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Curiositas | ¿Por qué hay que trabajar para poder ir al parque?

Curiositas | ¿Por qué hay que trabajar para poder ir al parque?

Efraín Villanueva

[Este es el artículo inaugural de Curiositas, una serie para saciar nuestra curiosidad y maravillarnos explorando los porqués y cómos de nuestro mundo y nuestra conexión con lo que nos rodea]

En el video, mi hermana intenta trabajar en su portátil mientras V, su hija de tres años, la acompaña:

–¿Qué haces, mami?
–Estoy trabajando.
–¿Por qué?
–Porque tengo que trabajar –una respuesta para salir del paso, pero mi sobrina no se deja engatusar.
–¿Por qué?
–Porque tengo que terminar unos pendientes –responde mi hermana, resignada.
–¿Por qué?
–Porque los adultos trabajamos.
–¿Por qué?

Mi hermana duda. Tal vez no sabe cómo explicar el capitalismo a una nena de tres años. O es una pregunta que ella misma no ha sabido responderse a sí misma.

–Para poder ir al parque –concluye.

V sonríe, responde con un largo y escéptico “noooooo”: en su experiencia, trabajar no es requisito para poder ir al parque. Su insistente curiosidad no es especial, como lo explica la sicóloga Linda Blair para la BBC, es una cualidad que comparte con niños de todo el mundo. Un fenómeno que no es solo propio del hoy sino también de quienes fuimos niños ayer.

No sé si por negligencia o permisividad –o porque eran los 1990 en Colombia–, mis padres me permitieron ver películas no aptas para mi edad a partir de mis diez años. Chucky: el muñeco asesino, La noche de los muertos vivientes y La mosca fueron las más traumatizantes. Pero de la película de La dimensión desconocida guardo un recuerdo especial. Uno de sus segmentos es la historia de Anthony, un preadolescente con la capacidad de materializar cualquier deseo. En cierta escena, Andy se transporta, junto con Helen, una maestra, a un limbo oscuro y nebuloso. Verlos en aquel espacio existente por fuera del universo, me despertó preguntas sobre la Teoría del Big Bang, que había aprendido recientemente en la serie Cosmos de Carl Sagan. ¿De dónde vino la energía de aquella explosión? ¿Por qué estaba allí? Si no hubiese existido nada de ello (ni la energía, ni la explosión, ni el universo), ¿qué existiría hoy? ¿Un lugar lóbrego y brumoso como el de Anthony?

Estas inquietudes me atormentaron por un tiempo y en ese momento no entendía que cuestionar el mundo, en pequeños o grandes rasgos, es normal en la niñez. Varios estudios demuestran que luego de los primeros nueve meses, los bebés desarrollan un interés primordial por el mundo. Luego, alrededor de los dos años y medio, como lo explica Blair, el cerebro empieza a hacer conexiones sobre el funcionamiento del mundo y de cómo un evento puede llevar a otro.

La falta de conexiones –por qué mi madre tiene que trabajar para que yo pueda ir al parque o qué había antes del Big Bang– es lo que lleva a los niños a preguntar constantes porqués. Según Blair, “quieren que les aclaren y expliquen cosas para poder hacer predicciones sobre el mundo y lo que ocurrirá en él. Como los adultos, los niños tienen más miedo cuando no están seguros de lo que va a pasar”. En general, entre menos entienden una regla, un comportamiento, una costumbre, mayor necesidad sienten de preguntar.

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Son muy pocos los adultos que, sin embargo, andan por allí averiguando por qué esto o aquello. Pareciera que, a medida que crecemos, nuestra curiosidad decrece. ¿Pero es esto cierto? Mi curiosidad me llevó a aprender que, al no existir un único tipo de curiosidad, la respuesta no es tan simple.

Veamos, por ejemplo, la curiosidad empática, aquella que, como lo explica el astrofísico italiano Mario Livio en su libro Por qué: ¿Qué nos hace ser curiosos?, “es el punto de vista que adoptamos cuando intentamos entender los deseos, experiencias emocionales y pensamientos [del otro]”. Es esta curiosidad la que nos lleva a preguntarnos por qué J y N decidieron tener un hijo, qué llevó a D a comprar ese carro o por qué P actuó de esa forma con L en la fiesta de C. Es una curiosidad honesta, impulsada por la necesidad de reconocerse en el otro y recordarnos que somos diferentes y nos mueven diferentes cosas –en una dirección diferente está la curiosidad mórbida que motiva a los fisgones de accidentes trágicos, por ejemplo.

No obstante, nuestra evolución social parece haberle dado a la curiosidad empática una mala reputación entre adultos. Pareciera que la asociamos principalmente con el chisme o el juzgamiento de las acciones, omisiones y decisiones del otro. Tal vez por ello nos obligamos a replantear el tono de este tipo de preguntas y creamos reglas sociales que las reprimen, amplificando la percepción de que perdemos la curiosidad en la adultez.

Sin embargo, otros dos tipos de curiosidad propuestos en 1954 por el sicólogo británico-canadiense Daniel Berlyne parecen apuntar a que la curiosidad no exclusiva de los niños. La curiosidad específica, que nos impulsa a consultar en línea las respuestas a dudas que surgen durante una conversación y la curiosidad diversiva, aquella motivada por el deseo de experimentar estímulos nuevos y que hoy nos impulsa al constante chequeo de nuestros celulares.

Sin embargo, lo que sí parece ser cierto es que la intensidad con la que los niños cuestionan el mundo sobrepasa el interés que los adultos le damos a entender su funcionamiento. La explicación la encontramos en Berlyne y su curiosidad perceptual, aquella “provocada por [la sorpresa] de un estímulo nuevo” que contradice lo que conocemos. Los niños nacen y son arrojados a un mundo ya formado, de reglas sociales, económicas, políticas, etc., cuyo funcionamiento desconocen o cuya lógica los supera. En un universo en el que todo es novedad y cada experiencia un potencial desafío a lo aprendido, la curiosidad perceptual es crítica para su supervivencia. Según Blair, entre más conocimiento adquieren y más conexiones forman sobre los engranajes del mundo, más seguros se sienten los niños navegándolo. En consecuencia, la curiosidad perceptual común en la niñez resulta menos esencial a medida que envejecemos.

Su reducción también podría estar influenciada por cómo nos hace sentir: encontrar vacíos de conocimiento durante la adultez implica cuestionar la validez de lo aprendido. Los porqués adultos traen de regreso la incertidumbre y el miedo infantil que provoca lo desconocido. Quizás no es que perdamos nuestra curiosidad perceptual tanto como creemos, sino que preferimos evadirla. Evitamos cuestionar el mundo, ignoramos sus cambios y nos refugiamos en las reglas y en la visión de mundo en la que nos sentimos cómodos.

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Que experimentemos de formas diferentes la curiosidad perceptual según nuestra edad no implica su desaparición total. Ciertas decisiones personales –como mudarse a otro país o cambiar de trabajo– o el constante e inevitable torbellino de transformaciones que es el mundo la nutren y mantienen viva. Pero su deflación sí que trae un gran beneficio, pues una vez nos familiarizamos con el mundo y su contenido pierde novedad, nos inclinamos, unos más que otros, hacia una curiosidad que busca entender más allá de lo obvio, a indagar por los detalles del universo, de nuestro planeta, de nuestra sociedad, de nuestra propia individualidad. A esta exploración externa e interna de lo que somos, de lo que nos rodea, de nuestra relación con lo que está allá afuera Berlyne denominó la curiosidad epistémica.

Fue esta la que probablemente movió a Hipatia a no conformarse con aprender astronomía de su padre, sino también a interesarse en la filosofía. A Sophie Germain a utilizar un seudónimo masculino en contravención a las reglas de su época y poder satisfacer su deseo de educarse en matemáticas. A Frida Khalo a descifrar la humanidad de sus emociones y expresarlas de forma artística. Al Fausto de Goethe a vender su alma al diablo a cambio de conocimiento ilimitado. La que motiva a científicos a comprometerse con investigaciones de resultados inciertos. A filósofos y pensadores de a pie a intentar responder preguntas que los llevan a preguntas más intrincadas.

La neurocientífica Jacqueline Gottlieb, investigadora de la Universidad de Columbia, ha realizado estudios que parecen indicar que la curiosidad epistémica cumple dos propósitos. El primero, ocurre en situaciones en las que debemos elegir entre diversas opciones: la curiosidad nos impulsa a explorarlas todas y ayudarnos a decidir. En segundo lugar nos permite maximizar nuestras habilidades y conocimiento. Esta puede ser una de las razones por las que la “sed de conocimiento” por el puro placer de aprender es un rasgo natural al ser humano.

Los estudios sobre el asombro de Dacher Keltner, sicólogo mexicano-estadounidense de la Universidad California en Berkeley, parecen complementar esta idea. El asombro, definido por Keltner como “el sentimiento de encontrar algo vasto y misterioso que no entiendes” es lo que sentimos, por ejemplo, al presenciar una obra caritativa. Es la efervescencia colectiva que le otorga un propósito compartido a una multitud, ya sea en un concierto o en una protesta. Es la fascinación que siente quien visita el mar o toca la nieve por primera vez. Nos asombramos con el nacimiento y la muerte, con “las artes visuales, la música, la espiritualidad”, afirma Keltner.

Internamente, el asombro desactiva momentáneamente la parte del cerebro involucrada con la autorrepresentación, reduciendo nuestras tendencias narcisistas, nos permite reconocer cuán pequeños y humildes somos como individuos. Para Keltner, este es un mecanismo evolutivo que soporta nuestra naturaleza social pues cuando el asombro “apaga el interés propio podemos pensar en los demás, colaborar y coordinar con otros. Nos ayuda a fusionarnos con otros para convertirnos en un colectivo capaz de enfrentar peligros”.

¿Pero qué tiene que ver el asombro con la curiosidad? La evidencia, aunque inconclusa, apunta a que el asombro activa el circuito de recompensa del cerebro. Cuando nos asombramos nuestro cerebro produce dopamina, un neurotransmisor relacionado con distintas formas de motivación y deseo que, en este caso, parece “darnos una clase eufórica de curiosidad exploratoria”, incrementa nuestra necesidad de preguntarnos, nos lleva a reflexionar e intentar explicar lo que estamos viviendo y presenciando.

Para el filósofo francés René Descartes la curiosidad [epistémica] era una emoción tan cegadora que “conduce a las mentes por rutas inexploradas, aun sin motivos para anticipar el éxito, simplemente dispuestos a arriesgarse a averiguar si la verdad que buscan se encuentra allí”. O incluso, agregaría yo, cuando la búsqueda es a ciegas y se ignora si se obtendrá un resultado. Este es el motivo que parece impulsar a físicos, filósofos, sociólogos, biólogos e investigadores de diferentes campos a responder los cómos y porqués de sus profesiones.

La satisfacción de un científico que alcanza un descubrimiento o el deleite de una persona de a pie que aprende algo nuevo tienen un efecto similar. En ambos casos, el conocimiento recién adquirido derrumba preconceptos y ofrece una arista fascinante, a veces incluso mundos enteros, cuya existencia desconocíamos hasta ese momento. Los efectos físicos del asombro producido por la curiosidad nos alientan a buscar más experiencias similares, nos mueven a ser más curiosos.

La curiosidad, entonces, no es solo una cosa. Por un lado, nos permite descifrar las reglas del mundo para poder sobrevivir en él. Por el otro, nos ayuda a entendernos como individuos y fomenta estructuras sociales y de convivencia con nuestros congéneres, pero también con otros seres vivos y lo que nos rodea. Pero también nos conduce por caminos inciertos para intentar descifrar todo tipo de porqués y cómos. No importa si lo que aprendimos carece de beneficios tangibles o pragmáticos. A veces, maravillarnos con las respuestas adquiridas es la única recompensa que necesitamos.

*Foto de Elisabeth Brenker

Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.

Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); ArcadiaEl HeraldoPacifista!ViceRevista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de MéxicoRoads and KingdomsIowa City Little Village MagazineLiteral MagazineIowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.

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Posted: February 1, 2024 at 8:50 pm

There are 2 comments for this article
  1. Mau Velásquez at 3:32 pm

    Tu hermana debe llevar a V a @funandcuts (buscar en Instagram). Allí V se puede divertir mientras tu hermana trabaja. Excelente artículo. Gracias!

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