Essay
Crítica Pokémon

Crítica Pokémon

Malva Flores

Para proteger al mundo de la devastación. Para unir a los pueblos dentro de nuestra nación.
Para denunciar los males de la verdad y el amor. Para extender nuestro reino hasta las estrellas.
Equipo Rocket

 

En su cumpleaños número cinco y por su deseo, disfracé a mi hija de Ash, uno de los personajes de Pokémon, y la piñata fue un enorme Pikachu, tan amarillo como nuestra suerte pues un día antes de la fiesta Valeria tuvo a bien romperse la cabeza y acabamos todos en el hospital. Una herida que requirió cuatro puntos en la frente, el terror de los padres añejos (y, sin embargo, primerizos), y un pavor que se me quedó pegado para siempre en el estómago, fueron las consecuencias de ese infalible juego infantil que consiste en dar vueltas como loco, con la cabeza cubierta, hasta topar con pared. O eso fue lo que me dijeron en la escuela, a la que David y yo acudimos temblando y con mi niña en los brazos me monté por única vez en una ambulancia de la que sólo recuerdo la sirena. Hacía frío, era diciembre y en la noche anterior a la fiesta di gracias a todos los dioses de la infancia porque mi hija había elegido un disfraz cuya gorra ocultaría la cicatriz en la frente. Ahora pienso que ese estigma, que con los años se fue borrando, decidió también mi suerte para pasar de Pokémon a Harry Potter, de quien vimos todas las películas hasta su final, cuando junto con el último adiós al niño mago despedimos también a nuestra hija que se fue de la ciudad para estudiar en el entonces Distrito Federal, donde se había roto la cabeza un día antes de su cumpleaños número cinco. Al terminar la cinta de Potter, lloramos todos como si nos hubieran arrancado una mano o una pierna del cuerpo.

Pero el día de la fiesta —cuyo éxito pudo medirse por el número de niños que, enloquecidos, destruyeron mi sala y hasta los baños— nadie lloró. Mi casa se llenó de Pikachus de todos los tamaños y materiales… hasta una alcancía con la forma del personaje apareció y durante varios años seguimos las aventuras de los pokemones que evolucionaron al tiempo en que mi hija y su pequeño hermano crecían en Xalapa, ciudad a la que nos mudamos y donde, por primera vez, fui asignada como profesora titular de una materia en la Universidad.

No voy a contar el inmenso temor que sentí al pararme frente al grupo. Yo sólo había dado una vez clase en la UNAM, como una profesora sustituta, y también ahí había pasado un miedo enorme debido a mi estatura y al tamaño del pizarrón del que no podía cubrir ni la tercera parte pues no alcanzaba a más ni con tacones. Ahora no ocurría eso, pero tuve en mi clase alumnos muy brillantes que ponían en evidencia, a cada paso, mis amplias lagunas o la especie de niebla que, por la ansiedad y el susto, me cubría la cabeza provocando que olvidara absolutamente todo lo que tenía preparado: nombres, datos, fechas, todo era oscuridad. Hasta que un día, el más avezado de mis estudiantes me dijo que el soneto ya había evolucionado. Un relámpago como el que salía de la pokebola iluminó mi frente marchita y como Pikachu cuando venció al Equipo Rocket, toda la energía acumulada en mi precario cuerpo salió de mi boca con una sola frase: “la literatura no es un Pokémon”.

El rostro de mis estudiantes se iluminó, no por una revelación, como yo hubiera deseado, sino por una especie de furia sorda, mezclada con la alegría de haber entendido —o eso creían— una metáfora. Digo esto con temor, porque vivimos en un tiempo en que las metáforas no son comprendidas, como tampoco se entiende la ironía, aunque se estudie en muy serios tratados sobre “la risa”. El caso es que mis estudiantes habían captado mis palabras porque todos habían visto a Bulbasur, Charmander, Squirtle y Meowth, el maravilloso “gato” del equipo Rocket, más inteligente que sus humanos, Jessie y James, miembros de la perversa organización, maestros del disfraz, pero muy incompetentes. Vagamente intuí entonces que la furia no expresada por los jóvenes que, a su pesar, se rieron, provenía del contradictorio lema del equipo Rocket: deseaban salvar al mundo de la devastación, pero en realidad eran los villanos.

Aunque hoy dar clase es un deporte de alto riesgo pues los estudiantes están listos para acusarte de mil y un faltas (hasta por ofrecerles una bibliografía “aburrida”, fui testigo), en aquel tiempo yo seguí dando mis cursos, cada vez con menos miedo, pero observando cautelosamente cómo todo se iba transformando. No puedo decir que evolucionando porque más bien —lo diría con Nervo, Amado— hemos ido retrogradando, aunque los pokemones se hayan transformado en seres prodigiosos, bestias irascibles.

Valeria se olvidó de Pikachu y la alcancía, sin llenar, se quedó en mi casa muchos años, tantos como los que se necesitaron para que mi otro hijo, Emiliano, creciera justo cuando se puso de moda buscar pokemones con un celular. “Es algo mundial, mamá”, me decía muy entusiasmado mientras su padre lo acompañaba a la caza virtual de pokemones. “Mientras tanto, en ciudad Gótica”, los estudiantes también eran ya otros. Sus mentores, aún más. Con asombro me di cuenta de que en otros cursos ya no se les pedía a los alumnos que leyeran a los escritores que la tradición había sancionado como buenos. No. Eso estaba muy mal. La tradición era un constructo de malvados. El canon era perverso. De modo que llegó el momento en que de Vargas Llosa, por ejemplo, los alumnos sabían que era un ser malo, que aparecía en Hola, que se había casado con su tía, que la había abandonado, que era un hombre y lo peor: un neoliberal. No habían leído, siquiera, Los cachorros. No sabían qué significaba la palabra “neoliberal” como tampoco sabían, ni saben, qué es un liberal, salvo que es algo muy malo, pero se transforma en bueno cuando, por ejemplo, un padre deja que sus hijos fumen mariguana en la sala porque es “muy liberal”. Imaginé, entonces, que los alumnos estudiarían poesía, porque la poesía es la primera de las disidencias. Qué locura la mía: si los mentores no leían poesía, cómo pretendía que de Perú, para seguir con el ejemplo, ofrecieran la lectura de Blanca Varela (una mala persona, cómo no, porque había sido amiga de Octavio Paz). Los alumnos sabían de Pachamama, de un larguísimo libro sobre pececitos dorados, pero sólo algunos habían escuchado mencionar a Vallejo (César). En un curso de doctorado algún alumno perspicaz refutó que yo dijera que Vallejo estaba en el centro del canon, palabra prohibida: “¡Vallejo era pobre!”, casi me gritó, para que yo entendiera que la crítica ya había evolucionado y no se medía a los autores por sus escritos, sino por las desgracias o infamias de su vida. El que murió en París con aguacero, se volvió a morir durante el curso.

Siempre creí que la diferencia entre la crítica académica y la literaria era justamente la certeza de que, para esta última, existía un orbe de palabras que se saltaba las trancas del corralito; que la estirpe analógica del lenguaje (y perdón por los terminajos) impedía o debería impedir (como un misterioso precepto de moral estética) la adopción del anaquel como método crítico. Ante al cuadrito profesoral, mejor el entusiasmo del garabato, la libertad de la línea, la disposición del lector para defender aquello que el cubículo señala con dedo flamígero como “crítica impresionista”. Sin embargo, lo que pude advertir cuando ingresé a la academia es que todo eso estaba mal visto, pero esa epidemia se extendió, incluso, entre los escritores, porque todos habían tenido a los mismos maestros “teóricos”. Lo importante era repetir como loros una misma “formulación” (palabra dilecta entre los colegas, con todas sus variantes) y, además, considerar que las teorías e incluso las formas literarias podían ser susceptibles de superación o de evolución. “Las ideas de Eliot ya están superadas”, me dijeron algunos. “Los sonetos ya evolucionaron”.

Habían logrado extender su reino hasta las estrellas, pensé, cuando durante un examen vi a un sinodal hacer polvo a mi estudiante porque había tenido la infeliz ocurrencia —avalada por mí, que era la directora de su tesis de doctorado— de mencionar en su trabajo escrito y en su defensa, la palabra “empatía”. ¿Cómo alguien podía usar esa palabra en una tesis sobre la literatura de la guerrilla? No se podía hablar de la empatía así nada más: existían muchísimos tratados contemporáneos sobre ella, vamos, ya ni siquiera era adecuado llamarla “empatía”. No recuerdo si mi estudiante respondió o yo pensé, estremecida, en una imagen en la que mataban a patadas a un perro o a un niño. Mi alumno hablaba y hablaba del poder de las imágenes, de Susan Sontag, a quien habíamos leído con devoción, pero ni eso lo salvó de la paliza. No reprobó de milagro, pese a ser uno de los más brillantes alumnos que he tenido y después de haber escrito un trabajo original. Pero era un joven extraño y hablaba de la empatía (usando la palabra empatía): mala combinación.

Sufrí mucho durante aquel malhadado examen y mi corazón se fue llenando de amargura, frase evidentemente cursi, pero real. La realidad es algo que hemos olvidado en esta evolución de la crítica literaria, aunque digamos que no, que es lo único que importa. Siempre tenemos “otros datos”, otra interpretación, lo que constituye una verdadera evolución en la materia del conocimiento, apreciable en cualquiera de los productos de nuestras LGAC (“Línea de generación o aplicación del conocimiento”, para los legos). Ya soy presa de la ira y como estoy a punto de entrar al camino que va al despeñadero o a la cancelación, mejor sigo con la historia de los pokemones.

En el mundo Pokémon todo se había trasformado. En los videojuegos iban ya por la octava generación y, según leo en Wikipedia, a fines de 2019 sería lanzada la nueva edición que incorporaba a 98 nuevas especies, había un regreso a los gimnasios iniciales y a las medallas que se obtenían por atrapar pokemones. Luego llegó la pandemia.

Cuando todo volvió más o menos a la normalidad, mi sobrino de 8 años vino a visitarnos. Llegó vacunadísimo —es alemán— y mientras sus padres nos contaban las vicisitudes de esos dos años sin mirarnos, para mi sorpresa sacó de pronto un paquete de cartas Pokémon que coleccionaba. Me contó todas las historias relativas. Yo no conocía a ninguno de los personajes y él nada sabía del equipo Rocket: no conocía su lema ni quería denunciar los males de la verdad o el amor.  Sé que el 18 de septiembre de 2022 se lanzó el último videojuego, cuya acción transcurre en la región de Paldea y que en ella “los pokémon dominantes vuelven en esta generación tomando como concepto las batallas de jefes de leyendas arceus”.

En la escuela, después de tanta pesadumbre, tantos muertos y gran miedo, regresamos a las aulas. Ahora, cuando alguien me dice que Borges ya fue superado o cuando hablo de Steiner (George) y los jóvenes me ven con absoluto aturdimiento, ya no me convierto en Pikachu ni saco rayos de mi corazón pokebola. No obstante, observo que siguen, con más fuerza aun, defendiendo al mundo de la devastación. De acuerdo con lo propuesto en los nuevos libros de texto, en el futuro nadie sabrá (en México) que existen los triángulos escalenos, pero habremos propuesto un nuevo Sistema Solar —donde la Tierra comparta su órbita con Saturno y Urano— y habremos transformado las matemáticas a tal punto que seis octavos será menor a cinco octavos. No cejaremos, sin embargo. Seremos perseverantes y seguiremos llamando a los pueblos para unirse a nuestra nación. James mememé, Jessie, James. Somos el Equipo Rocket.

 

Malva Flores es poeta y ensayista. Autora de La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/Conaculta, 2014), Galápagos (Era, 2016), A extraña línea quebrada (Literal Publishing, 2019) y Sombras en el campus (Bonilla, 2020). Su libro más reciente es Estrella de dos puntas (Planeta, 2020), por el que obtuvo el Premio Mazatlán y el Premio Xavier Villaurrutia. En 2022 recibió el Premio Internacional Alfonso Reyes. Es columnista de Literal Magazine. Twitter: @malvafg

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Posted: August 3, 2023 at 8:31 pm

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