de una memorable cena a la que asistí en el barrio de Vitacura, en Santiago de Chile, en mayo de 2015 durante el segundo periodo presidencial de Michelle Bachelet. En aquella ocasión entre los comensales estaban algunos prominentes miembros de la Concertación, la coalición de partidos de izquierda, centroizquierda y centro que gobernó Chile entre 1990 y 2010. Bachelet estaba en el segundo año de su mandato. Ya entonces se respiraba en el aire un creciente malestar que acabaría por explotar de manera violenta, cuatro años después, en octubre de 2019. Me sorprendió el consenso que había entre los comensales sobre una nueva constitución como solución a los problemas políticos de Chile. La idea era un regreso a la “magia constitucional.” Las constituciones tienen una importante función simbólica, pero no pueden ser una forma de reparación por sí mismas. Cuando se convierten en la encarnación misma de los anhelos sociales acaban por decepcionar a sus creyentes. No solo eso: se vuelven perversos distractores que desvían la atención de medidas y acciones prácticas capaces de transformar la realidad. Ninguno de los objetivos políticos o económicos concretos que escuché en aquella cena requería de una nueva constitución. Disminuir la desigualdad, ampliar la política fiscal, reformar el sistema de pensiones y abrir las universidades etc. requería, sí, de cambios drásticos en las políticas públicas y de algunas reformas constitucionales a la carta de 1980 (que ya había sido reformada en el pasado). Los chilenos estaban convencidos de que una nueva constitución era la solución. “No escuchen a esas sirenas”, les dije. Es una falsa solución. “Aguilar malo”, me respondió con afecto socarrón un viceministro presente.
La explosión social de 2019 hizo a la magia constitucional irresistible para todos los actores políticos. Muchos analistas concurrieron. El malestar tenía que encontrar un nombre y ese nombre fue la constitución vigente. Fue una manera de simplificar el origen de los males sociales: encarnarlo en un objeto político emblemático.
La explosión social de 2019 hizo a la magia constitucional irresistible para todos los actores políticos. Muchos analistas concurrieron. El malestar tenía que encontrar un nombre y ese nombre fue la constitución vigente. Fue una manera de simplificar el origen de los males sociales: encarnarlo en un objeto político emblemático. Es mucho más difícil disminuir la desigualdad en un país como Chile que optar por una nueva constitución. Chile fue notablemente exitoso en transitar a la democracia con una carta heredada de la dictadura la cual, no obstante, ha logrado enmendar. Es cierto que tiene algunos candados que impiden su enmienda radical, pero la presión social generada por la explosión de 2019 habría bastado para destrabarlos. Eso habría abierto un espacio ordenado de reforma puntual. Cómo se nombrara a ese texto constitucional es lo de menos. Creer que la convención constituyente no fracasó porque el fallido proyecto no siguió el camino regresivo y autoritario de otras experiencias similares, como la venezolana de 1999, es un error. Ese esfuerzo debe comparase con la alternativa de una reforma profunda de un numero acotado de ámbitos cruciales de la constitución existente; aquellos donde las fuerzas representadas pudieran coincidir y negociar acuerdos. La dimensión simbólica del cambio constitucional es importante cuando ocurre un cambio de régimen; eso no ocurrió en Chile. Como evidenció el plebiscito del 4 de septiembre la gran mayoría de los chilenos no quiere un cambio de régimen sino una reforma del que tienen. El hecho es que la carta vigente, con todos sus defectos, ha servido para que Chile viva en democracia. El contundente rechazo a la constitución de 1980 en la consulta previa al proceso fue interpretado como una carta en blanco para abrir todos los frentes. Eso fue lo que representó la asamblea constituyente. Fue una lectura incorrecta de la voluntad de los chilenos. En lugar de concentrar la energía social en reformar las políticas públicas concretas que perpetúan la desigualad en ese país (y realizar las reformas constitucionales requeridas para ello), se abrió una caja de Pandora que no pudieron cerrar. La nueva constitución se convirtió en un receptáculo de numerosas propuestas y visiones normativas –de la centralización, al agua, a la vivienda, a la pluriculturalidad– que paulatinamente, y conforme avanzó el proceso, fue apartándose de las perspectivas mayoritarias. Ocurrió un divorcio, y no sólo con la mayoría. Los medios que en una democracia liberal operan y articulan las demandas ciudadanas son los partidos políticos. La lógica política y simbólica del proceso, que sublimó un momento constituyente ciudadano, condujo a la ausencia de los partidos de su implementación, lo que provocó una separación entre el país de la quimera constituyente y el país real. Paradójicamente, la sociedad chilena parió una asamblea que no fue su reflejo y que, en algunos aspectos, estaba lejos del votante medio chileno. Una asamblea incorpórea. La lógica expansiva del proceso tampoco pudo contenerse, prueba de ello es la extensión del texto constitucional. Su origen democrático fue impecable, sus procedimientos, como sus reglas de quórum, inadecuados.
Los medios que en una democracia liberal operan y articulan las demandas ciudadanas son los partidos políticos. La lógica política y simbólica del proceso, que sublimó un momento constituyente ciudadano, condujo a la ausencia de los partidos de su implementación, lo que provocó una separación entre el país de la quimera constituyente y el país real.
Creer que lo que importaba era el “gesto” histórico de reemplazar la constitución heredada de la dictadura por una carta magna redactada con el lenguaje actual progresista es precisamente reemplazar el símbolo por la realidad. Las constituciones no son textos sagrados: pueden transformarse –incluidas aquellas que tuvieron orígenes non sanctos—de múltiples maneras de acuerdo a las necesidades cambiantes de las naciones. Algunas cartas pueden acabar siendo irreconocibles para sus creadores. El caso de México y su constitución de 1917 enmendada cientos de veces en más cien años es prueba de ello. Lo que importa es lo que se puede –o no se puede—hacer con ellas. No son compendios de buenas intenciones irrealizables.
Una de las más lamentables consecuencias del fiasco constituyente chileno es la dilapidación de la energía social generada en una quimera. Pudo haber sido empleada en un programa concreto de transformación de un país que ha avanzado un gran trecho en el camino del progreso, pero que claramente requiere de una corrección del rumbo. Tal vez, eso solo pueda hacerse dándole la espalda a la lógica perversa de las reparaciones simbólicas y renunciando a la magia constitucional, a la idea ingenua de que el maná político, social y económico está cifrado en una constitución virtuosa. El desgaste político del proceso es innegable y hace inviable repetirlo de la misma manera. Los plebiscitos, además, tienen una consecuencia indeseable: convierten las situaciones de decisión en juegos de suma cero, restringiendo las posibilidades de entendimiento y negociación de los actores políticos. ¿Era imposible evitar caer en la trampa de la magia constitucional? Tal vez, pero es claro que la constituyente chilena fue una mala idea de principio a fin.
José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1
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Posted: September 5, 2022 at 2:37 pm