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¿Cómo entendernos en medio de desacuerdos?
COLUMN/COLUMNA

¿Cómo entendernos en medio de desacuerdos?

Efraín Villanueva

“Habla el cirujano que demuestra que hay vida después de la muerte” se titula el video que C comparte en nuestro chat de amigos. Pongo los ojos en blanco ante la audacia del uso del verbo “demostrar” reforzado por el subtítulo “Tenemos evidencias”. Si de verdad se hubiese comprobado la existencia del más allá, pienso, el mundo se habría paralizado y sería el único tema de conversación global. No entiendo cómo C no ve las señales, claras para mí, de que se trata de un típico ciberanzuelo.

C insiste en que vea el video, pero yo prefiero sus impresiones, así que me da un resumen. El doctor español Manuel Sans Segarra asegura que el más allá existe por testimonios de pacientes que vivieron experiencias cercanas a la muerte. Luego de ser reanimados, declararon haberse visto por fuera de sus cuerpos mientras los doctores salvaban sus vidas. Algunos dieron detalles de lo que ocurría en otras habitaciones del hospital. Otros hablaron de viajes a intercontinentales e intergalácticos.

Le refuto a C que esos relatos son tan válidos como los de los avistamientos de fantasmas: por sí solos no constituyen evidencia. C me asegura que, si Sans, que es un genio, dice que lo son, entonces deben serlo. (Pienso en el destructivo mito del “genio”). Le resalto que la aseveración de Sans no parece seguir el método científico, pues no ha sido medible ni reproducida por otros investigadores. C me explica que lo que aquí aplica es “la ciencia del otro lado” regida por un “componente divino”.

Motivado por este ensayo, decidí ver el video. En él, Sans asegura que explicar su postulado “es imposible con el método científico”, pero sí con la mecánica cuántica pues, declara erróneamente, el “método científico estudia lo macroscópico, lo objetivo, lo real; la mecánica cuántica estudia las partículas subatómicas”. En ningún momento Sans ofrece evidencias de ningún tipo.

El chat anterior ocurrió hace tres meses. Desde entonces C ha compartido otras opiniones controversiales. Aunque no lo asegura está “empezando a creer en la pequeña posibilidad de que la tierra [sea] plana”. No cree que las vacunas contra el Covid tengan un chip 5G, pero sí que “tienen su vaina”. Compartió el video de un supuesto satélite espía estadounidense que “demuestra” que el vuelo MH370 de Malaysia Airlines fue abducido por naves extraterrestres. El cosmólogo teórico Paul Sutter atribuiría estas opiniones a la seudociencia, que, como él la define, “tiene la piel de la ciencia, pero no su alma”. El alma a la que se refiere es el método científico.

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El renombrado astrofísico Neil Degrasse Tyson explica que en el método científico las conclusiones de un estudio son solo hipótesis basadas en datos y evidencias. Solo cuando estos resultados hayan sido discutidos y (re)verificados es posible hablar de un “consenso científico”. Incluso en ese estado no hay verdades definitivas pues, como lo explica Sutter, “[en la ciencia] siempre refinamos nuestras creencias y afirmaciones a la vista de nuevas pruebas o percepciones”.

Sin embargo, el rigor del método científico es también su desventaja. Es lento para otorgar respuestas satisfactorias y propenso a inducir confusiones. Lo que hoy se presenta como una conclusión preliminar, podría ser refutado en el futuro. Esto puede empujar al público a las respuestas inmediatas y seductoras, pero carentes de disciplina, de la seudociencia.

El escepticismo, otro componente clave del método científico, alienta a los investigadores a “que sean las evidencias las que dicten sus creencias”, en vez de que sus preconcepciones guíen o empañen las conclusiones de sus estudios. Por el otro, incentiva a ir más allá de lo obvio y promueve la búsqueda de respuestas en rincones contraintuitivos, donde menos esperamos encontrarlas.

Sin embargo, son demasiados los casos en los que la ciencia quebró su propio principio. El mito de la promiscuidad masculina y la fidelidad femenina, por ejemplo, se basó en un estudio de reproducción realizado con moscas y ha empezado a replantearse desde los años 1960. O aquella vez en la que Einstein descreyó sus propias ecuaciones porque no podía creer lo que indicaban: que el universo, como hoy sabemos, no es estático. La ciencia pierde credibilidad cuando falla en seguir el principio de escepticismo, pero la seudociencia la gana cuando reafirma los sesgos y expectativas de sus seguidores. Sutter lo explica con un ejemplo: quien cree que los ruidos de su casa son producidos por fantasmas, no encontrará satisfacción en la ciencia sugiriendo explicaciones terrenales. Sí la hallará en programas de televisión en los que cazadores de fantasmas respaldan lo que ya creía.

Finalmente, Sutter sugiere que la capacidad de la comunidad científica de influir en decisiones políticas y económicas —la prohibición del fracking en países como Alemania, por ejemplo— puede chocar con las opiniones, principios y creencias de ciertas demografías. En la seudociencia, en cambio, encuentran un lugar seguro que no interfiere en sus vidas diarias. Me pregunto cuáles de estos factores son los que mueven a C hacia la seudociencia.

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Desde que nos conocimos en la adolescencia, C y yo compartimos una afición por la ciencia ficción y lo sobrenatural. Uno de nuestros libros favoritos fue Caballo de Troya (J.J. Benítez). Hoy C continúa creyendo que se trata de un testimonio, mientras yo lo leo como una novela –Benítez lo confirmó en un epílogo que dejó de ser incluido luego de los primeros tirajes. En algún momento, C y yo tomamos rumbos opuestos en cómo procesamos y asumimos estos temas. ¿Por qué?

Esta pregunta me llevó a un perfil que escribí para un medio escrito, hace varios años, del sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Dice Bauman que lo que llamamos sentido común es el reflejo de los factores que moldearon nuestra vida: el barrio, ciudad o país en la que crecimos y sus culturas, costumbres, clima, temperamento; la religión bajo la que fuimos criados; las escuelas a las que asistimos; los libros, películas, música, programas de televisión que consumimos; nuestras relaciones familiares, sociales y románticas; y el largo cúmulo de etcéteras que nos convierten en individuos.

Este postulado sociológico hoy es respaldado por la neurociencia. David Eagleman, neurocientífico de la Universidad de Stanford, asegura que somos un entrelazado de nuestros genes y nuestro entorno, al punto de que es muy difícil establecer cuál de ellos es responsable de lo que vemos. Las experiencias de vida son tan potentes que literalmente “le dan forma a nuestro sistema nervioso” y con la información que recibe a través de los sentidos, el cerebro crea un modelo interno de su propio entendimiento del mundo exterior y su funcionamiento. Puede que C y yo nos hayamos criado como hermanos, pero pequeñas diferencias nos llevaron a lo que somos, a desarrollar sentidos comunes y modelos internos distintivos. Esto explicaría por qué C y yo tenemos posiciones diferentes con respecto a la ciencia y la desinformación.

Nuestros modelos internos son nuestra única herramienta para navegar el mundo e, inconscientemente, la asumimos como completa e infalible. A esto se le denomina la Ilusión de profundidad explicativa: creer que entendemos un tema mucho más de lo que realmente lo entendemos y “distinguir nuestro conocimiento del ajeno”. El modelo interno de C le dice que él tiene la razón y se frustra cuando le respondo con porqués y cómos, cuando le exijo evidencia de fuentes confiables, cuando cuestiono sus principios. Al mismo tiempo, mi modelo interno me asegura que C ha perdido un tornillo por no ver lo que para mí es obvio: cada enlace que me envía es una falsedad que debería estar catalogada como fantasía.

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Como C y yo creemos que nuestras verdades individuales son las reales, nos encontramos en una situación irreconciliable. Hoy sé que por más que le presentara a C datos científicos que, por ejemplo, indican que la tierra es redonda, estos no harían mella en su verdad, como lo sugieren estudios realizados por la doctora Tali Sharot, profesora de neurociencia cognitiva. Para no continuar perdiendo energía ni tiempo, podría evitar hablar con C de estos temas, ignorándolo o diciéndole que no estoy interesado. O dedicarme a hablar solo con quienes comparto posiciones similares. Ninguna de estas alternativas es satisfactoria. La primera porque se trata de un amigo. La segunda porque me parecería tristísimo vivir en una burbuja de satisfacción mutua.

Bo Seo, bicampeón mundial de debate, propondría que la solución a mi problema es imaginar los argumentos de C y, a partir de ellos, reevaluar los míos para “sentir, por un momento, el raciocinio subjetivo de las creencias” de C. La renombrada sicoterapeuta belga Esther Perel me invitaría a escuchar a C con atención porque, de lo contrario, estaría “reforzándolo a enfrascarse en aquello con lo que estamos en desacuerdo” –esto no implica aceptar su punto de vista, pero sí entender por qué C lo considera válido. Daniel Shapiro, reconocido experto en negociaciones, me recordaría que un desacuerdo no es un ataque directo a mi identidad o sistema de valores, que no se trata de una afrenta entre los seguidores de la ciencia y de la seudociencia –en vez de intentar dominar a C, valdría la pena comunicarnos a partir de nuestros intereses comunes.

En últimas, estos expertos parecen apuntar a la empatía, una combinación de “la teoría de la mente” y la compasión. La teoría de la mente es la habilidad de inferir lo que el otro está pensando o sintiendo a través de su lenguaje corporal, señales no verbales o, principalmente, del movimiento de sus ojos. Alguien podría utilizar el conocimiento de saber lo que alguien está sintiendo para manipularlo o, simplemente, no actuar, hacer nada. Pero cuando la teoría de la mente se complementa con alguien capaz de sentir compasión por el otro estamos hablando de empatía.

Sutter practica la empatía radical: intenta “ver el mundo a través de los ojos del otro para encontrar un punto en común” sin esperar que el otro haga lo mismo por él. Eagleman advierte que la empatía es selectiva, “nos preocupamos más por nuestros pares y menos por personas de grupos externos”. Aun así, sugiere algunas estrategias empáticas: 1) entender que nuestro modelo interno nos hace parciales, 2) igual que ocurre con otros, 3) evitar deshumanizar al otro (o al grupo al que pertenece) solo porque no está de acuerdo con mis ideas, 4) reconocer y desactivar nuestros prejuicios tanto como sea posible, 5) participar activamente en comunidades diversas.

Jamil Zaki, profesor de sicología de la Universidad de Stanford, vende la empatía de una manera diferente. No solo se trata de hacer algo bueno por terceros, algunos estudios incluso respaldan la idea de que preocuparse por otros es beneficioso para nosotros mismos, nos hace más felices, libera el estrés, reduce la depresión, facilita hacer nuevos amigos y mantener relaciones importantes.

Zaki reconoce que “puede ser realmente agotador intentar empatizar con personas que son diferentes a nosotros, especialmente si tienen opiniones que podríamos temer o aborrecer” y que no es obligatorio ofrecerle empatía a cualquiera. Yo, por ejemplo, no estaría dispuesto a brindarle mi tiempo o abrirle mis brazos a un nazi, un racista, una persona de extrema derecha o similar.

Pero C no es ninguna de esas cosas. Como somos amigos, pero también contendientes en ciertos temas, se me ocurre que la mejor estrategia de aproximarme a él sea con el principio de colaboraciones entre adversarios de Daniel Kahneman, premio Nobel de economía. C y yo estamos de acuerdo en que tenemos un desacuerdo. Yo estoy dispuesto a trabajar con él para resolverlo y aceptar aquello en lo que ambos tenemos razón o nos equivocamos. Solo me resta preguntarle a C si él está dispuesto a colaborar conmigo.

 

*Foto de Elizabeth Brenker

 

Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.

Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); ArcadiaEl HeraldoPacifista!ViceRevista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de MéxicoRoads and KingdomsIowa City Little Village MagazineLiteral MagazineIowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.

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Posted: November 11, 2024 at 10:34 pm

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