Cura de mar
ALFREDO NÚÑEZ LANZ
Volví a Playa Michigan, en Guerrero, luego de casi veinte años. Vacilaba entre ir o quedarme sumido en las alergias de enero. Reí al recordar esas aventuras con los amigos acampando en la enramada de don Hilario, pulcra y funcional. Íbamos dispuestos a pasar incomodidades: bañarnos en aquellas impúdicas regaderas y tener noches sin electricidad; nos bastaban los mecheros que don Hilario improvisaba con frascos de mermelada y gasolina. Había que llegar equipado: un colchón inflable para no dormir sobre la arena –por la amenaza de las pulgas–, una buena lámpara, provisiones etílicas y otros enervantes. Nos conformábamos con muy poco, el mar y la mutua compañía nos bastaban.
Cuando pensé que quizá sería mi último viaje acampando en la playa –para todo hay una edad–, me decidí. Al cabo de siete horas entre montes heridos por la autopista llegamos a Técpan de Galeana, desde donde abordamos un taxi rumbo a Tenexpa. Poco a poco la vegetación se volvió tupida y ofrecía múltiples tonos de verde. Las palmeras iban culebreando junto con la carretera, dándonos la bienvenida.
Una vez en la lancha nos dejamos conducir a esa suerte de isla que hunde sus raíces en el agua dulce de un lado y del otro en el mar. Confiaba en que éramos los dos únicos turistas llegando al final de la temporada vacacional; había invitado a Rogelio y ahora tenía mis dudas, apenas llevábamos tres meses de amistad que bien podía romperse o malograrse. Busqué en su mirada el asombro que yo sentí ante el espectáculo de las palmeras, casi rectas, como una empalizada coronada de cocos. Esa pared vegetal se erguía mientras nos aproximábamos a Playa Michigan y era digna de admirarse hasta por el más insensible. Rogelio, en vez de observar, sacó el teléfono para grabar el paisaje y subirlo a sus redes sociales. El aire era tibio y limpio. De pronto, me pareció imposible que veinte años atrás yo hubiera recorrido el mismo camino, pues todo me resultaba nuevo. Estaba lejos del aturdimiento y la confusión, en medio de un silencio roto por el motor de la lancha y el canto de las aves a lo lejos. Nada me apresuraba aquí y, por lo mismo, me sentía objeto de una vaga amenaza.
El primer día en la playa no supe cómo aprovechar el ocio. Estaba desorientado, indeciso ante deseos que no acababan de serlo, quizás aturdido por la resaca de las fiestas de fin de año, la sobredosis familiar, el limbo de enero, todavía arrastrando cargas citadinas. También me angustiaba que Rogelio no fuera capaz de adaptarse a los pequeños esfuerzos del camping, no aptos para naturalezas melindrosas. Pero ahí estaba, frente a mí, la ansiada cura de mar que habría de arrasar con todo. A Rogelio lo había invitado por simpático y cotorro, así que confié en que el viaje saldría bien.
Los amigos que nos esperaban habían llegado desde Navidad y lucían sus bronceados, destilaban calma, armonía; llevaban varios días gozando de los atardeceres, nadando en la laguna, comiendo los manjares del mar. Al caer la noche, la oscuridad era casi total. Quedé muy complacido de que Michigan siguiera ofreciendo como única iluminación el brillo de las estrellas o la luna. En cambio, Rogelio estaba angustiado, ¿cómo voy a cargar la pila de mi teléfono? No se quejaba de los mosquitos, las alimañas, los peligros de estar a quince minutos en lancha del poblado más cercano o la arena perenne en nuestra casa de campaña. Él anhelaba las caprichosas ondas del 5G que sólo a ratos llegaban a ciertos puntos de la enramada. Si te echas en la hamaca amarilla agarras la señal, le aconsejaron. Él luchaba por encontrar desde dónde se podían publicar sus interminables reels de TikTok. Los seguidores no son amigos, me atreví a decirle, pero él tenía que «subir contenido», alimentar a la bestia, que consistía en dos mil followers.
Confié en que la naturaleza poco a poco iría arrebatándole las ganas de tecnología a mi compañero de viaje; en Michigan no quedaba mucho que hacer más allá de contemplar la inmensidad de las aguas, abrirse a la belleza de los paisajes, liberar tortugas o leer. Cuando dijo que se daría una ducha y sacó su bata de baño blanca, no pude evitar reírme. Te faltaron los tacones, le dije. Y en ese instante, como por invocación, llegaron a nuestra enramada los músicos. Al menos así les apodamos en un principio, ilusionados de escuchar sus bongos y djembés. Más tarde, nos dimos cuenta de que era un grupo de quince mujeres entre los treinta y los cincuenta años, todas adoratrices de un parsimonioso rubio rastafari de semblante magnánimo, todo un galán tuluminati –dícese de cierta fauna urbana que encuentra la espiritualidad en el yoga junto a combinaciones exóticas de veganismo, astrología, música electrónica, todo muy New Age, y que han hecho de Tulum su epicentro– de místicos ojos verdes, barbita cerrada, arete de pluma, pantalones de manta y cuerpo espigado que le daba órdenes a un tal Bobby para armar las casas de campaña de sus pupilas.
Mientras nosotros luchábamos por encender la fogata que habría de despedir a nuestros amigos, pues debían regresar a la ciudad al día siguiente, las mujeres fueron acomodándose bajo las órdenes del gurú, rodeadas de atenciones y faroles de pilas recargables, muy ad hoc. A la mañana siguiente, un gong instalado cerca de la playa sonó exactamente a las seis, era el despertador que anunciaba la primera clase de yoga para absorber «la energía del sol». El rubio de las rastas impartió su clase a unos metros de nosotros, levantando piernas, corrigiendo posturas, mientras yo luchaba por dormir un poco más. Luego del desayuno, ordenó a Bobby juntar las mesas de plástico que ofrecía nuestra enramada a los huéspedes para formar un gran comedor donde seguiría el estricto itinerario: la clase de arte. Las adoratrices pintaban mandalas intercambiándose pinceles mientras una chica afro preparaba la siguiente actividad, que sería danza africana –o así le llamó a los aerobics noventeros cuyo único dejo africano era el ritmo marcado por el djembé–. Por la tarde hubo «teoría del yoga» y las mujeres tomaron apuntes e hicieron preguntas a su ídolo sobre los chakras y otras linduras.
Los dueños de la enramada estaban felices de recibir al grupo de adoratrices, tanto, que se fueron olvidando de nosotros. Cuando Rogelio y yo nos vimos solos, sucedió el colmo: a la media noche se oyeron los cánticos al amor propio, a Yemayá, al camino del perdón, a la bruja que llevaban dentro o al fuego que les nacía del plexo solar. Siento mi femineidad, cantaban, soy parte de la Pachamama. Tenemos que irnos, le dije a Rogelio. Sí, hay que huir, vámonos a Acapulco, necesito una cama de verdad y acceso a internet, propuso.
Al día siguiente nos despertamos gracias al consabido gong; desinstalamos nuestra tienda de campaña, despidiéndonos de playa Michigan. Sabíamos de los graves daños que Otis había provocado en el puerto, pero jamás imaginamos tanta devastación. El Acapulco de mi infancia, aquel donde me enamoré cuando tenía catorce años, lucía descascarado como la piel de un leproso. No había un solo edificio con las ventanas completas. Los escombros ya no estaban en las avenidas, ahora se apilaban en los patios abandonados, las esquinas o en los estacionamientos. Los árboles nos enseñaban las raíces, las palmeras se esforzaban por volver a erguirse. Ningún semáforo funcionaba; cruzar la Costera era cosa de espera y riesgo. Únicamente doce hoteles ofrecían sus servicios y estaban al 30% de su capacidad, los huéspedes ocupaban sólo los primeros tres o cuatro pisos donde el huracán no había soplado con tanta furia. Furgonetas repletas de militares patrullaban cada minuto; los soldados, con sus armas listas y amenazantes, se quedaban afuera de los bancos, custodiando. Rogelio todo lo filmaba, pero la red también era inestable allí.
Después de mucho batallar encontramos un hotel que se ajustaba a nuestro bajo presupuesto, cerca del viejo Cici, cuyos toboganes rotos parecían tuberías expuestas. Ahí los militares repartían colchones, refrigeradores y estufas a quienes se censaron. La fila, según averigüé, era de cuatro o cinco días. Por ello, las familias se turnaban para no dejar su lugar. Esa primera tarde yo buscaba aquel edificio a donde solía llegar con mi familia cada vez que tenía vacaciones en la escuela. La torre de mi infancia en cuya alberca me remojaba el día entero era como un faro que necesitaba encontrar entre tanta destrucción. Subí hasta el noveno piso del hotel con tal de verlo. Ingenuamente, pensaba que estaría entero, como solía apreciarse desde el Centro de Convenciones al volver de nuestros paseos o comidas en el restaurante de Cira La Morena en Barra Vieja. Desde la ventana caí en la cuenta de que habían pasado veinte años sin que yo pisara el puerto; cientos de condominios, ahora tuertos o desdentados, se tapaban unos a otros.
Rogelio me convenció de pasar la tarde en la playa, dándole la espalda a los edificios rotos, mirando de cara al mar. Así no nos deprimimos, me dijo. En el fondo me molestaba la frivolidad de aquella decisión, era como tapar el sol con un dedo y concentrarse en los foquitos navideños que había visto el loco de Palacio Nacional desde las alturas, cuando sobrevoló Acapulco el 20 de diciembre y prometió que en marzo todo estaría reconstruido. El mar tranquilo que tenía enfrente ya no me resultó curativo y místico, era el mismo que se había tragado barcos y tripulaciones. Por mucho que observara al sol ocultándose en sus apacibles aguas, mientras escuchaba la música de banda que Rogelio se sabía de memoria, no podía dejar de pensar en el futuro –el mío y el de Acapulco– y en ese viejo edificio de mi infancia que quizá jamás volveré a encontrar.
*Foto de Felipe Lopez en Unsplash
Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: February 19, 2024 at 11:00 am