Decálogo de una amputación hecha en primavera
Gabriela Mesones Rojo
I
Me encuentro, siempre,
en una esfera de vidrio bajo un mar de medusas.
En la esfera me acompaña una pantera con colmillos de plata.
Esa es la pesadilla recurrente
que me atrapa en el espacio acolchado que habito
Otras pesadillas de sangre acechan las esquinas de ese oscuro cajón rosado que tengo en la cabeza
irrumpiendo en el mundo que existe fuera de la gaveta
donde guardo todo lo que es mío.
La locura hibernaba en forma de alicate de acero
esperando que mi único ojo se posara sobre su brillo bajo el sol.
Recuerdo la primera vez que lo vi
y también recuerdo
la primera vez que lo usé.
El alicate estaba vivo
era distinto a cualquier otro artefacto de metal que haya existido.
Respiraba como si se tratara del primo lejano de un pulpo.
Consumía todo a su paso,
como el fuego y la lava,
como un dios lleno de hastío
que extraña la página en blanco.
Me miraba con sus ojos de cucaracha
mientras se paseaba por mis piernas.
Se hundía en la piel
separándola lentamente de la uña.
Yo mastico los pedazos
Los acaricio con la lengua
siento los trozos hinchados de saliva.
II
Procuré nunca hablar del alicate.
No hacer escultura ni imagen alguna
de su labor arriba en los cielos
abajo en la tierra
en las profundidades de las aguas del mundo
en las esquinas de las ventiscas que generaba
en las grietas de mi habitación
en donde el alicate dormía.
Procuré solo guardar su recuerdo
catalogando todas sus partes
en un archivo arbitrario
que respondía a su misma existencia.
Su altar fue un fichero en mi memoria
catalogaciones rodeadas por velones sin cera.
La memoria es la mejor forma de conservar la vida de lo vivo.
Aunque
siempre
temí que llegara el olor
el olor alcohólico de los recuerdos cercanos a su fecha de expiración.
El archivo:
Colores que tiene el alicate después de 16 minutos en la nevera.
Temperaturas del alicate bajo la sombra
Nombres de alicate
Vibraciones del alicate con tedio
Contemplaciones del alicate
Actitudes del hambre
Luminosidad del alma del alicate
III
La sangre no molestaba.
Cuando agarraba el alicate
sentía eso que se siente
cuando la lluvia no cesa,
cuando el suelo árido se inunda de petróleo
cuando caen ladrillos del cielo.
Lo agarraba y lo hundía en la carne.
No había dolor
ni asco
de verme hacia adentro
mi mente se remitía al pensamiento
de esa extraña vida
que me habían dado
dios y el alicate
una vida ajena de despropósito y luz.
Le rezaba a la locura
al alicate,
les rezaba para que dejaran de existir
junto a mi carne sabor a auyama, garbanzo y jugo de amapola.
Le rezaba
también
al sueño profundo del alicate
breves momentos de libertad en los que podía remitirme
al tormento de otros.
Ocurría a veces
que el alicate dormía con los ojos abiertos.
Le creía despierto cuando
en realidad
dormía.
Si lo hubiera conocido de verdad,
hubiera escapado de él.
IV
El sábado se lo dedico al alicate.
Con el comienzo del día,
la vida fuera de mi habitación me rodea como un mundo de llanto y rocío.
Los sonidos llegan en forma de rumor de ola
parecidos al sabor de mil cigarros y mil cigarros más
resonando en mi boca caliente de humo negro.
Me mantengo en ayunas
el sábado solo se lo dedico al alicate.
Cubro la sala de plástico fucsia
cada esquina con doble funda
confección de hilos de mango.
Dos tobos de agua
Dos ollas soperas
(las que usaba cuando tenía familia, y ella comía y bebía y respiraba).
Cinco toallas negras.
Ocho ligas de torniquete.
Doce frascos de alcohol.
Dos curitas para cerrarme los párpados una vez todo ha acabado.
V
¿De qué oscuridad surgió el alicate?
Pensaba mucho
en la madre
y el padre
de ese extraño objeto.
Me lo imagino con una juventud provinciana
creciendo rodeado de maizales
lagunas turquesa
observando las ardillas y los gansos que corren por su jardín
intentando agarrar gusanos
despedazándolos sin querer.
Me imagino a su madre puta
y feliz
siempre sonriente
con sus dientes de plata
sus ojos como dos clavos
descomunales
que imitan el brillo
del diamante
la mirada luminosa y perdida
en un horizonte de ardillas, gansos y gusanos muertos.
Al padre me lo imagino suave
como un trozo de tela
con estampado de melones
y aguacates
bigote ancestral
olor a leña.
La carne de la madre sabe a salsa de maíz
los ligamentos del padre a cebada.
Nadie sabe si gracias al alicate, la madre y el padre fueron banquete de sí mismos.
Nadie nunca sabe el final de ninguna historia.
Nadie nunca supo que, realmente, el alicate, su padre y su madre, permanecieron en una caverna caliente
trescientos años a los que se añaden nueve.
VI
Lo difícil era parar.
Una vez el alicate empezaba a hacer lo suyo
llegaba el sonido metálico que me acechaba y me drenaba de vida.
Me perdía entre borbotones de sangre y resurgía otra vez
horas más tarde
extasiada de haberme abierto completa.
Me quedaba tendida en el piso
temblando
por horas
la mano firme en el alicate
que se movía para allá y para acá
con alma de hambre y arena.
El primer sábado de primavera me amputé una pierna
y empecé a sentir el aire como terciopelo.
El alicate estaba más vivo que nunca
caliente
rompiendo el hueso
explorándolo por dentro.
Su sombra me quitaba la mirada mientras me perforaba profundo.
El alicate me escuchó
dentro de su delirio
cuando le pedí que no me matara.
Sentí su mirada de metal sobre mi cuello.
Lo había retado
dios
de dioses
que todo lo controla.
Abrí los ojos para verlo mejor
pude vislumbrar
la luz
en su interior
que le daba vida.
El alicate tenía un alma informe y luminosa
latente
con sonido de tambor.
No matarás, le ordené
y amaneció otra vez.
VII
El alicate fue el primero y el último.
Se reveló a mí en un mercado de legumbres.
Estaba postrado en una mesa blanca al lado de una montaña de cambures.
Una paloma negra lo observaba.
Te diría que el mundo se puso negro cuando lo vi por primera vez
pero la verdad es que se puso rosado.
Entendí lo que observaba la paloma
entendí a la montaña de cambures
entendí el calor del asfalto bajo mis pies
entendí por qué
la falta de aire en una ciudad de jungla
entendí la luz que inunda el paisaje
entendí que hay alicates que están vivos
y que está bien que los haya
y que vivan junto a uno.
VIII
Me robé el alicate
La paloma me atacó
la montaña empezó a hacer erupción de cambures.
Tuve que correr.
A mis ciento treinta años
corriendo por la calle
casi que volando encima de ella.
Tenía al alicate en mis manos.
Tenía que llegar a casa.
Tenía que cubrirlo todo de plástico.
Tenía que hundirme la punta de metal en el brazo.
Tenía que hundirla
hundirla y abrir.
Tenía que jalar un pedazo.
Tenía que probarlo.
Tenía que pasar mi lengua por encima.
Tenía que saborearlo.
Tenía que masticarlo.
Tenía que sacarme los pedazos de entre los dientes.
Tenía que alimentarme a mí y alimentar al alicate.
IX
El día que me amputé la pierna en primavera no supe cómo pedir ayuda.
Me quedé en el piso sudando encima del plástico fucsia
con un palito de hueso entre los dientes.
Fue el alicate el que me ayudó.
Estaba orgullosa.
Si el alicate no fuera un alicate
sino una gente
hubiera estado armando una caja de tres tipos de madera.
Lijándola suave
acoplando sus piezas con delicadeza.
Rozando los bordes con sus dedos
para saborear la caja
suya de su creación.
Si el alicate hubiera sido una gente hubiera estado haciendo algo hermoso.
Me cosió la piel por encima del muslo mutilado
me arrulló durante la noche.
Me alimentó de algo que no era yo misma
y hasta percibí un murmullo difuso
que interpreté como que todo iba a estar bien.
Ay, de mí, llorona, llorona de azul celeste.
X
Ese domingo no vi al alicate.
Me pude levantar
eventualmente
con mi única pierna.
Lo busqué en los resquicios de mi mente.
El alicate seguro estaba ahora al lado de otra montaña de cambures
siendo observado por ratas y gusanos y palomas
y todo lo rastrero del mundo.
Alguien se robaría al alicate.
Alguien correría a casa y compartiría cama con él
lo hundiría en su piel.
Pensé en mis vecinos
en sus alicates.
¿Con qué alimentarán ellos su locura?
¿A quién le rezarán ellos los sábados?
¿Quién los arrulla cuando se amputan una pierna en primavera?
No codiciarás el silencio de tu prójimo,
ni su capacidad de pertenecer,
ni sus horizontes observados,
ni su buey ni su asno,
ni cosa alguna que lo enloquezca.
Gabriela Mesones Rojo (Caracas, 1989). Licenciada en Artes, mención Artes Escénicas, por la Universidad Central de Venezuela. Narradora, editora e investigadora de artes visuales. Sus textos han sido publicados en diversas revistas digitales en Venezuela, México, Argentina, Uruguay, Colombia, Chile, España y Estados Unidos. Coleccionista de hojas en blanco. Cuidadora de gatas longevas.
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Posted: March 16, 2017 at 10:00 pm
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