Flashback
El peso de la memoria Cabrera Infante, una recuperación milagrosa

El peso de la memoria Cabrera Infante, una recuperación milagrosa

Ernesto Hernández Busto

Hace más de diez años, la revista Vuelta publicó una reseña mía de Ella cantaba boleros en la que me atreví a criticar el reciclaje editorial al que Cabrera Infante había condenado a sus lectores desde mediados de los años ochenta. Aunque la reseña era el ejercicio de un admirador, o más bien, la queja entusiasta de un purista que reclamaba al autor y a su editorial por obligarnos a leer por partes dos novelas ya publicadas y perfectas, la verdad es que a Cabrera mi nota no le cayó nada bien. Alguna gente se le quejó en su nombre a Paz, y para colmo, la sucursal mexicana de Alfaguara amenazó con sacar su publicidad de la revista. Resultado: me pasé como seis meses castigado, en el limbo al que iban a parar los críticos más díscolos de la hoy legendaria publicación mexicana. En aquel momento, alguna gente también objetó mi nota con razones literarias: a un escritor cuyos tonos dominantes eran la parodia, la cita y el pastiche era absurdo exigirle que no dictara su propia metaliteratura, que no jugara a recomponer fragmentos de sus libros en un legítimo work-in-backness —que hacía feliz, además, a sus agentes y editores. Aquellos críticos leían una obra como quien disecciona un cadáver, listo para el copy&paste, el arte de la combinatoria, las antologías temáticas y demás infantiadas. Desde estonces, me quedó la impresión (o el resabio) de que Cabrera Infante ya había dejado escrito en dos libros clásicos (La Habana para un infante difunto y Tres tristes tigres) todo lo que tenía que decir para el arte de la novela. La suya era una obra cerrada, y —lo he dicho más de una vez—, sin ningún heredero visible. De ahí mi desconfianza ante la noticia de varias novelas inéditas, que aguardaban en un cajón londinense su revisión definitiva. En una literatura como la cubana, con tan pocas obras maestras póstumas, la metáfora del skeleton in the cupboard suele disfrazar la maldición de la esterilidad: ¿de qué podría hablar Cabrera Infante, después de haber cumplido su ejemplar trayecto, vital y literario? No había, no podía haber, revelación póstuma que igualase sus dos mejores libros, tras los cuales ya se vislumbraba un mundo y un lenguaje perdido, que parecían irrecuperables tras un exilio de treinta años. Pero los grandes escritores son grandes, entre otras cosas, por su capacidad para escapar a todas las predicciones críticas, incluso a las más razonables. He terminado de leer La ninfa inconstante con la incómoda sensación de que le debía una disculpa a Cabrera Infante, la disculpa del crítico escéptico que no tiene más remedio que rendirse ante la evidencia de una nueva obra maestra. Puro trabajo de memoria, nueva saga en la que vuelven a mezclarse los grandes temas del escritor (el amor, la ciudad, la música, el cine), trama perfecta y, por supuesto, original. La sinopsis: un narrador que sólo puede ser aquel que imaginamos conoce una tarde de junio de 1957 a una rubia (“una rubita”, más bien) que ha ido a pedir trabajo a una de las muchas oficinas de La Rampa. Es un encuentro fugaz, una visión punteada por un par de frases insignificantes, pero deja una impresión tan definitiva que el narrador, a mitad del camino de su jornada habitual, abandona a su inseparable Branly y decide regresar en pos de una cita romántica. La consigue, se empiezan a ver, a esconder; ella le propone que mate a su madre, él se niega. Es una pasión con tintes de novela negra, el itinerario de un nympholeptos, un cazador cazado que se sumerge poco a poco en ese elemento acuático y devorador que identifica a las ninfas mitológicas. El día que Estela Morris (esa Estelita que rima con Lolita y que tanto nos recuerda el personaje del cuento “Ostras interrogadas”) cumple dieciséis, el cazador y su presa se van a una posada, y a partir de entonces todo es fuga. Ella se ha escapado de casa; él abandona a su esposa y casi comienza una vida nueva, hecha de seguimientos, citas y celos. Mientras, en segundo plano (toda la trama es visualmente cinematográfica, aunque con diálogos que no avalaría ningún productor en sus cabales) desfila toda la Habana de la época: la Rampa deslumbrante, donde yace varado, como una gran ballena de concreto, el edificio de Radiocentro; la redacción de Carteles; los horóscopos del profesor Carbell; fondas y restaurantes; los boleros eternos; la publicidad; casas de citas convertidas en cazas de citas y la política convertida en un ruido de fondo. Luego, tenemos el desamor; o más bien, esa forma de desamor provocada por el descubrimiento de una personalidad que encarna el más absoluto e inane de los nihilismos, ese que sólo puede brotar de una ninfa con dieciséis años recién cumplidos. Hay también el perpetuo ejercicio de unos diálogos milimétricamente sincronizados que reflejan el funcionamiento oral (en el vacío) de un aspirante a escritor, un perpetuum mobile lingüístico, una cadena interminable de citas fabricadas para la amada, que es bruta como una tapia y se la pasa apabullada ante el afán por el divertimento, que ella confunde con la alta cultura “de veras”. Hay momentos de esta trama que me recordaron la historia de Sergio-Corrieri, el protagonista de Memorias del subdesarrollo, y su aventura con la jovencísima Elena (personaje que interpreta Daisy Granados). Y no sólo por el entorno bullicioso de La Rampa, sino también por el estupor del amante frente a la ninfa, personaje peligroso, como se verá a la larga. (Curiosamente, Titón y su esposa, Olga Andreu, aparecen con sus nombres en una de las escenas de esta novela, llena de claves pero ajena a los pseudónimos porque está escrita desde la posteridad, desde el recuerdo de unos muertos, incluyendo a la Estela protagonista, a los que ya nada puede hacerles daño). Otra de las claves de la protagonista la da el propio narrador, cuando nos dice que le recuerda a la Julieta de Y Dios creó a la mujer, la película de Roger Vadim. Ninfa y cazador, rodeados de inolvidables personajes secundarios y oportunas digresiones, pasean por La Habana como piezas de un juego de Go; una mirada retrospectiva (la que el narrador ha iniciado al enterarse de la muerte de su personaje) los convierte en piezas de un destino, que es una de las palabras clave de ese juego. Así, la novela es también una reflexión lúdica sobre los poderes de la memoria y el peso de un momento que puede cambiar una vida para siempre. Luego vendrá el final del capricho, los reencuentros, la desaparición de Estela y su reaparición como lesbiana con más vocabulario, en unos diálogos que parecen una mezcla de Maupassant con Antonioni. La estela de Estelita, un amor de tres meses y un recuerdo de toda una vida, da para mucho, hasta para una interesante reflexión confesional sobre el peso de la memoria en un país mestizo:

Participo de la paranoia nacional y aun de la esquizofrenia nativa de haber sido un país esclavista que se convirtió en una nación mulata con el negro como recuerdo del esclavo: el país se hizo todo mestizo. Hay una frase acerca de la identidad racial que pregunta: “Y tu abuela, ¿dónde está?”, inquiriendo sobre la raza no sólo del cuestionado sino del que pregunta: la abuela nacional es la escondida. Lo peligroso del esclavo es que puede llegar a liberarse. Lo peligroso del cubano es que es un esclavo liberado.

“Todo pasa en el recuerdo”, dice el narrador, casi al final del libro. Y esa frase, bífida en su polisemia, es también la clave de la novela. La ninfa ha sido siempre el heraldo de una forma de conocimiento, tan antigua como riesgosa: la posesión. Amor intermitente, perpetuo coito interrumpido por fuegos verbales de artificio. Vista desde el exilio, desde la bruma londinense que despierta el recuerdo de la ciudad perdida, la ninfa es también el vehículo de una recuperación casi milagrosa, que vence a la muerte y nos devuelve a uno de nuestros más grandes escritores en estado puro.

– Ernesto Hernández Busto. Escritor cubano radicado en Barcelona. Fue colaborador de la revista Vuelta. Con su libro Perfiles derechos (Península, 2000), obtuvo el III Premio de Ensayo Casa de América.


Posted: April 16, 2012 at 7:02 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *