Essay
El día que se estropeen las máquinas, pero queden los dedos
COLUMN/COLUMNA

El día que se estropeen las máquinas, pero queden los dedos

Angelina Muñiz-Huberman

Tanta máquina inventada. Tanta. Tanta. Estamos rodeados de máquinas. No podemos vivir sin ellas. O bien, aparatos, artefactos, celulares, computadoras, telescopios, el James Webb, el desintegrador de átomos.  No podemos vivir sin ellos para que un día se estropeen y no podamos seguir adelante. No sepamos. Hemos olvidado el antiguo uso del cuerpo. Sólo nos queda el cerebro para inventar y seguir inventando, para sustituir esfuerzo, cansancio, repetición. Para hacer que el tiempo se nos vaya en presionar teclas, botones, manijas. El poderoso uso de los dedos. Cada vez son más importantes los dedos.

Es verdad que los dedos son nuestro más especializado instrumento. Pueden estropearse las máquinas, pero ahí están los dedos para triunfar y reivindicarse. Los dedos como extensión del cerebro, como ejecutores, imprescindibles. ¿Qué haríamos sin ellos? Nada.

He aquí un recuento. No fue tan fácil llegar a tenerlos hasta que el Homo sapiens los inauguró. Antes habían sido esbozos o simples deseos de lo que podrían ser. A veces se quedaron a medio camino entre uñas y plumas o picos.  Los pájaros, los perros, los gatos usan las patas, las bocas, los picos. Los elefantes la trompa y los monos hasta la cola. Principio y fin de todas las cosas.

En cambio, los dedos tan pequeños y humildes, son un dechado de especialidades. Cada uno con su tarea especial. Cada uno con su nombre y su función: pulgar, índice, cordial, anular, meñique. Los dedos danzan, solfean,  señalan, niegan, numeran. No paran, siempre están en movimiento y les gusta imitar otros movimientos de la naturaleza.

Pueden indicar pasiones y sentimientos o principios de la ciencia.

Llevan en sí todo el conocimiento acumulado.

Tienen un potencial inacabable.

Son una enciclopedia.

Son una muestra del saber.

Son el apoyo del habla.

Son capaces de producir un chasquido.

Acompañan en el baile flamenco.

Hacen música.

Suelen ser muy simpáticos.

Aunque también intolerantes.

Dadores de la vida y la muerte.

Saludan y se despiden.

Revoltosos, muy revoltosos.

Los dedos con tantos nervios a su disposición y tantos huesecillos nos han regalado el tacto. Se lanzan sin dudar a la parte del cuerpo que duele o pica. Nos advierten del frío y del calor. Son cariñosos y nos enseñan a amar aunque también a torturar. Son los dueños del bien y del mal. De la afirmación o de la negación. Sus falanges, sin ser falangistas, les permiten moverse con agilidad. Ahí están los pianistas y los violinistas y los chelistas y los arpistas, para comprobarlo. Y, claro, siempre el opuesto cuando se emplean para disparar flechas, pistolas, fusiles, ametralladoras.

Hay dedos sanadores dispuestos a dar masajes, a poner inyecciones, a realizar cirugías, a traer niños al mundo.

Hay dedos educadores que enseñan a escribir o el lenguaje por señas, a llevar el compás, a aprehender objetos y a cargarlos.

Hay dedos trabajadores, en la cocina, en las construcciones, en la carpintería, al coser y al tejer o ante un manubrio. Los hay artistas capaces de sostener un pincel o de darle forma a una vasija de barro. Los hay arqueólogos que restauran mosaicos romanos y bizantinos. También hay dedos joyeros encargados de engarzar diamantes en dijes, anillos, pulseras.

Los hay especializados en contar dinero velozmente como lo hacen los cajeros de un banco. Los hay que son aliados de los ladrones y expertos en introducirse en los bolsillos ajenos como aparecen en las novelas picarescas. Los hay adictos al cigarro, al alcohol y a los estupefacientes.

Los hay también religiosos que indican un simbolismo espiritual. Y los hay para el enojo y la obscenidad. Para indicar una afirmación o una negación. Todo un contraste de ellos. Son la vida misma.

¿Y las máquinas? Esto sí es un verdadero problema. Envidiosas de los multifacéticos dedos han llegado donde ellos no pueden. Han borrado espacio y tiempo. Son la velocidad misma. Se desprenden y alcanzan cualquier parte. Hacen del tiempo trizas y lo mueven para adelante y para atrás. Lo que parecía un disparate de la ciencia ficción lo han logrado. Ahí está el telescopio James Webb que nos manda imágenes de cómo surgió el universo o los universos retrocediendo miles de millones de años.

Los aparatos destrozaron nuestras creencias y conocimientos. Ya ni siquiera nos dejaron en paz con la frase socrática: “Sólo sé que nada sé”. Ahora tampoco eso sabemos. Estamos en la incontrolable ignorancia, es decir, en la tabla rasa galáxica.

Pero como todo se estropea por su uso constante, desde nosotros a los aparatos, nos quedaremos pendientes de un hilo el día que se estropeen las máquinas. Todas al unísono. Que puede pasar, ¿no? Ahora sólo nos encontramos con la frase absolutista: “Se cayó el sistema” que ocurre al ir al banco, o a la cita en el hospital, o a la conferencia virtual, y no hay quien lo levante. Pero si todo sistema y medio electrónico se cayeran al mismo tiempo y en todo lugar. ¿Qué pasaría? Volveríamos a la prehistoria. Al pre-ser. Al pre-pre. Y aún antes. Al cero cero.

Virtual , esa es la contundente palabra de nuestra época. La realidad se ha vuelto virtual. Nada es lo que es y lo hemos aceptado. Nos adaptamos. Somos humildes. Hacemos una reverencia y cambiamos cada día con una nueva versión electrónica. Presionamos un botón y nos actualizamos. Vivan la inestabilidad y el progreso.

¿Qué pasará con los dedos?

¿Recuperarán su multiuso?

Porque ya se está borrando su carácter de identificación.

Las huellas digitales peligran.

De tanto usarlas.

Su unicidad.

Su originalidad.

Han pasado a la historia.

Las edades se han modificado. Ya no son infancia, juventud, madurez, vejez. Hay que agregar la de metavejez y el transaprendizaje que acarrea. Sobre todo de los dedos para que no pierdan su entretenido poder de presionar y presionar botones y teclas.

Después de todo, es la comodidad la que prevalece. El no tener que levantarse del asiento frente a las máquinas. La inmovilidad. El sedentarismo. La pereza sobre todas las cosas.

Por eso, el día que se estropeen las máquinas no quisiera estar ahí.

*Imagen de Alan Levine

 

Angelina Muñiz Huberman es autora de más de 50 libros. Ha ganado el Premio Xavier Villaurrutia ,  el Premio Sor Juana Inés de la Cruz el Premio José Fuentes Mares, Magda Donato, Woman of Valor Award, Manuel Levinsky, Universidad Nacional de México, Protagonista de la Literatura Mexicana, Orden de Isabel la Católica, Premio Nacional de Lingüística y Literatura 2018, entre otros.

 

 

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Posted: August 28, 2022 at 4:50 pm

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