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El retorno de los vivos
COLUMN/COLUMNA

El retorno de los vivos

Alberto Chimal

La siguiente es una historia antigua: de antes de que se declarara la pandemia del coronavirus.

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El reporte apareció a comienzos de 2020: una mujer surcoreana, Jang Ji-sung, se “reunió” con su hija, Na-yeon, muerta de leucemia en 2016. Lo hizo mediante realidad virtual. Todo fue grabado en un documental televisivo –cuyo título en inglés, Meeting You, fue el más difundido– emitido el 6 de febrero por la televisora MBC de Corea del Sur.

Es probable que quien lea esta nota haya visto –y olvidado– el fragmento del documental publicado en YouTube, o los extractos que hicieron de él las cadenas y sitios de noticias. Por si hace falta, aquí va una descripción. Con un visor de realidad virtual puesto en la cabeza, Jang camina por un escenario vacío y verde, de los utilizados para grabar escenas de efectos digitales. Una vista de un parque, generada por computadora, se proyecta en la pantalla del visor, de modo que responda a los movimientos de Jang y se vea como un entorno en el que ella realmente se encontrara. El mismo escenario se combina (en otro ángulo, desde otro punto de vista calculado aparte y actualizado en tiempo real) con las imágenes de la mujer que toma un camarógrafo. De esta manera los realizadores del documental pueden hacer cortes entre el ambiente virtual que Jang ve y la propia Jang “vista” desde afuera en el mismo “sitio”.

Luego aparece Na-yeon, o mejor dicho una imagen digital –de calidad un tanto menor que la usual en las películas de Hollywood–, generada mediante una combinación de video de la niña, tomado antes de su muerte, modelación digital y capturas de movimiento de una actriz. La mujer se acerca a la imagen: hace como que la acaricia aunque, por supuesto, la imagen es intangible. “Mamá”, dice la imagen, y la mujer –que usa un relicario con cenizas de la niña, lleva tatuado su nombre, evidentemente no ha logrado superar su pérdida– se conmueve casi hasta las lágrimas.

La imagen no es precisamente interactiva: al menos la mayoría de sus movimientos y parlamentos está pregrabada, pero el video, que incluye las reacciones de Jang Ji-sung en varios planos más abiertos, da para varios momentos de los que el cine nos ha enseñado a interpretar como de ternura, nostalgia, consuelo o las tres cosas al mismo tiempo. Al término del documental, la madre –más alterada que al comienzo por la experiencia que está viviendo– habla a la imagen entre sollozos; escucha decir a la imagen que la querrá por siempre; ve desaparecer a la “niña” en un resplandor blanco y observa a una mariposa brillante, que se va volando.

Se supone que el objetivo de semejante despliegue tecnológico, demasiado costoso aún para comercializarse masivamente, es terapéutico: ofrecer una posibilidad de cierre a personas que hayan perdido a un ser amado. Sé que no soy el único a quien le pareció un acto obsceno: una forma de aprovecharse del dolor auténtico de una persona, exhibiéndolo ante el mundo para ganar puntos de rating y promover la tecnología de animación digital y realidad virtual. En las redes, el tono cursi del documental de MBC fue repetido por todas partes de la manera más oportunista. Aunque el contenido de las notas no era siempre tan estridente como sus titulares, su reclamo era siempre morboso, o peor, deliberadamente deshonesto, como el de los astrólogos o los vendedores de productos milagro. Por ejemplo, una nota en castellano estaba titulada “Vuelve a abrazar a su hija fallecida gracias a las nuevas tecnologías”: en el cuerpo del texto, la palabra “reunirse” aparecía entre comillas –para indicar que la niña muerta sigue muerta, que la madre no se reunió con nadie– pero ¿quién se molesta en leer las notas más allá de su título sensacional?

Puro clickbait, en fin, del que se supone que debemos ser capaces de juzgar por nuestra propia cuenta en sociedades que no enseñan habilidades de lectura crítica en línea, entornos informativos que no castigan la desinformación y culturas digitales donde la ironía implícita se confunde, frecuentemente, con la superstición o el fanatismo.

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Ahora estamos viviendo en otra época de la Historia, o por lo menos presenciando otro de sus puntos de inflexión: otro 11 de septiembre de 2001, digamos, aunque en cámara lenta, con muchos más muertos, cobertura mediática más obsesiva y consecuencias que quizá sean aún más vastas y más espantosas. La historia de la falsa resurrección de la niña coreana parece remota, irrelevante. No habrá mejor momento que ahora para regresar a ella.

Por ejemplo, sería interesante averiguar cuántas personas se encontraron por primera vez con la idea de usar la tecnología para “traer de vuelta” a los muertos con la historia de Jang Ji-sung, porque no es nueva. Más aún, tiene precursores numerosos. El texto literario más antiguo que se conserva, el Poema de Gilgamesh, ya contiene los temas de la angustia ante la muerte y la búsqueda de una forma de combatirla o evitarla. La idea de la resurrección es una de las bases de las religiones cristianas. Y la llegada del pensamiento racionalista y los conceptos modernos de ciencia y técnica trajo la innovación –para la ficción occidental– de que una obra estrictamente humana pudiera emplearse en vez de la magia o la intervención divina para lograr el mismo resultado milagroso. Así ocurre en Frankenstein de Mary Shelley, la primera y más importante precursora de la narrativa especulativa contemporánea, cuyo protagonista es capaz de animar un cuerpo fabricado con trozos de cadáveres por medio de la electricidad.

El único elemento que faltaba para que la cultura occidental pudiera engendrar un mito o meme como el “fantasma” de Na-Yeon, y darle sentido (al menos por un tiempo) dentro de los medios actuales, es también el único que proviene de una época posterior al siglo XIX: la noción del simulacro, la imagen o representación que sobrepuja a la cosa representada y ocupa su lugar. Aunque ahora podemos decir que el simulacro como tema es antiguo también –se puede pensar, entre otras historias, en el mito griego de Pigmalión y Galatea: la estatua que literalmente se vuelve humana–, sólo hasta que Jean Baudrillard formuló el concepto en su Cultura y simulacro (1978) se pudo dar nombre al fenómeno y releer obras del pasado en busca de objetos artificiales que sustituyeran a aquello que imitaban. Esta relectura muestra que nos hizo falta abrazar el progreso tecnológico como algo positivo antes de poder empezar siquiera a plantearnos preguntas sobre los límites entre la mente y el cuerpo humanos y aquello que creaban. Una característica esencial de las sociedades sometidas a los simulacros –la voluntad de ceder a la copia y hacer a un lado el original, de diluir o falsear una conciencia preexistente de lo real– se empieza a ver en realidad hasta libros como La Eva futura de Villiers de l’Isle Adam (1886). En esta novela, el inventor de una muñeca de metal y caucho –descrita con gran detalle y llamada una androide, palabra inventada por Villiers– logra convencer a un rico patrocinador de que su creación tendrá un “alma” sin ofrecerle prueba alguna. El libro se adelanta menos de un siglo al auge del simulacro en la cultura popular de occidente que llega con películas como Blade Runner (1982) de Ridley Scott, basada a su vez en una novela de Philip K. Dick, el narrador más influyente entre quienes trataron el asunto en la segunda mitad del siglo XX.

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Incluso ahora, en el tiempo de la pandemia, la única transformación significativa del simulacro está en cómo se ha popularizado y reforzado. Con frecuencia es un acto de rendición ante una sociedad indiferente o poderes fácticos voraces…, aunque se disfrace, igual que en Meeting You, de sentimentalismo. Ya estamos lejos, incluso, de los esfuerzos del cínico policía Rick Deckard –personaje de Dick y Scott– por detectar y eliminar replicantes, androides que sólo se diferencian de los humanos debido a su falta de empatía. Por el contrario, obras más recientes como la película Ex Machina (2015) de Alex Garland muestran a personajes enamorados del simulacro, conscientes de que las máquinas de aspecto humano y las simulaciones intangibles con las que se relacionan no son realmente seres humanos, pero igual dispuestos a hacer a un lado ese detalle insignificante. El texto de muchas notas basura sobre Jang Ji-sung admitía que ella estaba feliz de “volver” con su hija aunque en el fondo supiera que aquello no era un cuerpo, ni siquiera un fantasma, sino una imagen, y la experiencia que vivía equivalía, en el fondo, a repasar un álbum de fotos o ver un video casero de la niña muerta. La frontera entre el autoengaño y el uso terapéutico es difícil de trazar y a muchas personas, se diría, tampoco les interesa hacerlo.

Un cuento mexicano está claramente de un lado de esa línea divisoria. “Soñarán en el jardín” de Gabriela Damián –ganador en 2018 del Otherwise Award para narraciones de ficción especulativa con perspectiva de género– imagina un futuro en el que hologramas parlantes de víctimas de feminicidios se crean con propósitos educativos: colocadas en un jardín que hace las veces de monumento, las imágenes sirven para recordar los crímenes del pasado en un mundo en el que la acción social de las mujeres ya ha conseguido erradicarlos. Sin embargo, el texto deja claro que las imágenes no son las mujeres muertas, y quienes van al jardín a aprender de ellas las observan con curiosidad o compasión, pero no creen encontrarse ante espíritus o cuerpos resucitados.

Del otro lado de la línea: en el otro extremo de la escala de la credulidad (o de la crueldad), se puede mencionar dos ejemplos todavía más terribles que Meeting You de “sanación” mediante el simulacro. Uno es de 2001: el final de Inteligencia artificial de Steven Spielberg, en el que un androide que cree ser un niño, llamado David (Haley Joel Osment), recibe la oportunidad de convivir durante un día con un simulacro de su “madre” –su primera propietaria–, muerta siglos atrás. Esta conclusión es fascinante porque sugiere un juego de espejos infinito, en el que los términos de la interacción habitual con el simulacro se invierten y la criatura artificial necesita su propia criatura artificial, hecha a imitación de un ser humano real pero desaparecido, irrecuperable. ¿Cuál de los dos es más falso, o menos irreal?

El segundo ejemplo está en otra novela anterior a Baudrillard: La invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares. Su protagonista, varado en una isla remota, la cree poblada por un grupo de turistas ricos que lo ignora, pero cerca del final descubre que todos ellos son simulacros, imágenes tridimensionales grabadas para repetir una y otra vez los movimientos de sus últimos días en la isla. El proceso de grabación fue, de hecho, lo que los mató (el inventor del proceso es un representante notable de la larga estirpe de los científicos locos). Como el protagonista se ha enamorado de una de las mujeres muertas, y no puede soportar vivir sin ella, elige morir también: grabarse a sí mismo fingiendo que interactúa con la imagen de la mujer, para que otros observadores crean que los dos se conocían y se amaban. La salvación misma es virtual: hecha para que otros la vean (y la envidien, se podría decir ahora, como las imágenes de vidas ideales en Instagram).

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Dicho lo anterior, es posible que hayamos vislumbrado un sentido distinto del simulacro en los últimos meses. Quizá no nos demos cuenta, o se nos olvide. Parece que el imperativo de los países que se “reabren”, ahora que ha “pasado” lo peor de la pandemia (¡no ha pasado!), es que todo vuelva a ser “como antes”, y que no volvamos a hablar de estos meses desagradables y angustiosos. Mejor aún, que no volvamos a pensar siquiera en ellos.

Muchas personas lo encontraremos difícil: estaremos más y más cerca del contagio, o veremos cómo tal o cual organización, creyéndose esclavista de otro siglo, empieza a presionarnos (peor aún: a presionar nuestros seres queridos) para regresar a trabajar en condiciones insalubres ya, ya, ya, para volver a ganar el dinero de antes o tan sólo para sentir que no tira el que ya tiene protegiendo vidas que le parecen poca cosa.

Pero no sé si nos quedará el recuerdo de las horas, días, semanas que pasamos –si estuvimos encerrados, desde luego; si tuvimos la suerte de tener electricidad– mirando retratos en movimiento en una pantalla: conferenciando con pixeles y ruidos salidos de altavoces. El tiempo en el que vimos a muchísimas personas sin ver realmente a nadie, ayudados por fantasmas tan dudosos como Na-yeon, e incluso de menor calidad, pero que se parecían a nuestras amistades, parientes, compañeros, amores. Los meses en que no volvieron los muertos, sino los vivos, atrapados por la enfermedad en lugares que parecían más remotos que el cielo y el infierno.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: July 7, 2020 at 9:05 pm

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