Después del Nobel: El Aleph Vargas Llosa
Ezio Neyra
Tras darse a conocer el fallo de la Academia Sueca, el Perú se volvió una fiesta; y paso seguido se elevó al autor a la categoría de orgullo nacional. Con la facilidad que tenemos los peruanos para caer seducidos ante la gracia de los diminutivos cuando de querer ser cariñosos se trata, por aquí y por allá fue posible escuchar frases sentidas: “Marito nos ha ilusionado tanto al ganar el Nobel”, “Ay, Marito, qué alegría nos has dado”, “Varguitas es lo máximo”. La certeza, que durante gran tiempo pareció ser la única verdaderamente generalizada, de que nuestra gastronomía es de primer nivel; hoy en día tiene en la maestría de Vargas Llosa como escritor un acompañante. Desde luego comida es comida y no existe literatura que la pueda destronar. Y si bien en las mesas peruanas se sigue hablando de comida mientras se come, durante varios meses lo metaculinario dejó una puerta abierta, o una papa se podría argüir, por la que los temas literarios se sentaron a la mesa.
Fue tan festivo el espíritu con que se recibió el premio, que cada uno de los medios de comunicación le rindió homenaje, con varias páginas dedicadas a sus libros y a su trayectoria intelectual. Incluso algunos de sus rivales políticos de antaño se levantaron para felicitarle y manifestarse orgullosos porque un peruano fuera merecedor de tan grande honor. Entre otros tantos fuegos artificiales, un diario limeño decidió pedir a los lectores de su edición electrónica que aquellos que las tuvieran, enviaran fotografías con el flamante premio Nobel con la intención de construir un álbum virtual que celebrara tremendo reconocimiento. Al ver las instantáneas, pareciera que son pocos los peruanos que no tienen al menos un recuerdo con el autor de Conversación en La Catedral. Fotos de encuentros fortuitos en la calle o en un restaurante; fotos con el autor con ropa deportiva o firmando libros en alguna feria; fotos con Vargas Llosa tras algún mitin previo a las elecciones presidenciales de 1990; fotos de la promoción de algún colegio, apadrinada por el escritor; fotos y más fotos, en las que aparecen decenas de peruanos sonrientes, orgullosos de aparecer perennizados junto al autor que tanto admiran y que ahora más que nunca ha sido elevado a aquel espacio compuesto por héroes, por intocables, por hechos incuestionables que ayudan a fortalecer la peruanidad en un país al que durante años pareció haberle faltado suficiente amor propio.
Si ya antes era un mito, ahora parece condenado a la consagración. Mario Vargas Llosa es el nombre de varios colegios. Es el nombre de plazas y de parques. Es el dinero que algún día circulará con su pulcra figura (si Valdelomar tiene uno, por qué Vargas Llosa no). Es marqués de la monarquía española (marqués cholo, bromeó el mismo autor.) Es el teatro de la Biblioteca Nacional del Perú. Es el nombre de la calle que el propio autor ocupa cuando reside en Lima. Es la imagen que dará forma a esculturas y bustos que pronto comenzarán a llenar plazas peruanas y extranjeras. Es el astro central alrededor del cual orbita el planeta literario peruano. Es un rascacielos, una atalaya, un faro que se eleva hasta las estrellas.
Y, como si se tratara del portador de títulos patricios en desuso, ha sido llamado “Peruano Universal”, “Artista de la palabra”, “Autor de las realidades sociales”, “Gran novelista de la realidad histórica”, “Inventor de una realidad”, “Espíritu libre”. Son tantos los calificativos como los galardones. Al día de hoy, quizá sea el autor en español vivo con más premios en su haber: el Rómulo Gallegos, el Biblioteca Breve, el Cervantes, el Príncipe de Asturias son hitos de una larguísima lista en la que faltaba la cereza que coronara el pastel: el premio Nobel, recibido el último noviembre en Estocolmo. Lo mismo sucede con los honores, son tantos o más que los premios literarios: desde la Legión de Honor del gobierno francés hasta la Orden de las Letras y las Artes del Perú (distinción creada en su honor), pasando por incontables doctorados honorarios de universidades asiáticas, americanas y europeas. Tantos que, con seguridad, se puede calcular que Vargas Llosa pertenece a ese selecto grupo de ciudadanos del mundo que se han puesto y sacado tantas veces la toga y el birrete que, si las universidades regalaran dichas prendas a sus doctores Honoris causa, éstos necesitarían más de una habitación para almacenarlos.
Por ello es que es difícil escribir sobre Vargas Llosa. Pesan los dedos y el teclado parece pantanoso. No sólo porque es una presencia demasiado grande sino también porque es demasiado lo que ya se ha dicho sobre él y sobre su obra. Desde los abundantes textos laudatorios, que a la larga parecen iguales, hasta aquellos que pretenden reducir al aspecto político su multifacético quehacer para luego llenarle de dardos letales.
Cuidado: está de moda decir que se ha leído los libros de Vargas Llosa. Y es que, aunque se trate del autor peruano contemporáneo más leído, es posible que más peruanos conozcan al Vargas Llosa político que al escritor. Se sabe que es escritor, pero parecen ser pocos quienes lo han leído fuera de las asignaciones escolares de los cursos de literatura. Prueba de ello es una encuesta que decidió hacer un canal de televisión en el Congreso de la República. Las preguntas del reportero son simples: ¿qué ha leído de Vargas Llosa?, ¿qué recuerda de tal o cual libro?, ¿qué admira de sus novelas? Como si hubiera sabido de antemano el tipo de respuestas que recibiría, el periodista acompaña sus palabras con un tono burlón. Parado en el Hall de los Pasos Perdidos (en donde todo está perdido, no solamente los pasos), el primer congresista se acerca a la cámara y responde que el personaje de la tía Julia es el que da verdadera fuerza a La Casa Verde. Otra contesta que su libro preferido es Conversaciones en La Catedral (¿será mejor la versión pluralizada que dicha parlamentaria dice haber leído?). A su vez, otra congresista señala que “por ejemplo hay una de las obras en la que narra y cuenta cómo es que acá en Lima se metía, cuando era escritor, escribía en la máquina” (¿?) y más adelante le adjudica a Vargas Llosa la autoría de Ña Catita, comedia de Manuel Ascencio Segura puesta en escena en 1856. Otro político asegura que su novela preferida es Los perros hambrientos. Finalmente, un parlamentario más afirma que, ya que su tipo de libro preferido es aquel que lidia con la motivación personal, solo ha leído La Casa Verde y El pez en el agua.
Inventado o no, casi todos tenemos algún recuerdo con Vargas Llosa. Mis primeros años de lector están marcados por su presencia. Habré tenido once o doce años cuando por primera vez decidí leer un libro por mi propio gusto, fuera de cualquier asignación escolar. Como en casa no tuve modelos de lectores, que pasaran tardes enteras enfrascados en las páginas de alguna novela, la lectura siempre fue un hábito que, sabíamos, era bueno, pero que nadie ponía en práctica. Por ello me sorprendió encontrar, la tarde de un viernes de regreso del colegio, a mi hermana mayor leyendo, como embrujada, El lobo estepario de Herman Hesse. Con ánimos de imitarla, por primera vez me propuse conseguir un libro y pasarme el fin de semana leyéndolo. Así que pronto caminé a la precaria biblioteca familiar –cinco o seis repisas que descansaban en la oscuridad de una sala por la que casi nunca transitábamos–, encendí las luces y al levantar la mirada hubo un libro que de inmediato llamó mi atención: El rayo verde de Julio Verne. Se me escapa la totalidad de los detalles, pero recuerdo que se trataba de una edición de tapa dura color verde, que llevé a mi cuarto y que no pude dejar de leer hasta terminarlo el domingo por la noche, embobado con las aventuras de los Melville.
Cuando cerré el libro tuve la sensación de haber asistido por primera vez a un acto maravilloso. Nunca antes había pensado que un grupo de papeles impresos sería capaz de abstraerme de tal manera de la realidad, de mostrarme universos fabulosos de los que jamás había escuchado. Aquel domingo me fui a dormir pensando que en los libros todo era, a su manera, mejor que en la cotidiana rudeza de la realidad.
De regreso a casa el lunes, encontré a mi abuela sentada en la sala. Como sus viajes a Lima no eran frecuentes, se alegró tanto al verme que saltó del sofá y el cigarrillo que siempre acompañaba su mano salió volando hasta caer, por suerte, fuera de la alfombra. Me senté a su lado y pronto le pregunté si había leído El rayo verde. “No me gusta leer, hijo. Es muy aburrido”, me contestó, y a pesar de su respuesta le pedí que me recomendara un libro, cualquiera, el que sea. Nos pusimos de pie y caminamos hasta el librero. Recién años después terminaría de darme cuenta de lo difícil que debe de haber sido para ella tener la presión de recomendarme un libro, porque, con el gesto dudoso, parecía perdida parada frente a las decenas que poblaban las repisas. “¿Cómo es que se llamaba el que acabas de leer?”, consultó, y tras recibir la respuesta estiró su mano y me entregó La Casa Verde de Vargas Llosa. “Aquí también hay algo verde”, me dijo, “te tiene que gustar también”. Pero por más que me esforcé me fue imposible superar la cuarta o quinta página. Demasiada audacia formal para un lector principiante. Tanta como para asustarme y obligarme a dejar de lado mi hábito lector que recién comenzaba a formarse. Si no fuera porque un par de años más tarde volvería a los libros, bien podría acusársele a mi pobre abuela de haber matado a un lector.
Si el divorcio ocurrió con La Casa Verde, la reconciliación también fue de la mano de Vargas Llosa, con Los cachorros. Y de allí en más, luego de La ciudad y los perros, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Conversación en La Catedral, entre tantos otros, los libros de Vargas Llosa no solo me formarían como lector sino que también ocuparían un lugar protagónico, como después lo harían también Ribeyro y Cortázar, en mi formación como escritor. Antes de llegar a Faulkner, a Stendhal, a Kafka, a Joyce o a Kawabata, pasé primero por Vargas Llosa, y fue gracias a él que luego también llegaría a Borges, a Donoso, a Arguedas, a Onetti, a Sartre, a Camus, entre tantísimos otros autores que la lectura de Vargas Llosa –sus trabajos de ficción pero también sus entrevistas y artículos– me fue presentando y sugiriendo. Pocos años después, cuando lo único que realmente quería era hacerme escritor, Cartas a un joven novelista se convirtió en una especie de biblia que no me he cansado de releer cada vez que siento que mi propia escritura tambalea.
Pero incluso antes de ponerme a trabajar en mis primeros párrafos en el mundo de la ficción, comencé a hacerme escritor reescribiendo en mi cabeza las novelas de Vargas Llosa. Quería escribir como él y a su vez deseaba superar su estilo, su técnica, su creatividad. Me asignaba a mí mismo ejercicios de redacción: por ejemplo proponiéndome reescribir las veinte páginas finales de La ciudad y los perros, y siempre, sin importar cuán bueno o malo fuese el resultado, me sentía derrotado. Luego, cuando tenía veinte años y ya había escrito mi primera novela, que felizmente siempre será inédita, decidí mudarme a Cusco con mi novia seis años mayor que yo, y pronto, mientras me pasaba las noches sirviendo tragos en un bar y escribiendo desaforadamente por las tardes, se me ocurrió proponerle matrimonio ya que, infl uenciado por las aventuras de Varguitas en La tía Julia y el escribidor, estaba convencido de que casarme así de joven, y con una mujer mayor, y llenarme de responsabilidades y trabajos, tendría un efecto positivo en mi escritura. Felizmente dijo que no.
Mucho se ha especulado sobre la manera como el Nobel a Vargas Llosa impactará en la literatura peruana. Si una de las consecuencias pudo haber sido el reposicionamiento de autores como José María Arguedas y Julio Ramón Ribeyro en una ubicación merecidamente co-protagónica, un paseo por las librerías limeñas borra toda esperanza, pues en las góndolas de literaturas hispanoamericana y peruana apenas caben otros libros que no sean los de Vargas Llosa. Tampoco puede predecirse si se generará interés en el extranjero por otros escritores peruanos que solamente han tenido alcance local, o si editores en diversas lenguas apostarán por uno que otro autor reciente.
Lo cierto es que entre los más jóvenes Vargas Llosa no parece ser más aquel padre literario omnipresente cuyo legado se pretendía liquidar para construir una literatura propia. Pareciera que ya nos hemos habituado a convivir con su presencia, y más que un padre autoritario se presenta como un abuelo al que se le quiere por haber sido parte importante de la propia formación literaria y vital.
Y de todos los capítulos de la biblioteca Vargas Llosa, aquél que parece haber calado más profundamente no es el de la pretensión de la novela total ni, desde luego, el del intelectual público que se hizo político, sino el de la disciplina, el rigor y el método a la hora de escribir. La idea de larga data de que para ser escritor no basta con escribir los domingos, de asumir la literatura como un oficio a tiempo completo, y el estar convencido de que, como con cualquier otro arte en el que se pretende destacar, la práctica pule el oficio, fortifica la escritura, hace al artista.
De forma similar, también es difícil saber el modo en que el propio Vargas Llosa se verá afectado por el Nobel. Si inmediatamente después de concedido el premio parecía posible que por fin se pondría por encima de toda valoración lo exclusivamente literario –dejando de lado cada uno de los adjetivos extraliterarios con que se le señala, desde hombre de derecha hasta reaccionario y conservador; que, para alegría de sus adversarios, deslucen su obra–, el tiempo mostraría lo contrario: desde diversos flancos los ataques no han cesado. También parece ser un error haber supuesto que la presencia mediática de Vargas Llosa se reduciría después de unas semanas, quizá como movimiento de defensa del propio autor ante la agotadora sobreexposición. Prueba de ello es que en sus primeras declaraciones de regreso en Lima tras recibir los honores en Estocolmo, se refirió a temas políticos, señalando que la candidata Keiko Fujimori es hija de criminal y ladrón. Y tras esas declaraciones y tras posteriores artículos y ruedas de prensa, pienso que todo parece cobrar sentido, pues una de las constantes de Vargas Llosa ha sido la defensa de sus ideas con las uñas bien afiladas. Deudor de Camus en su homme révolté, Vargas Llosa mismo es un hombre rebelde que defi ende con escudo en mano la libertad del individuo, que critica ferozmente cualquier tipo de autoritarismo, que con terquedad enfrenta a sus adversarios. Y a eso es a lo que nos tiene acostumbrado. Y así es como ha vivido y vive, y lo más probable es que no haya reconocimiento alguno que le haga cambiar de actitud.
Posted: April 24, 2012 at 6:58 pm