Adiós, Alan Moore
Alberto Chimal
En esta época, el que un artista anuncie su retiro puede ser un gesto hueco, una declaración sensacional para llamar la atención (para darse un rato de “presencia” en los medios), o incluso una estratagema publicitaria para dar a entender justamente que no se va: que sigue ahí, que sigue trabajando, que ya viene la gira/exhibición/publicación del adiós (o casi del adiós, porque nunca se sabe) y todos sus aficionados/fans/devotos/consumidores deben estar listos para un gasto nuevo y extraordinario. Hay incluso un mercado particular, nostálgico, para figuras ya “retiradas”, que siguen como siempre pero se conducen como si cada aparición suya fuera una visita de otro tiempo, de una infancia o una juventud idealizadas que ellos nunca habitaron, en realidad, pero sus fieles tampoco. (Acá en México, por ejemplo, los miembros de un grupo musical de niños que comenzó en el siglo pasado son ya cincuentones, y llevan más tiempo haciendo giras del recuerdo del que jamás pasaron promoviendo sus canciones cuando éstas eran nuevas.)
Con un poco de suerte, sin embargo, nada de lo anterior sucederá alrededor del retiro del británico Alan Moore (1953), conocido principalmente como guionista de cómic pero también novelista, poeta, cineasta, ocultista (?) y artista conceptual.
Moore se retira, específicamente, del campo en el que es más conocido e importante: el último guión de su carrera es el del número 6 –y último– de la miniserie The League of Extraordinary Gentlemen: The Tempest, aparecido en julio de 2019. Kevin O’Neill, su ilustrador en el proyecto, se retira también, y hay un tono de amargura, aunque también de burla, en declaraciones hechas por ambos alrededor del asunto y en la propia narración. Los dos artistas se califican de “ancianos” o “anticuados”, de “viejos gruñones”. O’Neill se dibuja, y a Moore con él, como homeless decrépitos. “He hecho todo lo que podía”, declaró Moore a The Guardian en 2016, al anunciar por vez primera que sólo iba a terminar con compromisos ya adquiridos y no buscaría nuevos proyectos. “Creo que si continuara trabajando en cómics, inevitablemente [llegaría] a repetirme”, dijo también. Y en la última página de The Tempest, en un epílogo que finge ser una sección de “cartas de lectores” (todas del propio Moore, se entiende), sus últimas palabras son “les enviamos la más feliz de las despedidas, de sus ya irrelevantes nonagenarios, Al y Kev”.
Semejante postura parece extraña si se considera que las series, miniseries y novelas gráficas de Moore, traducidas a muchos idiomas y en circulación ininterrumpida desde hace décadas, son de las más reconocidas en el mundo y de las más influyentes no sólo en el campo de la narrativa gráfica, sino –de modo sutil, no siempre visto claramente– en toda la cultura occidental. Esto no es una exageración. Para decirlo rápido, nuestra relación con “lo popular” en el siglo XXI no sería la que es sin Alan Moore: sin las transformaciones, relecturas, críticas y reescrituras que son la columna vertebral de la mayoría de sus grandes obras, y que han llegado incluso más allá que ellas.
A Moore se le da el crédito de haber vuelto “sofisticada” la escritura del guión de historieta. La frase implica una serie de prejuicios que la narrativa gráfica ha debido combatir durante toda su existencia, e ignora por lo menos a una docena de historietistas cruciales del siglo XX, pero lo cierto es que el primer gran periodo creativo de Moore, en los años ochenta, fue tan deslumbrante, tan aclamado y tan innovador a la vez, que se volvió imposible de ignorar. V for Vendetta (1982-89, con David Lloyd), Miracleman (1982-84, con varios artistas), Swamp Thing (1984-87, con Steve Bissette) y, sobre todo, Watchmen (1986-87, con Dave Gibbons), se volvieron referencias ineludibles de un cambio crucial de su tiempo: parte de una invasión de la cultura de masas por parte de la contracultura, que encontraba cada vez menos espacios durante el auge del neoliberalismo de Reagan y Thatcher, pero a la vez se descubría necesaria para muchas personas. Lo que más llamó la atención de Moore fue su actitud rebelde, proveniente del punk; su uso complejo, gozoso, de las posibilidades imaginativas de los subgéneros (despreciados pero libres de la vigilancia moral e ideológica de los estamentos culturales) y una idea de la lucha social como un conflicto desde lo colectivo, y no entre individuos aislados y un poder fáctico opresor. Desde fanzines y revistas británicas hasta las grandes editoriales de alcance global, sus guiones atraían por su superficie brutal, sus referencias a temas de actualidad y su deconstrucción feroz de figuras arquetípicas; debajo había un intento de dar dirección y sentido a la frustración e incertidumbre una generación marcada (además) por amenazas difusas y persistentes, desde la epidemia del sida hasta el colapso climático o la guerra nuclear, y todavía más abajo una voluntad creativa que siempre encontró su mejor inspiración en estrategias textuales que podríamos llamar posmodernas: que partían deliberadamente de géneros tradicionales, argumentos convencionales y obras “consagradas” para ponerlos en crisis.
Un ejemplo notable es el de Watchmen, que sigue siendo la novela gráfica más conocida de Moore y, quizá, la más celebrada de todo el siglo XX. Sus personajes centrales son superhéroes, un grupo al modo de los Vengadores o la Liga de la Justicia, y el “gancho”, el concepto innovador, es que no son seres bondadosos y de perfecta virtud moral, sino psicópatas, violadores, homicidas o (en el mejor de los casos) gente con parafilias que oculta o sublima sus auténticos deseos poniéndose ropa de colores chillones y saliendo a la calle a golpear gente. Esto ha sido bastante para millones de lectores y para al menos dos generaciones de escritores de cómic, cine, televisión y videojuegos. Sin embargo, la psicología “anormal” de los personajes de Watchmen no es un fin en sí misma, sino que se explora dentro de una trama que los obliga a tomar partido en un conflicto real –la carrera armamentista de los últimos años de la Guerra Fría– y se plantea mediante una estructura narrativa de gran rigor formal, que adapta técnicas del cine o la novela moderna y lleva hasta sus límites la posibilidad de confluencia posible de diferentes discursos –texto, imagen, diseño– en una sola página de cómic. El resultado es que Watchmen también es una reflexión sobre diferentes formas de narrativa popular; sobre cómo las empleamos, o nos son impuestas, para comprender nuestras propias vidas; y sobre lo que esas vidas, las nuestras, las de cualquiera, representan en una sociedad que se ha acostumbrado a dar preferencia a sus “notables” y sus “héroes” y que los venera en una especie de ritual tóxico, perpetuamente repetido.
Trabajos posteriores de Moore profundizan en las propuestas de sus primeros tiempos, e incluyen al menos otras tres obras maestras indiscutibles: From Hell (1989-98, con Eddie Campbell), una novela histórica sobre los crímenes de Jack el Destripador que los relaciona con el esoterismo victoriano, la misoginia de las sociedades occidentales, la violencia del siglo XX y una lectura mítica de la física contemporánea; Lost Girls (1991-2006, con Melinda Gebbie), una “novela pornográfica” en la que tres mujeres adultas –que podrían haber sido Alice, Dorothy y Wendy, personajes respectivamente de Carroll, Baum y Barrie– recuentan sus vidas en la víspera de la Primera Guerra Mundial, en lo que resulta una celebración de la sexualidad femenina por dos artistas profundamente compenetrados (a lo largo del proceso de creación, Moore y Gebbie se hicieron pareja, y siguen juntos hasta hoy); y la ya mencionada The League of Extraordinary Gentlemen (1999-2019), una “serie de series” que mezcla a numerosos personajes de la cultura popular –desde Mina Murray, la heroína del Drácula de Stoker, hasta James Bond– en historias que comienzan como aventuras pulp pero se van transformando, a medida que amplían su alcance a más y más personajes y referencias artísticas, en una exploración de la imaginación misma, de lo que representa para la especie humana el acto de contar historias y de crear personajes que condensen sus ideas y obsesiones.
Moore no se retira del medio que le dio fama por falta de atención ni de éxito. Como se puede ver, las propuestas de su obra son las de numerosos creadores posteriores en el cine (sobre todo el de superhéroes), las series de prestige TV, varias vertientes de la novela actual y el cómic mismo. A la vez, Moore podría tener mucho más dinero del que tiene, pues ha renunciado a las regalías de todas las obras de cuyos derechos no es propietario, incluyendo adaptaciones a otros medios. Con esto ha perdido, probablemente, millones de dólares, derivados de las versiones fílmicas y las continuaciones, en cómics y otros medios, de From Hell, Miracleman, V for Vendetta y otras. Pero el gesto de renuncia del escritor es también de protesta: contra el trato que ha recibido durante décadas de las grandes editoriales, y en particular de DC Comics, la filial de Warner Brothers que le estafó los derechos de Watchmen en los años ochenta y que ha presidido una serie de pésimas adaptaciones –la pura superficie: la violencia estilizada o cruel– de esa y otras novelas gráficas de Moore. Puede que a ese trato descuidado, rapaz, se deba el que Moore no tenga un peso todavía mayor, una presencia más grande en el imaginario colectivo: su obra no se presta bien a adaptaciones, spinoffs y otras formas de regurgitación de “propiedad intelectual” que son la norma en nuestro presente, y él –como persona, como artista– menos todavía. Aunque en años recientes rara vez concede entrevistas, nunca le ha faltado ánimo para criticar, incluso en términos muy virulentos, a quien le plazca, y no le interesa proyectar una imagen agradable de sí mismo, cultivar la percepción de su persona como una marca ni, finalmente, unirse a la mercantilización y homogeneización de todo que se impulsa desde las grandes corporaciones internacionales. (Aquí se debe recordar que el origen de Moore es la clase trabajadora británica de mediados del siglo pasado, y que la tremenda desigualdad y estratificación social del Reino Unido son otros dos de sus motores creativos.)
Su retiro es, pues, en parte debido a la frustración que le produce esa situación presente: el sacrificio de la imaginación. Y en parte, también, porque su obra y su persona tampoco se prestan mucho (o nada) a lecturas presentistas. En el clima actual de la cultura de masas, su obra ha sido criticada por razones tan diversas como representar –sin promoverla, me parece– escenas de violencia sexual, no incluir más personajes femeninos, no blancos o no cisgénero ni heteronormados, o por no explicitar las referencias intertextuales que utiliza. Tampoco hay en sus series de hace décadas referencias a la agenda del momento, como ha señalado Damon Lindelof, productor de una nueva adaptación por venir de Watchmen en HBO, y que se propone “actualizarla”.
Moore no es infalible, por supuesto: la amargura y vitriolo de algunas de sus declaraciones públicas no lo ayuda, y está el caso de cómo Black Dossier (2007) –una de las entregas previas de The League of Extraordinary Gentlemen– intenta resignificar al Golliwog, un personaje de la literatura infantil británica que hoy se considera un estereotipo racista, y no lo consigue porque el peso de las connotaciones a su alrededor es excesivo.
Pero es un error querer ver en ese libro, o en el conjunto de todos ellos, solamente un autor “rebasado” o “anticuado”. Hasta el último momento en su obra gráfica, Moore seguía protestando –de otras formas– contra la desigualdad y la injusticia, como se ve en The Tempest, que en cada número incluye un inserto con la biografía de un historietista inglés víctima de abusos por parte de su propio medio, como una forma de memoria y denuncia…, o que en su última página, aquella de la despedida, se burla de hecho de otro estereotipo odioso: el incel (involuntary celibate, célibe involuntario), que es el nombre de una subcultura machista y de extrema derecha que ha hecho estragos en las comunidades de la cultura pop actual.
Aun si se ha vuelto un misántropo, Alan Moore sabe a quién echar a patadas, inequívocamente, de su obra: a incels, fascistas y demás bestias del presente. Como eso será para bien del resto de nosotros, yo sólo puedo agradecerle los cómics que nos ha dejado, y las obras de cualquier otro tipo que aún pueda llegar a ofrecernos.
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: August 4, 2019 at 6:48 pm
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