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Democracia, adiós

Democracia, adiós

José Antonio Aguilar Rivera

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México ha visto muchos regímenes autoritarios, pero este es el primero producto de la voluntad de los ciudadanos y no de una facción de hombres. Una mayoría votó por acabar con la democracia. Este resultado, sin embargo, es todo menos sorprendente.

En el extraordinario libro que es Souvenirs, Alexis de Tocqueville dio cuenta de la muerte de una época y el surgimiento de otra. Narró la Revolución de 1848 no como un analista desapegado y objetivo sino como un actor. Atestiguó el inusual espectáculo de la muerte de un régimen como diputado. En 1830, cuando nació la Monarquía de Julio, tenía menos de treinta años. Cuando nació la segunda república francesa tenía 53 años y se acercaba al final de su vida. A pesar del fragor y la confusión que acompañaron la caída de Luis Felipe de Orleáns, Tocqueville tenía conciencia clara de que estaba teniendo lugar un evento extraordinario. Entre sus contemporáneos fue uno de los pocos que intuyó el cambio. Era el resultado de movimientos silenciosos que se habían gestado al interior de la sociedad francesa por años. Corrientes subterráneas de lava en el campo de las ideas, las pasiones y las fuerzas sociales que la mayoría de los observadores había pasado por alto. Y así, un día, se acabó el régimen político en el que Tocqueville  pasó la mayor parte de su vida adulta, desde la salida a América hasta las jornadas en la Asamblea y los combates en las calles de París.

No es exagerado decir que el 2 de junio de 2024 murió la democracia mexicana. Lo hizo, a diferencia de su nacimiento, de manera clara y contundente. Si el régimen democrático tomó décadas en nacer, con reformas institucionales y avances electorales progresivos que llevaron finalmente a la alternancia en el año 2000, su deceso votado ocurrió en un instante. Fue la culminación de seis años de embates en todos los órdenes: simbólicos, institucionales y políticos. Una política determinada y consecuente para dar marcha atrás al reloj. La elección fue una especie de pacto de la Moncloa (el acuerdo fundante de la democracia española) al revés en el cual una mayoría del electorado mexicano votó claramente por regresar al autoritarismo del que el país salió hace 25 años. México ha visto muchos regímenes autoritarios, pero este es el primero producto de la voluntad de los ciudadanos y no de una facción de hombres. Una mayoría votó por acabar con la democracia.

Este resultado, sin embargo, es todo menos sorprendente. En diciembre de 2021, 67% de los ciudadanos aprobaban la gestión del presidente López Obrador. Si la revocación de mandato se hubiera realizado en ese momento, el 63% habría ratificado al mandatario en su cargo. Los números son muy similares a los resultados de la elección presidencial tres años después en la cual la candidata del oficialismo obtuvo casi el 60% de los votos. La coalición gobernante tendrá la mayoría calificada en la cámara de diputados, en parte gracias a que la ley es ambigua al restringir la sobrerrepresentación a los partidos y no a las coaliciones. En la cámara alta se quedó a unos cuantos votos de la mayoría calificada. Es muy probable que obtenga los votos faltantes. La importancia de la sobrerrepresentación en los procesos de autocratización ha sido señalada por Haggard y Kaufman. La desproporcionalidad entre el voto popular y la proporción de escaños “desempeñó un papel importante en el alza de autócratas” en los 16 países que analizaron estos autores en 2021.[1]

El partido en el poder  tiene ya el poder de transformar radicalmente el régimen político siguiendo el plan “C”. Un mandato para destruir los contrapesos institucionales democráticos al poder del ejecutivo. Las reformas presentadas por López Obrador  desmontan los cambios institucionales que en los noventa permitieron la transición a la democracia: independencia del poder judicial y autoridad electoral autónoma. Además, terminarán con la arquitectura que permite la representación pluralista en el congreso. Así se han cumplido las condiciones para la consumación de una regresión autoritaria: una fuerza política se volvió hegemónica durante al menos dos ciclos electorales. Existe ya un partido que detentará el control político durante un periodo (2018-2030) suficiente para desmontar las instituciones y las salvaguardas del pluralismo. Quienes creían que una parte mayoritaria del electorado castigaría en esta elección presidencial la incapacidad del gobierno para satisfacer sus exigencias se equivocaron de pe a pa. La victoria electoral del oficialismo consumó el proceso de regresión. La debilidad estatal al final no salvó a México del “populismo hegemónico”.

De manera comparativa podemos decir que la democracia en México tenía estructuralmente pocas posibilidades. Como en otras experiencias el control “vertical” de los votantes sobre líderes autocratizantes falló al final. Como señala Adam Przeworski, las democracias son vulnerables al estancamiento económico. La probabilidad  de sobrevivir de una democracia aumenta de acuerdo con el nivel del ingreso del país, pero en muchos casos las economías de los países donde ocurrieron quiebres democráticos estaban estancadas. El estancamiento estructural del ingreso puede ser más peligroso que las crisis económicas. Las democracias que se quiebran tienen una distribución en el ingreso más desigual. Las que sobreviven son las que redistribuyen más. Las democracias presidencialistas son más vulnerables que las parlamentarias. En México la democracia era un fenómeno relativamente nuevo: la alternancia en la presidencia llegaba apenas a la mayoría de edad. Para 2024 el crecimiento económico llevaba décadas estancado en tasas muy bajas. En el país existe una desigualdad inveterada: Mexico es incapaz de redistribuir el ingreso de manera efectiva y la polarización es muy alta.  Lo cierto es que las condiciones para la restauración autoritaria estaban dadas desde el comienzo de la regresión en 2018. Sin embargo, como afirma Przeworski, “las condiciones no determinan los resultados: los determinan las acciones de las personas actuando bajo esas condiciones”.

Hay sin duda responsabilidad por parte de la oposición. ¿Cuánta? Seguramente lo discutiremos por años como la campaña de Vasconcelos de 1929. Nuestra república de Weimar ha quedado atrás. Pasaremos décadas elucidando por qué murió la democracia mexicana en 2024. El electorado no sólo no frenó el proceso de autocratización: una clara mayoría lo ratificó. No existe en el caso mexicano el factor subrepticio (stealth) de otros casos  donde los políticos que desean destruir a la democracia ocultan sus intenciones de la ciudadanía hasta que ya es demasiado tarde para detenerlos. Aquí el gobierno sometió a referéndum la destrucción del entramado democrático y el electorado respondió abrumadoramente con un “sí”.

Esto es menos extraño de lo que parece. Después de todo, a lo largo de la historia la forma de gobierno que el país ha conocido por más tiempo es la autocracia. Dos generaciones de mexicanos parecen haberse encontrado en su poco aprecio por la democracia. Por un lado, aquellos que añoraban el mundo del PRI, con el presidente a la cabeza, y por el otro la de los jóvenes que lo único que han conocido es la democracia de mala calidad de un cuarto de siglo. Ahora, mirando atrás, resulta evidente que la democracia no fue una reivindicación crítica  de la sociedad durante buena parte del autoritarismo posrevolucionario. Fue hasta finales de los sesenta que empezó a tomar forma como reivindicación política y eso ocurrió de manera muy lenta y poco lineal. Durante muchos años las demandas fueron otras: justicia social, crecimiento económico y desarrollo. El momento en el cual la sociedad mexicana abrazó a la democracia liberal como una de sus causas fue, en retrospectiva, breve: de finales de los ochenta hasta la primera década del siglo XXI.

La élite autoritaria posrevolucionaria se mantuvo en el poder en parte porque la democracia –o su ausencia– no era una reivindicación central de la sociedad mexicana, que entonces, como ahora, estaba dispuesta a intercambiar libertad y autogobierno por otros bienes sociales más apreciados. Históricamente la “democracia” de los gobiernos de la Revolución Mexicana no tenía nada que ver con la democracia liberal. Por eso en 1946 se reformó el artículo 3 constitucional para definir a la democracia “no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”. Quienes revindicaban la democracia liberal eran una minoría que bregaba sin la esperanza de prevalecer. La irrupción de la preocupación cabalmente democrática fue marcada por el ensayo de Enrique Krauze “Por una democracia sin adjetivos” en 1984. López Obrador comprendió que en el arco de un siglo la democracia era solo un paréntesis.  Creyó que lo que terminó con el régimen posrevolucionario del PNR-PRM-PRI no fue el anhelo democrático, golondrina de un verano histórico, sino el fracaso en proveer estabilidad económica y beneficios materiales, aunque éstos fueran modestos. El quiebre de los pactos históricos de los sectores de la sociedad mexicana: empresarios, campesinos, obreros etc. Su apuesta, aparentemente exitosa, fue restaurar ese quid pro quo.

La irrupción de la preocupación cabalmente democrática fue marcada por el ensayo de Enrique Krauze “Por una democracia sin adjetivos” en 1984. López Obrador comprendió que en el arco de un siglo la democracia era solo un paréntesis. 

Sin embargo, hay divergencias entre el nuevo y el viejo autoritarismo. Los gobiernos entre 1929 y 2000 apostaron, en general, a la inclusión simbólica. Los enemigos estaban en el pasado: todos los mexicanos del siglo XX eran hijos por igual de la Revolución. El autoritarismo del siglo XXI abandonó ese discurso y polarizó  a los mexicanos recurriendo al imaginario del siglo XIX. Así, los enemigos “conservadores” habían resucitado para combatir a los “patriotas”. Ese uso simbólico entendió muy bien la lógica política antinómica del discurso populista. El objetivo central de quienes se valen de la democracia para acabar con ella es hacer que los ciudadanos claudiquen de su poder para castigar a los malos gobiernos, es decir, su capacidad para mandar en el futuro a su casa a los malos gobernantes. La polarización explica el apoyo popular a gobernantes que activamente subvierten a la democracia. En otras partes del mundo, como en México, los conculcadores de la democracia son auténticamente populares. La pregunta que obsesionará por años a muchos –¿por qué los votantes apoyan  a políticos que minan a la democracia?— ha sido formulado en muchos otros lugares. Y parte de la respuesta es que la polarización pone al votante ante la disyuntiva de mantener la democracia o apoyar a una causa partidista. Como señala Svolik, “en electorados polarizados incluso votantes que aprecian a la democracia estarán dispuestos a sacrificar la competencia democrática justa en aras de elegir políticos que favorecen sus intereses. Cuando castigar a las tendencias autoritarias de un líder exige votar por un programa, un partido o un personaje a los cuales una persona detesta, esto significará para muchos un precio demasiado alto a pagar”.[2]

Pensar el valiente mundo nuevo –que es a la vez viejo– del autoritarismo restaurado será un reto a la imaginación en los próximos años, sobre todo para la oposición. Su lógica, tareas y referentes serán distintos, aunque por un tiempo la tentación será pensar y actuar como si la democracia no se hubiera acabado, como si la posibilidad de que el partido en el poder pierda elecciones no se hubiera reducido drásticamente. La pregunta de esta nueva era es: ¿cómo restaurar la democracia e impedir la consolidación del nuevo régimen autoritario? No hay ninguna respuesta evidente.

Lo que minó  al régimen autoritario posrevolucionario fueron las crisis económicas y  políticas entre 1970 y 1994. Las autocracias no son necesariamente regímenes sin contrapesos internos. Los gobiernos entre 1929 y 1970 los tuvieron de manera endógena: los sectores, los caciques, grupos de poder, los obreros organizados etc. Estos contrapesos no eran democráticos, pero limitaban a los presidentes. Una de las razones de la pérdida de capacidad de autocorrección de ese régimen fue precisamente la erosión de esos frenos en el seno del régimen autoritario, lo que llevó a los presidentes, de Luis Echeverría en adelante, a ejercer el poder de manera más autónoma. Las autocracias que dependen de una persona tienden a equivocarse, política y económicamente. Las crisis económicas del populismo de los setenta y ochenta fueron una muestra de este poder personalista emancipado. En una democracia los contrapesos están institucionalizados en la autonomía de los poderes y en las urnas que premian o castigan el desempeño de los gobernantes. Esto es lo que da certeza sobre el actuar del gobierno, no sólo a los mercados, sino también a los ciudadanos. Como bien sabía Tocqueville cuando se refería a la nobleza en el Antiguo Régimen: lo que resiste apoya. Cuando una autocracia se emancipa de los contrapesos en realidad se debilita. Su capacidad de identificar los límites y ajustar la dirección se reduce. Aunque los lacayos de palacio le digan al emperador que las horas del día dependen de su voluntad el sol no detiene su marcha por ello. Lo trágico del retroceso civilizacional que el país ha experimentado es que ha disminuido drásticamente su capacidad de autocorrección.

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En los umbrales de un tiempo nuevo el éxito conlleva un gran peligro, como bien sabía Tocqueville. El triunfo hace a los ganadores confiados y destruye sus alianzas temporales. Una pequeña piedra puede desencadenar una avalancha que después no se puede detener. Las consecuencias de haber obtenido lo que se quiere a menudo son imprevisibles y muchas veces tienen efectos contraproducentes. Quienes desearon y consiguieron la restauración del pasado ahora tendrán que lidiar con las consecuencias de haber obtenido exactamente lo que querían.

 

NOTAS

[1] Stephan Haggard y Robert Kaufman, Backsliding: Democratic Regress in the Contemporary World , Cambridge: Cambridge University Press, 2021.
[2] Svolik, Milan. “Polarization Versus Democracy”. Journal of Democracy, vol. 30, no. 3, July 2019, pp. 20-32.

 

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1

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Posted: June 10, 2024 at 9:23 pm

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