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LUIS DE TAVIRA, MATTEO RICCI Y LOS JESUITAS

LUIS DE TAVIRA, MATTEO RICCI Y LOS JESUITAS

Edgardo Bermejo Mora

La historia de los jesuitas en México, el asesinato de dos de sus representantes en Chihuahua como testimonio de los horrores del presente violento del país, y la extraordinaria hazaña de Matteo Ricci en China, han sido engarzadas y puestas a dialogar como parte de un ambicioso y muy impresionante montaje escénico escrito y dirigido por Luis de Tavira y Jorge A. Vargas.

1. Hay una desgarradora y brutal paradoja en el hecho de que en 2022 se conmemoraron 450 años de la llegada de la primera misión de frailes jesuitas a México (Nueva España) y que fuera también el año de los terribles asesinatos de dos misioneros jesuitas en Chihuahua.  En 1572 un contingente de la Compañía de Jesús llego a la Ciudad de México para reforzar y diversificar el trabajo evangelizador  de franciscanos, agustinos, dominicos y clérigos seculares. En su Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España (1694), el jesuita Francisco de Florencia relata que el virrey Martín Enríquez y el Ayuntamiento de la ciudad recibieron con entusiasmo a los nuevos misioneros jesuitas porque los jóvenes criollos de la Nueva España necesitaban urgentemente “maestros de leer y escribir, de latinidad y demás ciencias”, según lo registra el historiador británico David Brading en su artículo “La patria criolla y la Compañía de Jesús” publicado en 2001 en la revista Artes de México.

Mientras que las órdenes mendicantes se habían concentrado por espacio de seis décadas a evangelizar a las poblaciones indígenas a partir de 1521, faltaba quien se hiciera cargo de las tareas educativas para los hijos de los españoles y para la naciente población criolla del reino. La Compañía de Jesús, fundada en 1534 por Ignacio de Loyola, en poco tiempo se había granjeado prestigio en Europa por su dedicación al magisterio y su vocación intelectual a la cabeza de la Contrarreforma. Resulta por lo tanto muy significativo que la primera misión jesuita en la Nueva España estuviera encabezada por el fraile Pedro Sánchez, quien había sido rector del colegio jesuita de Alcalá de Henares y quien había enseñado también en la Universidad de Salamanca.

Muy pronto Pedro Sánchez fundó en la Ciudad de México el Colegio de San Pedro y San Pablo, primer antecedente del que más tarde sería el Colegio de San Ildefonso, cuya historia abarca cinco siglos y llega hasta nuestros días, siendo ya en el siglo XX la sede de la Escuela Nacional Preparatoria.

En menos de media centuria los jesuitas se encargaron de abrir colegios en Guadalajara, Zacatecas, Pátzcuaro, Valladolid (Morelia), Puebla y Oaxaca, entre otros. Como escribió la historiadora del Colegio de México Pilar Gonzalbo en otro artículo de la citada publicación de 2001, “su labor no se limitaba a la formación de las élites peninsulares, sino que abarcaba los grupos populares, y los territorios (inexplorados) de las misiones. En la historia de la instrucción tanto pública como privada en nuestro país, estas empresas educativas constituyeron un momento fundamental y decisivo”. Coincide en ello David Brading cuando apunta: “La fundación de una red de colegios diseñada tanto para educar a la élite colonial como para promover el surgimiento de un clero criollo ilustrado, ha sido considerada como su principal logro”.

A diferencia de las órdenes mendicantes que vivían principalmente de la caridad, el espíritu empresarial de los jesuitas les permitió aprovechar los donativos de las familias más ricas del reino de manera que, menos de un siglo después de su llegada, además de los colegios ya eran propietarios de una red de haciendas altamente productivas, muy bien administradas y generadoras de grandes dividendos, que acrecentaron su poder no sólo religioso, sino también económico y político, lo que en 1767   habría de provocar su expulsión  sumaria del reino de la Nueva España y de todos los dominios españoles de América, Europa y Asia, por órdenes del rey Carlos III.

En 1650, casi 80 años después de su llegada, la provincia jesuita de la Nueva España contaba con 336 miembros, de los cuales 60 trabajaban en las misiones esforzadas del norte, mientras que el resto atendía los 21 colegios con los que ya contaban en ese momento.

En 1645 el jesuita Andrés Pérez de Ribas publicó un informe de las misiones jesuitas en Sinaloa, Sonora y Chihuahua, en el cual –anota Brading– se registraba la muerte de 20 frailes martirizados en los territorios de las poblaciones indígenas del norte del país. ¿Es este acaso un antecedente perturbador de lo que ocurrió en Cerocahui el año pasado? Me niego a aceptarlo. El asesinato de los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora se inscribe en otras zonas atrofiadas y demenciales de nuestra historia reciente. Un nuevo martirio sí, pero que sólo se puede leer, y doler, en clave contemporánea.

No menos destacada es la labor de otros miembros de la compañía como Juan de Tovar, Antonio del Rincón, Horacio Carochi y Juan de Ledezma, nahuatlatos consumados, que publicaron gramáticas del náhuatl y guías bilingües para los sacerdotes dedicados a atender a las poblaciones indígenas en su propia lengua. Los jesuitas fueron también los principales impulsores del culto guadalupano con todo lo que ello representa para la formación de nuestra identidad nacional. “Tan eficaz fue su misión –escribe Brading– que el 25 de mayo de 1754, (el Papa) Benedicto XIV no sólo aprobó la elección de nuestra Señora de Guadalupe como patrona (de México) sino que instituyó su festividad el 12 de diciembre”.

Les debemos entonces a los jesuitas no sólo la consolidación del culto guadalupano, sino también –a través de su labor educativa y pastoral– la gestación del nacionalismo criollo del que habrían de derivarse, a su vez, nuestros impulsos independentistas en los albores del siglo XIX. En estricto sentido los jesuitas fueron los “padres de la patria”.  De ese tamaño la relevancia de aquel parteaguas que significó el año de 1572 y que hoy casi hemos olvidado.

2. Pablo Soler Frost es el autor de la única novela que se ha escrito en México sobre la expulsión de los jesuitas en los años postreros de la Nueva España. La editorial Joaquín Mortiz la publicó en 2004 y hasta ahora no se le hecho entera justicia a este volumen que enzarza fabulación y erudición en una misma cuenta. 1767 es el título de la novela, que reimagina en clave literaria y documenta con un amplio soporte historiográfico un acontecimiento crucial para la historia moderna de México, cifrado en aquel año de la segunda mitad del siglo XVIII.

La extraordinaria riqueza lingüística de la novela revela el estilo manierista de un autor, como Soler Frost, que es capaz de mimetizar su prosa en el universo verbal y la atmósfera intelectual de sus propias lecturas e indagaciones documentales. Si la novela se escribió en los albores del siglo XXI, es más justo decir que se cocinó a fuego lento en el decurso de tres siglos. El español que desfila por la novela y su estructura misma, que recuerda a las novelas por entregas del siglo XIX, son un paseo ilustrado a través de los universos entreverados de nuestro idioma.

¿Por qué importa a la luz de nuestro presente lo ocurrido en 1767 con motivo de la expulsión de todos los miembros de la provincia mexicana de la Compañía de Jesús del reino de la Nueva España?  “Ocurrió hace tanto tiempo –escribe Soler Frost en el prolegómeno de la novela– que tal vez te preguntes (lector) ¿qué tiene todo esto que ver conmigo? Y yo te diría que mucho, pues todo comienza antes”.

“Todo comienza antes”. La sentencia que anuncia el arranque de la novela aplica lo mismo para reconocer la presencia irrevocable del pasado en ese espacio continuo al que llamamos presente, como para recordarnos que la literatura de fuste, aquella que abreva de la tradición, forma parte de un torrente continuo que nunca ha dejado de rescribirse.

Cuando Jorge Luis Borges, en un poema dedicado a Jonathan Edwards escribió: “hoy es mañana y es ayer”, explicó al pasado como materia constitutiva del presente, y al presente mismo como una suma de aspiraciones de futuro.  El presente es para Borges la suma equilibrada de lo que fuimos y de lo que queremos ser, de la misma manera que Soler Frost encuentra en la presencia y el legado de los jesuitas en la Nueva España los cimientos de nuestra posterior edificación nacional; y en su expulsión, el signo fatal que habría de acelerar el derrumbe de la era colonial, y el principio de muchas de nuestras orfandades y nuestros estropicios ulteriores.

La novela de Soler Frost, uno de nuestros pocos autores contemporáneos que se afilian a la tradición de los escritores católicos en México, es, también un alegato histórico escrito desde la nostalgia. Uno de las múltiples voces narrativas de la novela recuerda el momento final de la partida de los jesuitas desde el puerto de Veracruz, la mañana del 24 de octubre de 1767: “Imagino a la Compañía (de Jesús) como si fuera la flor del maguey, alta fuerte, hermosa, que preludia la muerte de la radiante planta. Se iban, y nosotros nos quedábamos sin ellos”.

Pablo Rayón es el nombre del personaje principal de la novela, un joven criollo de familia acomodada, propietarios de tierras por el rumbo de Malinalco en el actual Estado de México. Como novicio de la Compañía de Jesús, el joven será expulsado del reino y emprenderá junto con los otros expulsos el penoso viaje a Europa saturado de peligros y maltratos. Una travesía en la que muchos jesuitas perderán la vida en el camino.

La novela nos recuerda la insurrección popular que estalló en diversas ciudades del reino en protesta por su expulsión, durante las cuales en menos de tres meses 85 personas fueron condenadas al patíbulo o decapitadas y expuestos sus despojos en las plazas públicas para disuadir a otros rebeldes. Un preludio elocuente del estallido definitivo que habría de producirse tres décadas más tarde, la prueba social de la contribución de los jesuitas al surgimiento del nacionalismo criollo que condujo a la independencia.

Nos recuerda también el decreto de expulsión firmado por el Marqués de Croix, “Virrey, Governador y Capitán General del Reino de la Nueva España” el 25 de junio de 1767. Las líneas finales del edicto se inscriben con letras de oro en el muro del autoritarismo nacional. El virrey advierte que “usará el último rigor y la ejecución militar”, no sólo contra aquellos que contravengan la orden sino a cualquiera que ose manifestar públicamente su opinión al respecto, “pues de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar, y obedecer, y no para discurrir, ni opinar en los altos asumptos (sic) del Gobierno”.

“Podían prohibirlo todo –comenta una de las voces narrativas de la novela–, con el despótico lenguaje que acostumbran los que se creen asistidos de absoluta razón; no podían prohibir que la gente llorase. Y en la capital del imperio mexicano se lloró amargamente”.

Entre 1767 y 1769, de los 101 jesuitas de la provincia mexicana que murieron antes de abandonar la Nueva España, durante la travesía por el Atlántico o al pisar suelo europeo, una buena parte provenía de las misiones en el norte del país, ese territorio vasto al que se le llamaba “la pimeria” habitado por  indios ópatas, pimas, seris, yaquis, tepehuanes, huicholes, coras, y tarahumaras.  Debieron cruzar a pie la geografía nacional desde el norte árido hasta el puerto de Veracruz, en ocasiones atados de las manos y escoltados por militares como si fueran delincuentes. Antes de zarpar, escribe Soler Frost; “más parecían esqueletos de hombres muertos que figuras de hombres vivos”.

El trabajo pastoral de los jesuitas en el norte del país se remonta varios siglos atrás. La tragedia del año pasado en Urike tiene una dimensión histórica mucho más profunda.

3. En el tiempo que fui agregado cultural de la Embajada de México en China, uno de los momentos memorables que conservo fue la tarde de la primavera de 2006 en la que le propuse al padre jesuita José Morales Orozco, entonces rector de la Universidad Iberoamericana (UIA) en México, visitar la tumba de Matteo Ricci en Beijing. De visita en China para asistir a un encuentro de rectores de universidades de China y de México, el rector de la UIA comprendió tan pronto como se lo mencioné la dimensión y el profundo significado de mi propuesta.

El jesuita italiano Matteo Ricci (1552-1610) fue el primer misionero europeo de la historia al que se le permitió no sólo establecerse en la capital del imperio chino, fue además el primer extranjero que logró trasponer los muros herméticos de la Ciudad Prohibida para conocer y entrevistarse con el emperador mismo, hasta convertirse en su consejero. Fue también el primero en traducir del mandarín al latín las Analectas de Confucio, y de traducir al chino los textos clásicos de la tradición occidental, entre ellos, los Elementos de la geometría del griego Euclides, que los arquitectos, los astrónomos y los matemáticos chinos de la Dinastía Ming leyeron con atención.  Representa, con toda justicia, el primer puente de entendimiento entre dos civilizaciones separadas por la ignorancia mutua, la geografía y la historia. A partir de Matteo Ricci el mundo europeo pudo entender mejor la complejidad de la tradición cultural china y viceversa.

Vivió en China a lo largo de 28 años. Llegó desde Goa, en India, al puerto de Macao –entonces dominio portugués– en el año de 1582, cuando contaba con treinta años de edad, y murió en Beijing en 1610, a los 58 años.  Para entonces su fama y prestigio entre la élite gobernante china permitieron que a su muerte el emperador autorizara el entierro en la capital con todos los honores funerarios que marcaba el protocolo imperial, y que, además, el emperador donara  a la Compañía de Jesús los terrenos en los que se establecieron en Beijing desde principios del siglo XVII. No hubo nunca antes un gesto así por parte del ensimismado “Imperio del Centro” para con otros visitantes de ultramar, a los veía invariablemente como amenazas o potenciales enemigos. Los misioneros jesuitas en China, con Matteo Ricci como punta de lanza, traspusieron fronteras, muros y civilizaciones, sedujeron con sus conocimientos renacentistas a un imperio y fundaron, en estricto sentido, la historia moderna del mundo.

La sede de los jesuitas en Beijing se mantuvo sin mayores cambios por espacio de cuatro centurias, y no fue sino hasta ya bien entrado el siglo XX, tras la revolución maoísta, que finalmente desapareció. Curiosamente a principios del siglo XXI la modesta tumba de Mateo Ricci se encontraba –si bien restaurada y en buen estado– en los jardines del patio trasero de la escuela de cuadros del Partido Comunista de China. Hasta ahí llegamos aquella tarde de 2006  el rector Morales Orozco y yo. En el camino, mientras manejaba mi coche, le fui contando de mi profunda admiración por el jesuita italiano con base en la lectura de un libro extraordinario: The Memory Palace of Matteo Ricci, del sinólogo estadounidense Jonathan Spence (Penguin, 1984).

El título (El palacio de la memoria) refiere a la manera en la que Matteo Ricci aprendió desde cero a hablar fluidamente en cantonés, primero, y luego a hablar, leer y escribir en mandarín. Se sirvió para ello de un método de mnemotecnia, muy en boga en el Renacimiento europeo, y que él mismo perfeccionó. Sin el dominio de ambos idiomas, que aprendió en menos de cinco años, hubiera sido imposible la hazaña de ser el primer extranjero en penetrar los muros de la Ciudad Prohibida de Beijing.

Imaginemos a alguien que se enfrenta por primera vez a un idioma distinto. Sin maestros, ni academias, ni diccionarios, ni libros de texto o aplicaciones en el celular que lo asistan para aprender una lengua nueva. Agreguemos a esto la particularidad de que se trata no de un idioma con alguna mínima correspondencia con el propio, sino de algo enteramente distinto y en apariencia impenetrable. Matteo Ricci, que ya hablaba con soltura italiano, latín, griego y portugués, concibió un método por el cual recreaba con el pensamiento un palacio entero con habitaciones, salones, pinturas, muebles, cajones y repisas, y a cada uno de estos espacios y objetos imaginarios asignaba distintas formas de la lengua hablada y de la lengua escrita de los chinos, hasta penetrarla y dominar en la memoria la vastedad insondable de los caracteres. Como quien recorre un museo y todas sus pinturas, y los más mínimos detalles dentro de ellas,  con el poder de la mente. Eso hizo Matteo Ricci.

Jonathan Spence refiere que al poco tiempo de emplearse en su método, Ricci era capaz de recrear en la mente entre 400 y 500 caracteres chinos, todos ellos distintos uno del otro, y era también capaz de recitarlos de izquierda a derecha y viceversa. Estas fueron las herramientas que más tarde le permitieron al jesuita enseñarle a los sabios chinos las novedades científicas e intelectuales de Europa: de las matemáticas a la astronomía, de la filosofía a la religión.

4. La historia de los jesuitas en México, el asesinato de dos de sus representantes en Chihuahua como testimonio de los horrores del presente violento del país, y la extraordinaria hazaña de Matteo Ricci en China, han sido engarzadas y puestas a dialogar como parte de un ambicioso y muy impresionante montaje escénico escrito y dirigido por Luis de Tavira y Jorge A. Vargas.

Titulada simplemente “Matteo Ricci”, se trata probablemente de la única obra en toda la historia del teatro en México que haya sido escrita y escenificada acudiendo al español y al mandarín. Los actores recibieron entrenamiento riguroso para pronunciar en correcto chino algunos de los diálogos en los que el misionero jesuita se encuentra con los mandarines del imperio a su llegada a Cantón. El recurso bilingüe para desarrollar algunas de las escenas refleja con gran elocuencia un planteamiento fundamental de la obra: la dificultad que le representó al misionero italiano establecer un puente de comunicación y entendimiento con un reino del lejano Oriente cuya complejidad lingüística y ensimismamiento cultural parecían impenetrables a finales del siglo XVI.

Al ser el primer europeo de la historia que pudo traspasar las puertas de la Ciudad Prohibida de Pekín para entrevistarse con el venerado y temido emperador, y ser además el primero en establecerse en la capital del imperio con plena legitimidad, la hazaña de Matteo Ricci es también una alegoría de la tolerancia, la cooperación y el mutuo entendimiento que demanda el diálogo entre las civilizaciones, sin imposiciones ni violencia.  Europa se benefició de los conocimientos milenarios y los inventos chinos a partir del puente que establecieron los jesuitas, no menos que los chinos de la dinastía Ming aplicaron los conocimientos renacentistas de Ricci y los jesuitas en matemáticas, geometría, astronomía y cartografía.

Frente al nuevo discurso hegemónico en Occidente que presenta a China como el gran rival y la gran amenaza del siglo XXI, el diálogo establecido hace 500 años por los jesuitas europeos y los escolares chinos -con el aval de sus gobernantes- es un triunfo de la razón y un ejemplo casi olvidado de que también es posible la convivencia pacífica entre las naciones y sus individuos, particularmente entre Occidente y China.  El extremo opuesto de la violencia, la irracionalidad y la brutalidad con la que en Nueva España se expulsó a los jesuitas en 1767, en México se asesinó a los chinos en Torreón en 1911, o se acribilló impunemente a dos ancianos misioneros en Chihuahua, en 2022.

Tres jesuitas se sitúan a cada extremo de ese péndulo entre civilización y barbarie. De un lado Matteo Ricci en China, del otro Javier Campos y Joaquín Mora en Chihuahua. Luis de Tavira y Jorge A. Vargas concibieron un artefacto escénico muitimedial y sorprendente para unir ambos extremos y explicarlos como parte de una historia común, saturada de correspondencias y paralelismos.

Es “Matteo Ricci” una obra que abreva del pasado más remoto y se incrusta en el presente con todo su dramatismo: pasado y presente frente a frente en el espejo de la memoria, ese “palacio de precisos cristales” como se refirió Borges a la geometría en el “Otro poema de los dones”. Una obra -nos dice Tavira en el texto de presentación que se proyecta en una pantalla al inicio- concebida y escrita durante el confinamiento por la pandemia de Covid y, por lo tanto, una metáfora del teatro y del arte como formas de la resiliencia. Un homenaje a la razón ilustrada no menos que una denuncia y un grito desesperado y doloroso. Una celebración multicultural que es también un réquiem por México.

Un rasgo notable del montaje es que para desplegar  su doble trama la obra abraza todos los recursos escénicos y tecnológicos a su alcance: actores enmascarados en escena con un vestuario extraordinario creado por Jerildy Bosch y Carlo Demichelis; un coro narrador a la manera del teatro clásico griego; escenografías que son meticulosas maquetas proyectadas en vivo en las pantallas del escenario a través de un teléfono celular; un despliegue de animaciones en video proyectadas en enormes pantallas que facilitan el carácter didáctico de la obra; teatro de sombras; fotografía, caligrafía;  marionetas y  autómatas montados sobre artefactos escénicos de excepcional originalidad.

De la mano del libro clásico de Jonathan Spence y del genio creativo de Luis de Tavira y Jorge A. Vargas, estamos ante un homenaje mayor a la tradición cultural china, el más importante, sustancioso, documentado y certero que sobre el tema chino conozca hasta ahora el teatro mexicano.

La iluminación y el conjunto escenográfico se la debemos al talentoso Philippe Armand; la música incidental en vivo –con evocaciones de los sonidos tradicionales chinos– al impresionante músico Jesús Cuervas (a partir del diseño sonoro y la musicalización de Joaquín López Chapman y Pedro de Tavira); y diez actores en escena que se multiplican como una legión completan el talento de la obra.

 

• Una temporada muy corta en el Teatro de las Artes del CENART de la Ciudad de México entre abril y junio, debería ser la primera de muchas más en México, en el extranjero y, por supuesto, en China.

 

Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela  Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997-98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste  Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo

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Posted: June 26, 2023 at 7:54 pm

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