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¿Tan chéveres como siempre? Venezuela migrante
COLUMN/COLUMNA

¿Tan chéveres como siempre? Venezuela migrante

Gisela Kozak

No cabe duda de que somos la población latinoamericana más sufrida de esta época, afirmación exenta de todo orgullo y alegría. Supongo que se podría armar un zafarrancho en una conversación sobre a cuál nación le va peor desde México hasta Argentina pero las cifras indican que, en materia de desgracia, Venezuela es imbatible. Por tal razón somos millones en el exterior. Con el dulce dolor que me da mi condición de descreída hasta la muerte y con la misma actitud con la que jugué con nuestras ideas sobre ser venezolano(a) en un libro publicado en 2014, Ni tan chéveres ni tan iguales, escribiré este texto. ¿Seguimos pensando que somos chéveres, alegres, un mar de bondad y de cariño, más guapos y guapos que nunca, naturales del mejor y más hermoso país del mundo? Voy a esbozar una tipología sin ninguna intención sociológica, pedagógica o política. Solo para echar vaina (divertirse a costa de los demás), como diríamos en Venezuela. Nos une la razón común de nuestra migración –la situación nacional–, las remesas, la preocupación por los familiares y por el país. Como en las familias que apenas se llevan, lo común obliga pero las diferencias se imponen.

Empiezo con quienes tienen papeles en orden y dinero de entrada. Mi favorita entre los migrantes con buenas condiciones, a la que llamaré Marieta, es efectivamente una mujer que representa muy bien la idea que los venezolanos tenemos de nosotros mismos pues en efecto es un encanto, amén de cultivada y buena persona. Adora a Venezuela pero le fascina México, come picante y agradece estar aquí. Sabe dónde conseguir el mejor taco y también cuáles restaurantes tienen estrellas Michelin, aparte de no temerle a nada y disfrutar del país plenamente en todos sus registros y olores. Marieta es la excepción, no la regla. Mucho más comunes son mis queridas venezolanas con sus cabellos imperturbablemente lisos cuando las favorece la genética; en los demás casos, basta con el alisado japonés. Sus maridos, con sus calvas y barrigas incipientes, las llevan en automóvil a todas partes ya que siguen con el temor respecto a la inseguridad que tenían en Venezuela. Aquí en la Ciudad de México no se aventuran fuera de sus cotos cerrados pues piensan que si se montan en el metro o van a un museo los matarán o serán secuestrados. Se pierden de esta maravilla cosmopolita por puro miedo, simple ignorancia o provincianismo y, de verdad, temen encontrarse con las momias de Guanajuato si se aventuran más allá de sus estrictos límites en determinadas colonias (municipios). Viven igual que en Venezuela, salvo que aquí no pueden poner rejas en los balcones, seis llaves distintas para llegar a su casa y dos o tres garitas para que nadie se cuele en sus hogares. Juran y perjuran que la salud y la educación pública mexicana son como las de Venezuela y no se han enterado de que la Universidad Nacional Autónoma de México y el Tecnológico de Monterrey son superiores a cualquier institución educativa que nuestro país haya tenido en su historia.

Suelen reventar los grupos de WhatsApp con videos de esplendente belleza natural como si fueran Adán y Eva que salieron del paraíso. Me he ganado enemistades por decir que las playas de México se llevan por delante a las de Venezuela, aunque los recuerdos entrañables de nuestras costas nadie me los quita. ¿Cuántos de quienes pasan videos por redes sociales conocen los llanos, montan caballo a pelo, trepan los tepuyes en la Gran Sabana o escalaron el pico Bolívar? Criados en el miedo a la delincuencia, pueden no conocer las ciudades, los pueblos ni la cultura venezolana, a la que confunden con la hallaca, el golfeado, los cómicos de segunda y los stand up de gritones sin gusto y humor, incapaces de superar los límites del público migrante. Les encanta una verbena con gaitas y el grupo Guaco a toda mecha (volumen altísimo). Han sufrido mucho porque amaban lo que habían logrado ellos (o sus padres), sentimiento que comparto tanto como la hallaca, los recuerdos de la isla de Margarita y, sí, el grupo Guaco. Luchan duramente para mantener su estilo de vida y, de hecho, parte de la antipatía hacia el país de acogida, sea cual sea, viene de que no pueden llevar la existencia que una vez tuvieron.

Mi ejemplo favorito de esta categoría es una chica cincuentona, la vamos a llamar Nuria, que vive en Barcelona, tiene el pasaporte europeo –un título nobiliario en estos tiempos– y trabaja como médica. Es decir, el mejor de los mundos para una inmigrante de un país devastado: nacionalidad, urbe con alto nivel de vida y trabajo en lo que sabe hacer. Ah, pero tiene un gravísimo problema: Nuria en la ciudad condal no es lo que era en Venezuela. Los catalanes no reconocen que ella es “la pepa el queso” (sic), es decir, lo mejor que ha parido el mundo en la medicina. En consecuencia, Cataluña es muy maluca. Nuria no se ha dado cuenta de que salió de Venezuela porque esta se destruyó y no le gustan los catalanes, fríos como el hielo, no cálidos, deslumbrantes, chéveres, buena gente y simpáticos. No son venezolanos, en suma. Como buena criolla de su generación y su sector social, Nuria solo conoce de Venezuela las playas y la naturaleza porque, en realidad, nunca salió de la empresa y “la urbanización” sino para viajar al exterior. Pobre, sufre mucho.

Yo formo parte de los migrantes de dos maletas, una computadora y un puñado de dólares salvados de la capacidad infinita de destrucción de la revolución bolivariana, la cual echó abajo lo que construí en muchos años. Como soy escritora y académica sabía perfectamente que en la Ciudad de México sobran catedráticos y escritores de talento; el medio universitario y literario de Venezuela no se compara con el mexicano, sin ofender a los grandes investigadores y exponentes artísticos y literarios de mi tierra. Escribir en medios de aquí y ser invitada a universidades ha sido una ganancia, aunque en Venezuela era docente titular a tiempo completo de la universidad más importante y publiqué libros en las mejores editoriales. En fin, soy de los migrantes que se adaptan a su país de acogida pues siempre he estado loca por México. Pero mi sentimiento no es el más común.

Los migrantes de dos maletas, una computadora y un puñado de dólares son una especie surgida de los últimos años de devastación. Unos cuantos recuerdan a Venezuela de un modo entrañable pues la conocen bien y mantienen una conexión afectiva profunda, un arraigo que desconozco como experiencia y sentimiento pero que me resulta valioso, como en el caso de un amigo periodista al que adoro y me acompaña en este exilio mexicano. Otros son felices sin nostalgia y se vuelcan en sus países de acogida, los conocen, se los beben, se los comen, se enamoran, se lo enseñan a sus hijos si los tienen. Es el caso de un venezolano ya casi mexicano, periodista y crítico de arte, que goza en México con una felicidad absoluta, esplendorosa como su energía de varón en flor. Qué contraste con quienes viven el calvario de sus problemas materiales desde la nostalgia de un país del que honestamente piensan que era una maravilla. Suelen tener un pormenorizado repertorio de las fallas del lugar donde viven y cierto resentimiento contra los nacionales, justificado o no por experiencias ingratas relacionadas con la xenofobia. Construyen una Venezuela imaginaria que no resiste una mínima crítica racional y no pueden aislarse de la realidad porque sus condiciones económicas no se lo permiten. Conozco compatriotas que se desgarran las vestiduras por la violencia contra la mujer en México y deciden que por nada del mundo caminarán por las calles o usarán el transporte público; para las venezolanas de dos maletas esta no es una opción, como no lo es para la mayoría de las mexicanas.

Por supuesto, este perfil no puede olvidarse de los migrantes chavistas forrados en dinero mal habido. Los boliburgueses son como la jaula de los tigres de los zoológicos antiguos, que siempre apestaban. Se les nota a leguas su condición tramposa por la ropa, las cirugías plásticas de las mujeres en todo el cuerpo, la gritería cuando hablan por el celular, las groserías y el aire insuperable de gozones. Son los primeros que llenan los restaurantes venezolanos con su plata a raudales y su vulgaridad insoportable, esa forma de hablar durísimo que no permite conversar en lugares públicos. Son responsables de parte de nuestra mala fama: mentirosos, engreídos, ostentosos, bebedores profesionales de whisky. Gente que no hubiese llegado a ningún lado por sus propios pasos, los boliburgueses y sus parejas –generalmente unas perfectas inútiles– son la cumbre de la frivolidad criolla, los chéveres que explican por sí solos por qué mi país es hoy un muladar. Claro, molestan pero no están en la miseria. La otra cara de los sueños locos de los migrantes –la parte màs dolorosa de esta historia– son las víctimas del crimen organizado y la más extrema precariedad. Mis paisanas jóvenes son temidas por la fama de bellas que las precede, estereotipo absurdo, mientras los hombres son vistos como potenciales delincuentes. Ni hablar de los caminantes por los senderos del sur del continente, quienes se dicen unos a otros: solo la primera vez da pena pedir comida, solo la primera vez no importa no bañarse por una semana o ir a cagar en el monte, como bien cuenta en una crónica el escritor Luis Guillermo Franquiz, quien se devolvió a pie a Venezuela desde Bogotá a raíz de la pandemia.

Pero con todo y tanta dureza, los grupos de WhatsApp rebosan de celebración de la venezolanidad edénica y exhiben esperanzas delirantes. Los agarrones políticos son de novela, por no hablar de quién es más venezolano(a) en medio de las peleas infinitas rebosantes de afirmaciones patrióticas. Nadie es más bello y amoroso que nosotros, ese gentío que fracasó como nación pero no lo quiere aceptar. No hay clima mejor que el de Caracas ni cotorras tan coloridas en ningún cielo; la Guadalupe no compite en milagros con la Chinita y la Virgen del Valle; las hallacas le dan paliza a los tamales y, además, NO son tamales. 

Qué cosa con la gente expulsada del paraíso, mi gente dispersa por medio mundo.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: January 25, 2021 at 8:39 pm

There are 5 comments for this article
  1. Roberto Mora at 6:11 pm

    Gisela, perdona mi.. -¿atrevimiento? ¿pecado? ¿insolencia? al señalarte un pequeñísimo gazapo en esta, para mí, introducción a tu vida literaria. Allí, donde dice “… Gente que no HUBIESE llegado a ningún lado por sus propios pasos…”. Si yo HUBIESE escrito esa línea, HABRÍA escrito “Gente que no HABRÍA llegado a ningún lado… si HUBIESE seguido sus propios pasos”.
    Desde hoy, considérame tu lector. Saludos…

  2. Rayda Guzmán at 1:45 am

    Excelente artículo, gracias por compartir tus vivencias. Yo dejé Venezuela en el 98, creo que fui de las primeras con ordenador y un puñado de dólares. Soy feliz y agradecida con mi país de adopción Cataluña (España). Desgraciadamente tuve que aprender a mantenerme lejos de esos venezolanos ‘chéveres’ para poder conservar un recuerdo amable del país que llevo conmigo.

  3. Luis Pico at 10:04 am

    Suscribo cada una de tus palabras, de tus personajes, pero sobre todo, que fracasamos como nación/sociedad y que son muy pocos los que se hacen responsables. Si fuéramos tan maravillosos el país no estaría como está.

  4. Pedro Vargas at 10:44 am

    En primer lugar, dar la enhorabuena por este artículo y me siento agradecido, a no ser el único en darme cuenta de lo expresado en su artículo. Me identifico mucho pues lamentablemente he tenido hasta problemas con mis paisanos chéveres. Y desde entonces aprendí que somos muchos Los venezolanos inmigrantes alrededor del mundo pero lamentablemente no todos somos iguales. He trabajado colectando medicamentos, haciendo reuniones para unificar comunidades de venezolanos y ahí me di cuenta que Venezuela quedaba en el último peldaño de muchos y que la palabra empatia era desconocida para muchos inmigrantes. Los venezolanos cheveres como bien se nombran en el artículo la verdad existen y creo que todo se forja con el tiempo y los años de vivencias en ese país que te acoge. Le soy sincero para mi ha sido lamentablemente dar con paisanos una carga y no una gratitud . Desde que soy inmigrante ( 21años ) , llegue a España y aunque la identidad no se pierde, siempre he estado ocupado trabajando en múltiples oficios y honestamente no me ha ido mal. Pero si que me he forjado un camino independiente. Las veces que me he acercado a Venezolanos chévere siempre me ha tocado dar un un stop o límite , es duro. Pero si eres inmigrante hay que buscarse ellas honestamente y no creer que los demás venezolanos que llevamos más tiempo debemos mantener a los recién llegados. La mentalidad , la educación y la voluntad son conceptos claves cuando decides inmigrar .

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