Cuba: una bandera, tres almendrones y el mar… otra vez el mar
Odette Casamayor-Cisneros
Impresiones tras el izado de la bandera en la embajada de los Estados Unidos en La Habana
Viernes 14 de agosto, al filo del mediodía. El sol pega fuerte sobre La Habana y la bandera estadounidense ya está –sin ondear, pues no corre ni una brizna de aire– frente a tres Chevrolets simétricamente aparcados justo detrás del secretario de Estado John Kerry, ante el muro malecón. Luego, se derrama apacible el azul, extendiéndose en distintos tonos como queriendo alcanzar el infinito. La imagen exhala eternidad y perfección. La mer, toujours recomencée ¿no? Otra vez. Recuperar lo perdido. Recomenzar. Pudiera ser ese el sentido detrás de cada gesto, cada frase utilizada durante el breve performance en la recién reinaugurada embajada.
Tres alegres almendrones. De los bien cuidados, recién pintados. En posición de firme como lo requiere la ocasión: se iza, tras 54 años de hostilidades, la bandera norteamericana en suelo habanero. Una imagen fija: esa bandera enhiesta, un típico señor americano, de esos canosos que inspiran confianza, respetabilidad, eternidad, esforzándose en parecer afable, tres almendrones y el mar. No hay nada más. Ni pueblo, contenido en áreas menos fotogénicas, al que han exhortado a vitorear a los oficiales americanos o a cualquier cosa que se le parezca (es decir, algo que se pasee sobre dos piernas y sea blanco, rubio o con canas, alto y a pesar de sudar copiosamente bajo el sol, siga pareciendo un ser superior); ni otros vehículos, demasiado apestosos y despintados para aparecer en la foto oficial. ¿Por qué no aparcar allí un Lada, un Polsky y un Moskovich? O si prefieren, un Peugeot, un Toyota y un Mitsubishi. O un Ferrari, un Audi, algún Hyundai.
Pero entonces la foto no quedaría perfecta. Y en este momento de historia detenida en la gestación de un futuro que ya sucedió, la ceremonia y sus fotos y videos tienen que ser inmaculados. Es un momento histórico y con la historia no se juega. Una nueva Cuba va a nacer –se nos advierte en discursos y se nos incita a pensar con frases certeras, como la que estratégicamente han colgado en la esquina de 23 y L, ante la célebre heladería Coppelia.
“Este es tiempo virtuoso y hay que fundirse en él”, reza el cartel y desde su parte superior Antonio Maceo, Máximo Gómez y, por supuesto, el omnipresente autor de la frase, José Martí, miran severos al transeúnte. Avalan el presente, dictando lo que hemos de hacer: fundirnos, ¿hundirnos? Dicho de otro modo, dejar de ser, después de tantas décadas, más de un siglo, tratando de ser, resistiendo, durando… Todas las consignas desde hace medio siglo se mezclan en mi cabeza y, si no pongo cuidado u olvido mi diaria sesión de yoga, podría estallar.
Es comprensible. Todo. El performance de los unos y los otros. Para propiciar el parto de la Patria nueva –que no será tan nueva, sin embargo– cuidadosamente se escogen ciertos capítulos del pasado, algunas imágenes, objetos muy precisos.
Por eso han traído los tres brillantes Chevrolets. Parqueados ahí para Kerry. Y éste, que parece ser un tipo dulce, hasta agradeció que le dejaran su “future transportation” afuera. “Me encanta”, sonriente aseguró en su discurso. Y al parecer le gustó la frase y siguió, a lo largo de su jornada habanera, repitiendo, me encanta, me encanta, ¡Me encanta estar en La Habana!
Siguiendo sus gestos y sonrisas en mi pantalla, no he podido evitarlo: cada vez que Kerry dice, “me encanta”, vuela a mi mente el recuerdo de Alejo Carpentier que en 1939 recorría “maravillado” La Habana, arrastrando los pies y su inevitable erre francesa bajo el calor retenido en la Ciudad de las Columnas. Peregrino en su patria, así le llamaba a Carpentier, en tal vez su más lúcido ensayo, aquel profesor cubanoamericano que de no ser por sus recientes escándalos en la Ivy League, ¿quién sabe?, lo habrían invitado a izar la bandera norteamericana en La Habana. Entonces habría tal vez podido sentarse junto a Richard Blanco, el poeta también cubanoamericano, que dos años atrás leyera sus versos en la segunda investidura presidencial de Barack Obama. “One Today”, se titulaba el poema de entonces, apropiado para la era que esperaba propulsar reinicios y la reunificación de una América diversa. Richard Blanco –¿quién lo duda?– es un bardo positivo, ecuménico. La palabra “juntos” es una de sus favoritas.
Pero –¿qué es eso de ponernos a hablar de poesía?–, seamos pragmáticos, fundámonos en los tiempos y regresemos a la ceremonia en la embajada norteamericana. También había tres marines. Retirados ya: los tres que en 1961 arrearon la bandera americana, justo antes de partir cuando las relaciones entre los dos países se interrumpieron oficialmente. Y se fueron, claro, no sin antes prometer que regresarían un día, a volver a izar la bandera. Ahora, otra vez bajo el cielo de La Habana, cumplían la promesa.
“Los marines llegaron ya” –me es imposible no tararear el cha-cha-cha de la orquesta Aragón– “y llegaron bailando”… ¿reggaetón? En la portada de la sección Sunday Styles del New York Times con entusiasmo se anuncia que “Cuba peels off its retro look and embraces the bright fashion and risqué sounds of reggaetón”. No entiendo, somos o no somos retro. La respuesta puede estar en los mismísimos Chevrolets de la foto. Porque el reggaetón es precisamente la música hoy en día difundida a todo volumen por los ubicuos almendrones de la ciudad. Incluidos los tres almendrones elegidos. ¡El transporte del futuro! Ahí, frente al malecón.
Tres: James Tracy, Mike East y Larry Morris. Que no son en absoluto Silvestre, Códac y Arsenio Cué, los tres tristes tigres de Cabrera Infante. Sobretodo porque no parecen en lo absoluto tristes los marines, pero es que la memoria es así, impredecible; y en estos momentos, de tanto remover el pasado, pescando remembranzas útiles que puedan ser utilizadas sin peligro en la construcción de la nueva Cuba; ahora mismo, sin previo aviso, también me da por recordar a Cabrera Infante. ¡Tantos escritores muertos en mi cabeza! Pareciera que todos los escritores cubanos han muerto. Tan muertos que ni siquiera se les invita a la magna ceremonia del izado de la bandera norteamericana sobre el malecón de La Habana. ¡Ah! Pero nadie cuenta con un hecho cierto: los fantasmas son incontrolables. Es imposible congelarlos, porque ya están muertos.
El presente de un país, en cambio, sí parece ser congelable. Es la mejor manera de manejarlo. Es como la comida congelada, fácil de cocinar. Una vez congelada durante años dentro de un refrigerador Minsk (con mucha escarcha), sólo necesita un toque en el microwave (de preferencia un GE comprado en el Wal-Mart más cercano, y ya). El futuro está casi ahí… Con los tres marines y los tres almendrones, presencia congelada para el futuro: el recordatorio de que nada ha cambiado en medio siglo. O puede que sea un mensaje al mundo y en especial a Fidel Castro, quien todavía un día antes de la llegada de Kerry celebraba su 89 cumpleaños con toda pompa en los periódicos Granma y Juventud Rebelde, paseando por lo que antes era su feudo junto a sus incondicionales, los presidentes Evo Morales y Nicolás Maduro. Ancianas garras las suyas, también aferrándose al pasado. En sus “Reflexiones” cumpleañeras, a Estados Unidos exigía indemnizaciones millonarias y a sus seguidores agradecía la lealtad.
Pero ahora la perfección del Kerry sonriente con sus tres marines, la bandera y los almendrones arrojaban una pregunta mucho más inquietante que todos los alaridos del ex presidente: ¿fue todo por gusto?
Los cubanos que hemos vivido o sobrevivido o malvivido durante más de 50 años bajo el un mismo gobierno y un mismo embargo, ¿existimos dentro de la foto perfecta?
Quisiera acercarme a ese muro tras la bandera, donde cantaba Carlos Varela que acababan todos y empezaba el mar . Llegar para lanzar desde allí mis preguntas al mar, el mismo mar de los discursos atropellados de los tristes tigres de Cabrera Infante, de los lamentos y la ira de La Lúgubre Mofeta de Reinaldo Arenas. Veo en mi pantalla la bandera y todo lo que yo quisiera hacer es poder gritar: “Algo está sucediendo que estoy sintiendo que esta vez, me están dejando solo”. Otra vez.
Pragmatismo, pragmatismo, que time is money! Lo que debe importarnos es Kerry y su bandera y que tras la ceremonia nuestro gentil secretario de Estado recorrería las calles que con mucho cuidado habían acomodado especialmente para su visita, en La Habana Vieja. Avanzaba guiado por Eusebio Leal, Ordre des Ars et des Lettres en Francia, Comendador de la Orden Isabel La Católica y Doctor Honoris Causa en un puñado de universidades, que después de tantos años como Historiador de la Ciudad, en las fotos oficiales sólo fue identificado como “a Tour guide” anónimo. Pero esos son mínimos detalles que ya se encargará la diplomacia de enmendar, tal vez con otro doctorado Honoris Causa en Yale, Harvard, Columbia… No nos detengamos ahora, no perdamos la pista del Adelantado Kerry, quien como un Carpentier andarín, maravillado entre columnas saludó a la gente, ofreció su blanquísima mano y continuó reiterando la misma palabra que ya repitiera tanto en su discurso: vecinos, vecinos, vecinos… Rimando con negocios, negocios, negocios…
Yo, yo no sé dónde colocarme. No soy cuentapropista. Ni dueña de un timbiriche. No alquilo cuartos en Airbnb y mi peluquera, en La Habana, no ha logrado ni hacerme la queratina ni que desrice mi pelo. Tampoco, obviamente, mi piel negra me permite parecerme a ninguna de las funcionarias del Ministerio de Relaciones Exteriores que, cual primeras damas, dieron la bienvenida y acompañaron al Adelantado. Ellas son o parecen rubias y lucían fresquitas, como recién salidas de una peluquería en un mall de Miami. Pero como yo no soy ni política, ni rubia, ni siquiera negociante, no me veo en todo este trajín. ¿Quién soy? ¿Cubana?
Hay más recuerdos: “El que no salte es gringo”, solía gritarse en la Plaza de La Revolución, durante mi infancia. Ahora parece más apropiado enmendar la frase, tomar en serio el vocabulario del amable Kerry: El que no salte… no es un buen vecino.
¿Quién he sido? Tal vez un holograma de quien fui en los ochenta o los noventa.
Ahora que, si sopla el viento, ondea la bandera y está bien visto agitar banderitas americanas y cubanas, juntas, al son de los versos de Richard Blanco, es como si no hubieran existido aquellos años. Pero no. Serían los años del hambre o no, esperanzados o no, dolorosos o no, oportunistas, cínicos, vergonzosos, violentos o no. Fueron lo que fue y no se parecen al ahora. Para bien o para mal. Mis ochenta, con dibujos animados checos, el Lada destartalado y sin gasolina de mis padres y una bicicleta china de nombre imposible: Forever. Para otros, fue otro el pasado: huevos lanzados contra casas abandonadas por la “escoria”, gritos “Abajo la gusanera. ¡Pim Pom, Fuera!”, el éxito o la locura, en Coral Gables o Hialeah, desaparecer en el mar, mazmorras o limousines, la nostalgia, la ira, el triunfo, oro o lentejuelas, senilidad y esquizofrenia, mucha –demasiada– soledad. Y el pasado se ha ido armando también con el aliento traído por esas ansias locas por todo lo yuma, lo que viene del norte y es blanco, rubio y de ojos azules, y huele a jabón Palmolive y mal soporta el sol. A veces se nos olvida que una cosa son las ansias y otra bien distinta, su saciedad. ¿Qué va a pasar cuando el deseo por lo americano pueda ser saciado? Mas no concierne ahora tanto el futuro, ni mucho menos el presente –que de ese se ocupan quienes tienen el poder aquí, allá y acullá– sino el pasado. De todos los pasados de todos los cubanos –agitando banderitas o sin ellas, esperanzados o pesimistas– porque todos los pasados han existido. Y así hemos estado todos –frente al malecón o frente a las pantallas– cargando cada uno con pasados demasiado complejos para encontrar espacio dentro de una perfecta foto ante la mar serena, brillante el sol. Tampoco hemos hallado espacio dentro de la foto de familia de quienes gobiernan en la isla. La única foto con que contamos es la de una familia diezmada por exilios. Sin embargo, aun así, maltrechos el 14 de agosto hemos estado. Cercanos y distantes hemos seguido el ritmo del quinteto de vientos de los marines interpretando, con buen tino, piezas cubanas y nuestro himno nacional, antes de izar la bandera.
A esa se le verá fácilmente cuando los cruceros o el ferry desde Miami penetren la bahía de la ciudad. Según prometen los políticos y negociantes, sucederá pronto. Mientras eso ocurre, si cierro los ojos sólo veo la bandera erecta, ante el mar. Otra vez el mar, pero el del Reinaldo Arenas empecinado, rabioso, el guajiro escondido entre los anaqueles de la Biblioteca Nacional, el expulsado, marielito, el censurado y el olvidado, al que Miami tampoco acogió, el Reinaldo Arenas que murió de sida en Nueva York. Porque por más que Blanco busque parecerse aun más a Arenas leyendo al borde del lagrimeo su “Cosas del mar”, un poema con mucho mango y mucha guayaba pero muy poco marabú “que es lo que realmente abunda hoy en los campos de Cuba” no logro pensar en otro mar que no sea el de La Lúgubre Mofeta. Obstinadamente, aunque Kerry haya dicho que este es el momento de olvidar y para eso hayan traído los tres marines y los tres almendrones, frente al mar. Isla frozen on time, como los poderosos de las dos orillas prefieren imaginar a Cuba. Aunque el mismísimo José Martí me ordene fundirme en los tiempos, desde su cartel en la esquina de Coppelia, por donde todos pasan, yo lo siento, pero no puedo olvidar todo lo que ha visto y las confidencias que ha recibido ese muro. Que es como el Muro de Berlín. Destruido, pero ahí está. Aunque, otra vez según Kerry en su discurso frente al mar, “el recuerdo del muro de Berlín se desvanece”. Será el suyo. El mío no.
Yo recuerdo, aun cuando no me vea a mí misma en medio del decorado de la isla tropical frozen on time. Estoy viva y recuerdo lo que fui.
¡Ilusa! Como si recordar pudiera sucederle a un holograma.
Para más detalle, ver este muy ilustrativo enlace con las fotos de la visita de John Kerrry
Odette Casamayor-Cisneros es profesora de literatura y cultura latinoamericanas en la Universidad de Connecticut. Es autora de Utopía, distopía e ingravidez: reconfiguraciones cosmológicas en la narrativa postsoviética cubana (Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt am Main, 2013) y el libro de cuentos Una casa en los Catksills (La Secta de los Perros, San Juan, Puerto Rico, 2012). Ha recibido el Premio Juan Rulfo de Ensayo Literario (2003), mención del Premio Torremozas (2002) y Premio de Ensayo José Juan Arrom (2009).
Posted: September 1, 2015 at 9:23 pm