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Una mujer violenta y pura

Una mujer violenta y pura

María Paz Amaro

Camino sola en un vasto paisaje.
Hace bueno. Pero no hay sol. No hay hora.
Desde hace tiempo, ni un amigo, ni un transeúnte. Camino sola.
Hablo sola.

Dora Maar

A fines de este mes concluirá la más grande retrospectiva que se le ha hecho a Dora Maar en el país donde nació, murió y vivió la mayor parte de su vida (un pequeño paréntesis transcurre en Buenos Aires durante los primeros años de su infancia y adolescencia a razón del trabajo de su padre, croata de origen y arquitecto de profesión). Tras su muerte, el misterioso legado de su herencia ―que incluía tanto cuadros y dibujos de Picasso como regalos hechos por él a la que fue su amante por décadas, además de sus propias fotografías y pinturas sumadas a una biblioteca en la que destacaban libros dedicados de manos de los principales miembros de la élite vanguardista de la primera mitad del siglo XX― fue extrañamente disperso entre parientes lejanos del ala paterna, subastas de arte e individuos anónimos de los que se sospecha eran miembros de la orden religiosa benedictina a la que Maar profesó la devoción de sus últimos años dentro de un solemne retiro en el total anonimato, a reserva de escasas visitas y una rutina sencilla que incluía la asistencia diaria a una misa matutina.

Assia nue sur le dos 1935

Con todo y que han sido muchos los autores, especialistas e investigadores que se han dado a la tarea de elucubrar alrededor de la vida de la fotógrafa y pintora, tal parece que su vida seguirá siendo un enigma, en parte porque fue ella quien así lo decidió. El Centre Pompidou logró reunir alrededor de cuatrocientas piezas y documentos propiedad de ochenta mecenas distribuidos entre museos y coleccionistas privados. Probablemente la suerte de su nombre en términos artísticos estaría más inclinada a recordar la pobre fortuna en vida de Camille Claudel, que a la estrella más venturosa de artistas contemporáneas a ella como Lee Miller, musa y fotógrafa vanguardista cercanísima al círculo amistoso de Maar, al igual que Nusch, modelo de aquellos artistas y esposa de Paul Éluard, o Jacqueline Lamba, mujer de André Breton. Todas ellas y muchos más fueron fotografiados por Dora Maar en un recuento que deviene testimonio invaluable de una época que sólo es capaz de describirse una vez que estas imágenes se acomodan como piezas de rompecabezas dispersos entre documentos, obras de arte perdidas y luego recuperadas, y testimonios a veces celosos, vengativos o manipulados por los miembros de la intelligentsia vanguardista y los individuos más cercanos a ellos. Insisto en sustituir vanguardia por surrealismo, cubismo o cualquiera de los membretes, pues desde muy joven el nombre de Dora Maar estuvo unido a fotógrafos, escritores, cineastas, pintores, críticos o intelectuales de la talla de Georges Bataille, de quien se presume fue su amante. Listados de personajes allegados a ella ya han sido hechos en una suerte de interpretación biográfica como la que hiciera Alicia Dujovne Ortiz, o la novela de Zoé Valdés, basada en la relación que sostuvo Dora Maar con Picasso (La mujer que llora). En mi opinión, ninguna le hará la debida justicia. Al leerlas, noveladas o no, me da la impresión de que el reto nunca fue superado ante la falta de evidencias y escasas pistas acerca de su talante o sus relaciones, resumidas en una glosa de escritores que aprovecharon, como en el caso de Frida Kahlo, su nombre para producir un bestseller. Seguramente deben existir textos académicos o investigaciones más serias a propósito de su producción disímil y a ellos es adonde habría que dirigirse en la búsqueda de rastros que expliquen su obra, más allá de los chismes que rodearon su vida, imposibles de verificar.

Quizá lo más importante que expresa esta gran exposición es la insistencia en reivindicar a estas artistas mujeres en los tristes tiempos del #MeToo, pues Dora Maar deja de ser la amante de Picasso, Bataille o cualquier otro si miramos con detenimiento sus fotografías preñadas de un solipsismo decantado en distintas variantes. Pienso en Père Ubu (1936) destinado a convertirse en uno de los íconos del movimiento surrealista, o bien, el juego espacial al que nos confronta la fotógrafa en Le simulateur (1936), que recuerda los espacios metafísicos de Giorgio de Chirico o aquellos que también imaginara Remedios Varo; una foto que desafía las posibilidades del collage en Jeux interdits (1935), misma que me hace recordar ciertos atisbos de una incipiente noción de género enredada en los juegos de la imagen de una época marcada por la misoginia, presente en artistas contemporáneas a Maar como Hannah Höch pese a que, seguramente, no se conocieron en persona ni descubrieron sus fotos de manera mutua y en el momento preciso por razones de geografía o porque la Segunda Guerra Mundial arrasaba Europa. Höch y Maar probablemente no llegaron a encontrase, pero es factible que con Claude Cahun sí según se deduce de los retratos de ambas en momentos distintos de la pareja hecha por Breton y Lamba. Maar también fotografió a Frida Kahlo durante su estadía en la casa de los Breton y, con todo y que el registro que hiciera con ayuda de su cámara posee la fuerza creativa y beligerante de los personajes de entonces, las composiciones que la ponen a la cabeza de la vanguardia son aquellas como Sans Titre (Main-coquillage, 1934), en la que una mano femenina emerge de una concha marina como si fuera un capullo cuya fuerza simbólica del poder de lo creativo recuerda Las manos de Dios, de Rodin, sólo que, a diferencia de esta escultura, el extraño fetiche mencionado tiende a caer ineludiblemente en un abismo de nubes en lo que podría interpretarse como el paso al vacío y a la eternidad misma. Otra de 1936 que no lleva título se conforma del perfil y el frente fragmentados de un rostro femenino que apela tanto a la fascinación surrealista por los maniquíes, pero también a una identidad confusa. Sorprende que esta misma operación aluda también a una suerte de unheimlich visible en la serie del fotógrafo contemporáneo Joaquim Schmid, quien decide unir las dos mitades rasgadas de una serie de retratos que compró a un fotógrafo poco antes de que cerrara su estudio. Si Schmid llegó a conocer la foto mencionada de Dora Maar antes de realizar dicha serie o se trata de una singular coincidencia, la respuesta queda pendiente.

Man Ray, Portrait of Dora Maar, 1936

A la par de sus fotografías están también los retratos que la hicieron leyenda, como el de Man Ray, en la que Dora Maar, obsesiva aficionada a sombreros y tocados estrafalarios, posa con un penacho indio. O el de Brassaï, ubicado en el estudio de ella, quien mira hacia un horizonte inexistente entre atriles, lienzos y la jaula de sus pájaros que inundaban su soledad de la única música que permitían sus oídos: una de orden animal. Otras conocidas son las más convencionales y fáciles de hallar en internet, realizadas por Rosa Klein y usadas sobre todo para portadas de libros. En ninguna de las anteriores ríe, tampoco cuando se la fotografía en compañía de Picasso. La mueca seria es casi siempre la misma, la boca más o menos entreabierta, con una boquilla extralarga que acerca a su rostro, captada por Izis. Quizá esa falta de expresividad se utilizó para hacer aún más grande la leyenda alrededor del sufrimiento que, en apariencia, se transformó en locura y, más tarde, en devoción religiosa. A dicha leyenda contribuyó la pintura que Picasso le hiciera y titulara La mujer que llora (1937). Tal y como en Les demoiselles d’Avignon, el mito ronda a ambas, ya sea porque se trate de verdaderas señoritas, de prostitutas o de un conjuro que ahuyente las enfermedades venéreas a la par que un homenaje velado a Cézanne en la naturaleza muerta central que es también el símbolo erótico por excelencia. De La mujer que llora se ha dicho mucho; hay quienes reconocen el lamento de una madre ante la guerra civil española pero también se ha interpretado como una venganza personal de aquello que representa la figura de Dora Maar en la cabeza del pintor, pues se dice que, a diferencia del resto de las mujeres que acompañaron la vida sexual y sentimental de Picasso, era ella la más inteligente y también la más rebelde.

La exposición del Pompidou exhibe los primeros cuadros que, claramente, fueron hechos por Dora Maar influida por Picasso. Más adelante pintará paisajes casi abstractos, meras interpretaciones de la forma en cómo se mueve el viento y cómo los árboles arañan las paredes, en palabras de Alicia Dujovne. Si me dieran a elegir, me quedo con sus fotografías. Tal parece ser que su incursión en la pintura sirvió para que Picasso la despreciara aún más, con todo y que la serie que hace Maar sobre el proceso del Guernica es hoy un documento probablemente equiparable al registro que inmortalizara el action painting de Jackson Pollock para la revista Life. Parte de la experimentación relativa a la serie fotográfica del Guernica intentó estar a medio camino entre la fotografía y la pintura, antecedente a la par de los fotograbados que más adelante hará ella. Picasso trabajará sobre placas transparentes que dejarán su huella en la película sensible. Su aspecto fantasmal recuerda los rayogramas de Man Ray y otros de la misma Maar.

La artista era admirada por Cartier-Bresson, apenas un año más joven que ella y con quien coincidió en las primeras etapas fotográficas cuando ambos estudiaban en el atelier de André Lhote. También lo era por su gran amigo Paul Éluard, y Brassaï la reconocía como un fuerte contrincante. Se dice que Picasso guardaba unos guantes manchados con su sangre y que, en una crisis nerviosa que la llevó al borde de la locura, Jacques Lacan, entonces casado con Sylvia Maklés, que también fuera ex mujer de Bataille, la internó y le mandó sesiones de electrochoques. Pero nada se ha podido comprobar respecto de su supuesta locura, patente en la aparente reclusión de sus últimos años y en el habitual semblante con el que siempre aparece en sus retratos. Puede ser que, por ello, se le tachó de loca o de violenta al no sonreír ni comportarse como se esperaría de una mujer que nació para ser inspiración de otros; al no ser tan grácil ni ligera como Nusch o como Ady Fidelin, la modelo y bailarina mulata que arrobó el corazón de Man Ray. El mote de musa siempre le quedó corto pues en su gesto reclama ser reconocida como artista: una mujer de sueños secretos y mirada a veces distraída que, como en una de sus mejores fotos (L’ évènement, 1936), porta una estrella como cabeza.

 

*Imágenes publicadas con el permiso del Centro Pompidou

 

María Paz Amaro (Santiago de Chile, 1971) madre, profesora, historiadora del arte y escritora (en orden indistinto). Su Twitter es @mariaenpaz

 

 

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Posted: July 17, 2019 at 9:49 pm

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