El hombre que cayó a la tierra
Ricardo Pohlenz
El hombre que cayó a la tierra (y pasó de largo como un tren con horario)
El problema no es la selva oscura con la que te topas cuando cumples cuarenta. La metáfora del trayecto (o del transcurso) que te lleva hasta ahí es la de un coche en eterno paseo por la carretera, que sigue, supongo, mientras haya gasolina, hasta cumplir el invierno de nuestro descontento. Una referencia se pega a la otra como moscas que se posan y se desposan (por hacer un juego de palabras) hasta que no, pegadas al papel engomado, inmóviles en su aleteo. El novelista gringo Rick Moody, se fascinó con The Next Day al punto de que la consideró una obra maestra “notable” e “impredecible” –según sus propios adjetivos– que sonaba como nada más estaba sonando en 2013 y que venía a compendiar el sonido que había caracterizado –de una estación a la siguiente– al Bowie de los últimos veinte años. Moody logró convencer a David Bowie (no sabe bien cómo) que le proveyera con un diagrama del proceso del álbum: lo que recibió fue una lista de palabras –sin mayores comentarios– dispuesta en doble espacio. Moody anota que entre las palabras estaba ctónico, que apela a las deidades del inframundo griego (y por ende, a todos los inframundos que vinieron después) y que, por coincidencia, es una de sus palabras favoritas, y que Bowie –según sugiere– usa con el permiso que le da haber estado al borde de la muerte.
Moody no podía saber en ese momento, dada la gran discreción que mantuvo Bowie respecto de su vida privada, de la enfermedad que lo estaba consumiendo (y que lo llevó a inventarse una segunda parte para El hombre que cayó a la tierra) a partir de la pregunta: ¿qué hace alguien que envejece sin la posibilidad que llegar a morirse? Esto dio pie a Blackstar, álbum que se lanzó el 8 de enero, día de su cumpleaños con el video de su sencillo, Lazarus, dos días antes de su muerte por cáncer de hígado. Tenía 69 años.
Estos dos hechos contradictorios –la salida del nuevo álbum y su muerte– se empalman en la evidencia de un presente inexorable que nos atraviesa (o con el que corremos, sea como maratonistas o como paseante en automóvil); uno servía de consuelo, daba barniz al trajín diario, que repetía todo lo nuevo hasta la saciedad y con el que nos consolamos con cierto desdén: un nuevo álbum de David Bowie que vendría a actualizarlo, reinventarlo, decirlo según fuera a donde apuntara la veleta del zeitgeist; y el otro, apenas cuarenta y ocho después, lo desdecía con la noticia de su muerte, que se convertía en un acontecimiento personal e íntimo para todos aquellos que –como Moody y Crichtley– vivían una vida iluminada por las sinécdoques vivenciales/conceptuales de Bowie.
El video del primer sencillo cobraba un sentido distinto, tan alevoso como premeditado: Bowie con el semblante vendado, con cámaras digitales por ojos, como actualización del moderno prometeo, del muerto resucitado, del zombi eléctrico. Bowie nos cantaba desde más allá de la muerte, a mitad de camino entre la desesperación y la resignación, con ese angst con el que los manieristas modernos supieron capturar con la cámara lenta. Las redes sociales fueron la pared en blanco para las palabras mudas de los cientos de miles que lo habían hecho suyo y que se sentían dispuestos a compartir su dolor y descrédito: no somos nada.
Ese “hacerlo suyo”, ese “convertirlo en algo personal” es de lo que parte Critchley para escribir sobre Bowie. Su primera referencia es una cena frente a la tele con la madre viendo “Top of the Pops” en junio de 1972, cuando Bowie aparece en escena con el pelo rojo y vestido con mallones multicolores. Días después, su madre compró el sencillo porque le gustó la rola y el pelo de Bowie (había sido peluquera en Liverpool). El lado B traía “Suffragate City” cuya excitación física, según describe Critchley (no hace distinción entre lo que oye y lo que siente), era prácticamente insoportable. Lo lleva a una conciencia de sí mismo y de su sexualidad. (Quedan untados en este sándwich las ideas de varios pensadores franceses).
La muerte de la madre en diciembre de 2015 cierra como final de novela –que he venido a revelar prematuramente– este cuaderno que reflexiona sobre la verdad que se crea entre mundo y artista a partir de las convenciones de una realidad que se erige como pabellón de saltimbanquis para la permanencia del momento, pero también de la muerte; no sólo sobre la fugacidad de la existencia (que se conjura con cada nuevo avatar) sino del sentido que toma –siempre a título personal– de golpe, y muchas veces, más allá de lenguaje. Critchley, quien de por sí es un heideggeriano extremo, no deja de insistir en ello, frente al hilo plateado que une las encarnaciones consecutivas de Bowie, que brillan como un empecinamiento para una actualidad (que no una novedad) frente al paso inexorable del tiempo en el desierto de lo trivial. No quiero sonar cruel pero este sentido de actualidad que nos dio Bowie nos lo dan ahora los programas de nuestra computadora, siempre dispuestos a ser mejores o, al menos, distintos de lo que han sido antes. No es gratuito –nada lo es en este atado de mínimas consideraciones de lo fútil frente a lo trascendental– que Critchley cite –una como consecuencia de otra o las dos como afirmación de lo mismo– lo que constituye la realidad televisada, según Warhol. Algo que el disparo de Valerie Solanas y los versos de Bowie vinieron a confirmar: “Warhol, la gran pantalla / es imposible distinguir una de otra.”
Critchley reniega de la idea de la vida –o al menos, la memoria que tenemos de ella– como una gran unidad narrativa, recurre a Hume y su imagen de la ropa sucia tirada en los cuartos de la memoria. Bowie consiguió trazar un mapa en esa casona enorme (para seguir con el símil) que sustituye y no, a su propia vida (que escapa o, mejor dicho, se escurre en las omisiones). No tiene que evocarlo ni reinventarlo, el material existe de por sí para ser editado. Critchley recurre al mapa visual –a la vida en imágenes- de David Bowie para recortar y pegar sus propios recuerdos (en honor al recurso formal heredado de Burroughs que usaba Bowie al escribir sus letras, para describir y representar un estado (o estadio) en el mundo, sus alcances y posibilidades, su belleza siempre transitoria y siempre dispuesta a repetirse, y sus múltiples discusiones y derivaciones.
Rick Moody le reprochó que no le gustará tanto Lodger como Low o Heroes, de lo que surgió una larga discusión (que puede ser consultada en línea). Yo mismo tengo una historia con Bowie (que me ayuda también a recoger la ropa sucia dentro de mi cabeza) y un encuentro con él, hace veinte años, gracias a un gran amigo mío que trabajaba en la extinta BMG. Pero eso es otra historia, tan particular como llena de generalidades que sigo guardándome hasta ahora.
Ricardo Pohlenz es escritor, poeta y crítico. Ha colaborado en diversas publicaciones, entre las que destacan Flash Art, Art Nexus, Vuelta, Letras Libres, Errr, Icónica, Mula Blanca, entre otras. Es autor del libro de relatos Lounge, los libros de poemas El azul del cielo, Cetacea y Bac Kga Mon y el libro de varia invención La vocación de submarino. Conduce el programa “La vocación renacentista del mil usos” en radio.centrocultura,digital.mx e imparte el Taller de poesía visual en Taller Prosperidad.
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Posted: May 23, 2017 at 9:54 pm