Democracia: la última hora
José Antonio Aguilar Rivera
Sería temerario no creerle al presidente. Lo que pretende, hay que decirlo con todas sus letras, es acabar con la democracia mexicana. Su meta declarada es restaurar la autocracia. Que las formas no sean una copia exacta del pasado es lo de menos. Lo que importa es la restauración del principio autocrático y el cierre del breve paréntesis democrático que experimentó el país.
En la nueva historia natural de las democracias contemporáneas es notoriamente difícil determinar el momento de su muerte. A diferencia de lo que ocurría en el siglo XX, cuando golpes de estado acababan violentamente con los regímenes democráticos de manera clara, ahora los procesos de autocratización embozan el fin de la democracia. Sus asesinos, por lo general gobernantes electos de manera democrática, utilizan el sigilo para desmontar y cancelar los mecanismos democráticos, como la separación de poderes, los contrapesos y los límites al poder. Rara vez hay una línea clara pintada en el suelo que indique el fin de la democracia. Para cuando el sentido de los cambios se revela el proceso es ya irreversible. México, en ese sentido, tiene una importante ventaja sobre otras incipientes democracias que experimentan regresiones autoritarias. Su larga transición a la democracia se articuló alrededor de un eje simbólico e institucional: la organización de elecciones imparciales. Lograr esa meta fue, a un tiempo, su fortaleza y su debilidad. Una crítica recurrente a la vía mexicana fue que lo electoral monopolizó la agenda de cambio político y muchas otras áreas, como el establecimiento del estado de derecho, quedaron al margen del proceso democratizador. Es cierto. Sin embargo, la imprevisible ventaja que derivamos de ello fue que el énfasis en lo electoral creó un inusual punto focal. Se trata de un referente común que marcó de manera indeleble el tránsito del autoritarismo a la democracia: la posibilidad de que el partido hegemónico posrevolucionario perdiera elecciones. La democracia, afirma Adam Przeworski, es un régimen político en el cual los partidos pierden elecciones. Esa posibilidad encarnó institucionalmente en una nueva autoridad electoral independiente: el Instituto Federal Electoral (IFE), después INE. Así, se convirtió en el eje de la democracia. Gracias a eso los mexicanos pueden saber cuándo se acaba la democracia. Ese régimen termina con la captura de la institución autónoma electoral. Es un umbral de inusual claridad. El proceso de autocratización ha desmontado, o seriamente dañado, el entramado de la joven democracia mexicana. Sin embargo, no ha logrado aún derribar su piedra de toque: el INE. Por eso ahora ha lanzado la ofensiva para conquistarlo. Si tiene éxito se acabó la democracia.
Los mexicanos pueden advertir el umbral crítico del autoritarismo. Eso les permite coordinarse y montar una defensa. El embate al INE es todo menos sigiloso. La naturaleza del proceso político ha obligado al poder autoritario a salir a campo abierto para declarar su propósito: capturar y desactivar a la institución que hace posible el mantenimiento de la democracia. Eso significa que la batalla entre las fuerzas restauradoras del antiguo régimen y quienes desean defender la democracia es frontal. Aquí hay más claridad que en otras experiencias en las cuales nunca fue evidente lo que ocurría hasta que fue demasiado tarde para detener la reversión autoritaria. Si la sociedad civil mexicana fracasa se podrá determinar con absoluta precisión la hora de la muerte de la democracia mexicana. En las próximas semanas enfrentará el mayor de sus desafíos, uno que es propiamente existencial. Deberá desplegar todos sus recursos: políticos, organizativos, intelectuales y simbólicos.
…en México la democracia ha sido una fugaz excepción a la norma autoritaria. Hay un putinismo tropical en ese anhelo nostálgico que anima al presidente en su ánimo de regresar las manecillas del reloj a los años de su infancia y juventud.
Algunos creen que la embestida del gobierno solo pretende atizar la polarización política. No espera aprobar la contrarreforma. Sin embargo, ambos objetivos son perfectamente compatibles. Si la intentona fracasa al menos se habrá logrado el objetivo de darle aire a la confrontación política. Sería temerario no creerle al presidente. Lo que pretende, hay que decirlo con todas sus letras, es acabar con la democracia mexicana. Su meta declarada es restaurar la autocracia. Que las formas no sean una copia exacta del pasado es lo de menos. Lo que importa es la restauración del principio autocrático y el cierre del breve paréntesis democrático que experimentó el país. Después de todo, en
México la democracia ha sido una fugaz excepción a la norma autoritaria. Hay un putinismo tropical en ese anhelo nostálgico que anima al presidente en su ánimo de regresar las manecillas del reloj a los años de su infancia y juventud.
Sin embargo, una parte de este país se niega tozudamente a darle la espalda al futuro. Es la que toma las calles. Es la que tiene ante sí la perspectiva de perder el gran logro civilizacional –tal vez el único– de una generación de mexicanos. Paradójicamente, sus recursos y sus banderas están en el pasado inmediato: preservar al INE es regresar a las banderas que en los ochenta y noventa movilizaron a una amplia coalición democrática en contra de un anquilosado sistema autoritario. Ese sistema renació como un ave fénix del fuego democrático. Tal vez a la democracia mexicana le faltó en el momento de su nacimiento una lucha épica: la tiene, sin embargo, aquí y ahora.
José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1
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Posted: November 11, 2022 at 6:49 am