De la cebolla
Adolfo Castañón
La cebolla acompaña los pasos del hombre desde la más remota antigüedad. Probablemente vino de Palestina, aunque desde luego es anterior a Jesucristo pues ya aparece en la Biblia, en números 11-5: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos”.
Los antiguos egipcios veneraban a la cebolla como a una divinidad y le tenían reservado un templo. Acaso les fascinaba en este modesto fruto de la tierra su condición de espejo de lo infinito, su hermandad con el laberinto y la pirámide. Acaso, sabían que su consumo prevenía la hidropesía y el escorbuto. La hija sobresaliente de la familia de las liláceas, puede aspirar a este parangón en la medida en que no tiene un centro, aunque es ella misma como un eje capaz de rivalizar en un plato con el protagonismo de cualquier vianda y animar la parrilla con su casi carnosa textura. Los soldados romanos la llevaban en sus alforjas pues la consideraban muy alimenticia y preparaban todo tipo de viandas y carnes, vísceras —como el hígado— encebolladas. Los historiadores y economistas podrían hablar de la ruta de la cebolla que acompañó los progresos de la cultura mediterránea en el mundo. Cierta tradición aconseja medir la crudeza e intensidad del invierno por el número y grosor de capas de la cebolla. De ahí que se pueda decir que la cebolla es en cierto modo un reloj y un calendario.
El Diccionario de autoridades la consigna de la siguiente manera: “Fruto que se cría dentro de la tierra, del tamaño o figura, en lo regular, de una toronja, o manzana grande, que también la hay en forma campanil: su color blanco, encarnado o morado, en lo exterior; que en lo interior todas son blancas. Su cuerpo se compone de muchos cascos, uno sobre otro en forma circular, y entre cada uno su tela: el corazón es semejante a una bellota o ajo, de donde, por la parte inferior, se originan las raíces […] su sabor es muy agudo y picante, y más el del corazón. Cuando se parte despide un vapor o tufo tan vehemente, que pica las narices, y ofende los ojos hasta hacerlos llorar. Tiene tal vigor, que fuera de la tierra echa raíces, y se tallece hasta consumir su jugo.”
Según Guido Gómez de Silva su etimología es: “’planta hortense, Allium cepa, y su bulbo comestible’: latín tardío cepulla ‘cebolla’, literalmente = ‘cecollita’, diminutivo del latín cepa, cepe ‘cebolla’ (quizá de la misma familia que el griego regional kápia, ‘cebollas’), palabra tomada en préstamo de una fuente desconocida”.
La cebolla es picante y es dulce, se lleva con lo salado y puede ser curativa. A la par medicina y condimento, comparsa y orquesta, ofrenda y sacrificio. Limpia y purga, si bien se cristaliza con relativa facilidad. Da gusto a todas las razas, blanca y rubia, roja, rosa, amarilla, morada hasta las lágrimas. Las hermanitas cebollas de Cambray tienen algo de palomas capaces de anidar en una parrilla. La cebolla es prosaica como el ajo y es tan democrática que su poesía suculenta y cruda hace llorar a todos lágrimas de verdad, tan distintas de las improbables del cocodrilo, si bien endulza los más agrios caldos. Su condición varía según las latitudes: en España puede ser enorme como una hogaza, en la India se ruboriza hacia el color rosa, entre los celtas, irlandeses y británicos se anaranja y dora sin perder su insinuante virulencia. Tiene alma anfitriona y convivial, se pasea bien con las carnes, mariscos y pescados, y es capaz de prestar su irradiación y sazón a las setas y a los hongos. De la sopa a la ratatouille, del bhajee de la India que la transfigura en puré, a las mínimas naos que la presentan cruda y comestible con camarón curado en limón, adornada por estandartes de chile jalapeño y queso ensartados en un palillo, el singular y sedoso bulbo puede ser, como la tortilla, instrumento e indumento, alimento y cuchara, es imprescindible en las salsas y en la rigurosa aritmética de las vinagretas. Su diplomacia sabrosa la hace buen árbitro de otros condimentos, como el azafrán o el curry. El dios Escolapio la agitaba sobre los enfermos, los discípulos de Hipócrates sabían que ayudaba a cicatrizar heridas profundas y su tela fina como una gasa sutil es propicia para detener derrames. Al igual que la zanahoria, se carameliza con facilidad y no es difícil hacerla mermelada o darla como base para un ate o jalea. Nunca está sola la cebolla. Viene invariablemente en coro y cadena con otras hermanas. Prospera bajo la tierra como un archipiélago subterráneo que hace pensar que los gnomos no se pueden morir de hambre, aunque también hay que admitir que los roedores y las hormigas la respetan como a un veneno. Su sabor es proteico. De ahí que en los rituales se le emplee como una mediadora ideal capaz de llevar del polo de lo agrio, como en el ceviche, al extremo de lo dulce, como en ciertos asados, pasando por todas las estaciones de la miscelánea gustosa. Es tan noble y hospitalaria, tan acogedora que desde fechas remotas se adivinó que sus películas podían servir de mansión a diversos rellenos. Los recetarios y diccionarios de gastronomía, por ejemplo, el Larousse gastronomique, de Prosper Montagne, prologado por el legendario A. Escoffier en París, en 1938 (p. 753), aconsejan e ilustran sobre la preparación de las cebollas rellenas, farcies, al estilo catalán, español, francés o italiano… Las cebollas se rellenan por supuesto de cebolla en puré al que se añaden arroz, pimientos y huevos duros en Cataluña, jamón fresco en París, jamón serrano y queso parmesano en Italia. En Argentina, en parte tierra sucursal italiana, se preparan también cebollas rellenas de carne en picadillo.
La cebolla, en todas sus variedades —del echalote al cebollín— encierra la lección abismal del infinito. Aviva el seso y despierta al lector con su exhalación vasodilatadora. De la misma manera que casi nunca viene sola, de esa misma forma convive con otros sabores. Buena dama de compañía y eficaz celestina, pícara anfitriona, casta novia que sabe quitar la tos y a la vez se desliza como afrodisiaco —a pesar de que su consumo excesivo despide un olor— , madre e hija, la cebolla puede ser elevada al altar de los símbolos como una representación del eterno femenino, abnegada y eficiente, sabrosa y dulce compañía. Es como un hada vegetal y honesta surgida de las entrañas de la tierra y se diría que incluso tiene algo de marsupial y que es capaz de recordar sus vidas anteriores y de proyectarlas en irradiaciones suculentas al futuro. Pero es también irresistiblemente terrestre y memorablemente material en su ardor. Paradójica y vertiginosa, es superior a la alcachofa por su aptitud combinatoria y superior a esa flor inexplicable y dura que tiene un corazón hirsuto, espinoso como un cinturón de castidad defensor de su más íntimo y sabroso meollo. La cebolla no. La cebolla no tiene centro aunque parecería que su geometría la ordena un compás invisible Es cristalina y tiene algo de blando fractal. La cebolla está desnuda y nunca puede desnudarse. Es casta y honesta. Se dice de una dama muy arropada que va vestida como una cebolla. Es portadora de un secreto a voces, o más bien sollozante pues que hace llorar, desata las lágrimas de las plañideras y parece haber aconsejado al Poeta aquello de “salid sin duelo, lágrimas corriendo”. De una persona que llora fácilmente, se dice todavía que no necesita cebollas para llorar. Ya se dijo, pero conviene subrayarlo como una lluvia que vuelve para que la tierra de la memoria quede bien mojada. Irritante y tóxica. Hay que tocarla y cortarla con cuidado, ya no digamos cocinarla, marinarla, asarla, hervirla, freírla, estofarla o guardarla en el horno. Una leyenda sostiene que las Once Mil Vírgenes no tenían corazón sino una semilla de cebolla silvestre.
A todas estas cualidades, el humilde bulbo añade la de haber atraído las palabras aladas de Pablo Neruda en su “Oda a la cebolla”, cuya primera estrofa dice (léase en voz alta este caracol verbal impregnado de reminiscencias de Rubén Darío):
Cebolla,
luminosa redoma,
pétalo a pétalo
se formó tu hermosura,
escamas de cristal te acrecentaron
y en el secreto de la tierra oscura
se redondeó tu vientre de rocío.
Bajo la tierra
fue el milagro
y cuando apareció
tu torpe tallo verde,
y nacieron
tus hojas como espadas en el huerto,
la tierra acumuló su poderío
mostrando tu desnuda transparencia,
y como en Afrodita el mar remoto
duplicó la magnolia
levantando sus senos,
la tierra
así te hizo,
cebolla,
clara como un planeta,
y destinada
a relucir,
constelación constante,
redonda rosa de agua,
sobre
la mesa
de las pobres gentes.
El bulbo de la lilácea fue acariciado antes por el poeta Miguel Hernández, cuyo poema “Nanas de la cebolla”, escrito originalmente desde la cárcel en 1939 en una carta a su esposa y dedicado a su hijo, vértebra la canción interpretada por el catalán Joan Manuel Serrat, según me recuerda Margarita de la Villa:
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba […]
En la ruta de la cebolla se despliegan y entrelínean la paz y la guerra: la historia y los saberes: los sabores.
• Este texto forma parte de una edición ampliada de Grano de sal, de próxima aparición.
Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Twitter:@avecesprosa
Posted: September 21, 2016 at 10:18 pm
Me ayudó a entender un sueño muy particular, en el que una mujer me decía que debo aprender a vender cebollas. El sueño tenía esta dualidad que se menciona en el texto: antes de vender, tenía que abrir una puerta, la cual tenía dos candados, que estaban solo como “falsos”, o sea, la puerta estaba abierta pero parecía cerrada, como la cebolla, que está desnuda pero no puede desnudarse.