Essay
De azafatas y nazis

De azafatas y nazis

Efraín Villanueva

Las asistentes de vuelo terminan las instrucciones de seguridad. Una de ellas –delgada, delgadísima, el uniforme negro de Iberia colgando de su cuerpo– se acerca a la fila enfrente de la tuya. Les recuerda a los cuatro pasajeros, dos a cada lado del pasillo, que su ayuda será requerida por la tripulación para abrir las salidas de emergencia, si llegase a ser necesario. Les habla en inglés, con un acento que a ti te parece de Andalucía, pero que bien podría ser de Murcia o de Madrid. Deja la tontería, te ordenas, conocer a media docena de españoles no te hace experto en acentos de ese país.

La azafata –una mujer alta, altísima, su cabeza roza el techo– se encorva hacia un pasajero distraído con los movimientos decididos de un ave que ataca, con concentración, pero elegancia. Con voz severa, pero acorde a los estándares de servicio al cliente, le pregunta si habla inglés. El pasajero responde afirmativamente con un leve movimiento de cabeza, sin dejar de mirar por la ventana. La azafata le recuerda que la información que está obligada a suministrar es importante para la seguridad de todos en el avión. Por respuesta, el hombre le lanza una mirada de indiferencia, espera a que la asistenta reanude su discurso antes de regresar a su ventanilla. La azafata hace un gesto de rendición, pero continúa las instrucciones mientras le lanza miradas de reprobación al pasajero rebelde. Termina, agradece, se retira.

Mientras el avión carretea por la pista del aeropuerto de Dusseldorf, no dejas de sentir molestia por este incidente. ¿Qué necesidad tiene este hombre de actuar de esa forma? Pero le das el beneficio de la duda: tal vez ha tenido un mal día, tal vez esta es sólo una de muchas conexiones que hacen parte de un largo viaje, tal vez los motivos por los que está embarcado en este avión no son tan afortunados como los tuyos. Miras a Sabeth, sentada a tu lado. Se encoge de hombros y regresa a la lectura de su libro.

Dos horas y medias después, el avión se estaciona en una puerta de embarque del aeropuerto Barajas y una voz ordena a los pasajeros mantenerse en sus asientos. Pocos obedecen: la mayoría, incluyéndote, toma su equipaje de los compartimentos superiores y una fila se forma en el pasillo (una contravención que por años creíste exclusiva de la cultura más relajada de Latinoamérica). Ahora tienes una vista más clara del pasajero rebelde: de pie, su cabeza encorvada por el bajo techo, esperando la oportunidad de tomar un lugar en la fila. Vestido por completo de negro.

Sabeth susurra: “nazi”. Lo miras. Su calva blanca no es natural, pero raparse no lo hace necesariamente un nazi. Sabeth capta tu incredulidad: “mira bien”. Su chaqueta abierta oculta algunas letras del logo Lonsdale y sólo las letras NSDA son visibles; en ambos lados de su cuello tiene tatuajes parcialmente cubiertos por esparadrapos. Recuerdas los trucos que los nazis emplean para evadir las leyes que castigan el uso o exhibición de simbología nazi: NSDA son las primeras letras del partido NSDAP de Hitler; también cubren sus tatuajes cuando están en público. Sientes una ráfaga de calor que te hace sudar y tensiona tus músculos. Un año en Alemania y vienes a encontrar a tu primer nazi en Madrid.

La fila empieza a moverse con lentitud, tú con ella, mientras el pasajero rebelde hace lo suyo y se acerca desde su asiento hacia el pasillo. No quieres darle la oportunidad de colarse en la fila delante de ti, quieres que lo haga detrás tuyo, hacerlo esperar detrás de una persona de raza mixta, como tú, quieres reivindicar el honor de la azafata. Pero te gana la partida. Sin disimulo, gruñes con disgusto, no crees que se atreva a replicar, tienes la seguridad de que con tu piel morena y tu frondosa barba asuma que eres de ascendencia árabe –te ha pasado antes: turcos te han preguntado si eres árabe y alemanes blancos te han dicho que no pareces colombiano (tartamudean cuando les preguntas cómo se supone que son los colombianos)–. Aprendes en ese instante que los nazis odian a los que lucen como tú, pero no les temen.

Se voltea, te mira con ojos desafiantes, te examina, tú haces lo mismo. Piensas que hasta ahí llegará la confrontación, un reto de miradas de contendientes deseosos de mostrar lo macho que son, un juego que terminarás ganando porque, tarde o temprano, él tendrá que continuar su camino. Y lo hace, pero antes te dice algo en alemán. No entiendes ni una sola palabra, pero sabes que no es un piropo. Alzando la voz medio de decibel, le pides a Sabeth que te traduzca. Sacudiendo la cabeza y con ojos asustados, ella te ruega que lo dejes así. Tú le insistes.

–No deberías decir nada –te responde. Crees que son palabras de ella y sientes más rabia porque asumes que te considera un debilucho incapaz de defenderse. Le insistes con medio decibel adicional.

–Eso fue lo que dijo él –te aclara– que mejor no deberías decir nada o si no…

–¿O si no qué? –tus decibeles casi al máximo

–O si no ya verás –susurra ella.

Un vacío engulle todo a tu alrededor, incluyendo el sonido y la luz, la nuca del nazi es lo único visible. Te sientes perdido, desesperado sin saber cómo reaccionar, y a la vez te recriminas por haber emprendido tu frustración contra Sabeth. Te imaginas al nazi sonriendo, asumiendo cada segundo de tu silencio como prueba de su victoria. Quieres asegurarle que estás dispuesto a enfrentarlo si su amenaza va en serio. Tu alemán no te alcanza para ello y temes que en inglés se limite a ignorarte. Te frustra la efectividad de la provocación en silencio que los nazis dominan en sus marchas. Te cuestionas si sus palabras se constituyen como amenaza y si eso es suficiente para que tú te defiendas. Quieres creer que sí, pero puede que te equivoques, él podría alegar que no dijo eso, que Sabeth no entendió bien y te ofreció una traducción incorrecta. Da igual, reflexionas, como están las cosas en el mundo, no es nada inteligente iniciar una pelea en un avión. Te imaginas siendo arrestado, interrogado, tu pasaporte restringido, tu visa revocada, con un sumario criminal en la base de datos de la Interpol, convertido en el próximo video viral de YouTube y en el meme de moda por las siguientes tres semanas. Logras calmarte por un instante, te recuerdas que ya estás muy grande para confrontaciones de macho alfa, que esas épocas ya pasaron, que la inacción no es sinónimo de cobardía, que tal vez estás predispuesto en contra del nazi por la forma en la que trató a la azafata, que técnicamente le correspondía a él ese puesto en la fila, que lo mejor que puedes hacer es ser el mejor hombre de los dos y no caer en su juego, que lo más sensato es olvidar el incidente y seguir tu camino, que no vale la pena dañarte a ti y a Sabeth las vacaciones que apenas comienzan.

La fila avanza un poco más rápido. Empujas tu maleta de mano, se tropieza con un asiento, la reacomodas, continúas empujándola. Gotas de sudor cuelgan de tu frente, sientes un sabor metálico en tu boca, el mismo que te provoca el choque de adrenalina después de correr tus 5K diarios. Te dices que lo que ha pasado no es justo, que tú no has hecho nada malo, que fuiste tú quien recibió una amenaza y, sin embargo, las noticias que vienen de Estados Unidos y Europa te han enseñado que es mejor no defenderte por tu condición de turista, de extranjero, de latinoamericano, de hombre de raza mixta. Llevas las de perder, estás en desventaja, te repites. Pero no debería ser así, murmuras. Tu maleta toca los pies del nazi y éste trastabilla. Fue un acto consciente de tu parte: no lo tocas directamente y siempre podrás alegar que no hubo intencionalidad, solo torpeza de tu parte. Él se voltea, sin dejar de caminar, y deja de mirarte en cuanto le ofreces una sonrisa amplia. Tu maleta vuele a tropezar con sus pies, esta vez de forma un poco más aparatosa, el nazi trastabilla de nuevo, se voltea con menos decisión que antes, sisea algo en alemán, siempre sin dejar de caminar. Tus decibeles casi al máximo, en una combinación de inglés y español: sí, mejor que sigas caminando, no te atrevas a parar, sigue caminando, te conviene seguir caminando, o si no… Dos tropezones más, él ya no voltea, ya no te reclama, acelera el paso (¿dónde fue que leíste que los lobos sólo se atreven a cazar en manada?) y tú le insistes en que termine su amenaza de antes: “¿O si no qué…?” La altísima y delgadísima azafata ignora al nazi cuando sale del avión, tú te despides con una sonrisa. El nazi está diez metros delante de ti, todavía en el túnel que lleva al aeropuerto; voltea, te ve, sus pasos son ahora zancadas, tú intentas mantener su ritmo, Sabeth te llama, te detienes en cuanto pisas la sala de espera, Sabeth a tu lado. Ambos miran al nazi alejarse. Él voltea una última vez. En la distancia, no puedes ver sus ojos ni lo que expresa su mirada. Le sonríes de todas formas.

Imagen de Chad Johnson

Efraín Villanueva. Escritor barranquillero, renunció a su carrera en IT para dedicarse a escribir. Tiene un título en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá (2013) y es MFA en Escritura Creativa de la Universidad de Iowa (2016). Sus trabajos han aparecido en  Granta en español, Revista Arcadia, El Heraldo, Pacifista, Vice Colombia, Roads and Kingdoms, Little Village Magazine, Iowa Literaria y Tertulia Alternativa. Actualmente reside en Alemania. Su Twitter es @Efra_Villanueva

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Posted: June 6, 2017 at 9:46 pm

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