Elogio de la farra: CDMX
Gisela Kozak
La farra es propicia para observar la variedad del mundo desde el trago, la música y el baile, sobre todo cuando se tiene un gusto como el mío, culto, popular y masivo, en palabras del antropólogo Néstor García Canclini. La farra es cultura por cuanto se reflejan en ella las formas fraternas de la alegría. Como toda actividad humana implica graves peligros y contradicciones; asociada al alcohol y a las drogas puede ser letal cuando aparece la adicción. Los aztecas atribuían dioses al pulque y decían que las personas en estado de embriaguez descontrolada están poseídas por dioses pero son insufribles. La farra es un reto a la autocontención. Desde tiempos inmemoriales la danza, perder un poco la conciencia de sí mismo fundido el yo con el espíritu colectivo y sentirse seguro entre desconocidos o conocidos, asuntos propios del espíritu de la farra, forman parte de las libertades humanas. Si no hay farra a la libre fuera de los hogares algo pasa: un Estado teocrático, una invasión extranjera, toque de queda, pobreza extrema o una inseguridad personal atroz. La farra a la libre implica locales (modestos, medianos, lujosos); música sin límites estéticos; alcohol (aunque hay abstemios que no lo necesitan, lo cual está bien) y disposición a no meterse en líos. Ciudad de México-Tenochtitlan es lugar de multicultural farra, y, como se sabe, aquí bailan hasta los muertos como bien lo demostró José Guadalupe Posada. Hablo del creador de la maravillosa calaca, una calavera de lo más arreglada y pizpireta a quien Diego Rivera bautizaría como La Catrina.
Cuando visité México por primera vez en 1997, mi amiga mexicana Blanca Estela Domínguez me invitó a un sitio al que recuerdo como un cubo enorme en una edificación antigua cercana (creo) a Reforma. Jóvenes miembros de la marina se desnudaban, sin el menor pudor, y procedían públicamente a realizar faenas eróticas con las jóvenes que trabajaban en el lugar. Había también striptease masculino y femenino, exitoso en rechiflas y aplausos. Un público variopinto ocupaba las mesas, se quedaba de pie o bailaba; significaba todo un reto alcanzar los sanitarios no solo por el tamaño del local y el gentío sino por algunos varones dispuestos a pellizcar nalgas, sin consecuencia alguna pues en esa época las culpables de todo éramos las mujeres. Me contaron tiempo después que el dueño de La catorce (creo que así se llamaba) había sido asesinado de modo poco ortodoxo: le taladraron el cráneo. ¿Sería esta historia eso que hoy llamamos una “fake news”? No lo sé, en todo caso salvé la vida. Después de tan diabólica aventura, un sol esplendoroso encandiló a aquellas criaturas nocturnas, entre ellas yo, una muestra de que los pecadores alegres obtienen más fácilmente el perdón. Ciudad de México es mil ciudades y no es de extrañar que todos los registros humanos estén presentes. Una metrópoli de tal magnitud exhibe paraísos, infiernos y purgatorios, en los que todas las bellezas y agravios se mezclan. La catorce era la barra libre del infierno, no cabe duda.
En aquella oportunidad no conocí la vida lésbica de la ciudad. Recuerdo un lugar en la bellísima avenida Álvaro Obregón (¿?); estaba vacío y era tan desangelado que Mario Chagoya, un amigo mexicano ya fallecido, y yo decidimos no entrar. El fracasado intento era una cortesía del anfitrión, puesto que él era heterosexual al igual que mi amiga, la mencionada poeta Blanca Estela Domínguez, cuyos buenos oficios permitieron mi visita a la ciudad en aquella oportunidad y que hoy vive en Barcelona, España. Pero regresé de nuevo a México en el año 2010 como conferencista internacional del Primer Coloquio de Escrituras Sáficas, en la Universidad Nacional Autónoma de México. Mis amigas, la poeta Odette Alonso, además de las profesoras Elena Madrigal, gran bailarina de ritmos latinos, y María Elena Olivera, me llevaron a un local de la Zona Rosa, practicante activo de la no discriminación por condición alguna. La diversión más “refinada” ya se había mudado a Polanco, Roma o Condesa, por lo cual la Zona Rosa me recordó a la antigua Sabana Grande caraqueña. Comimos, bailamos, bebimos y cantamos largas horas. Danzar con mujeres y disfrutar de mariachis en vivo es manifestación del paraíso en la tierra para una caraqueña como yo que vivió hasta 2017 en una ciudad conservadora donde sí se discrimina por la orientación sexual en los bares. La velocidad que tenemos mexicanas y venezolanas para amistarnos, permitió confidencias entre dos mujeres con hijos que no sabían si revelar a estos su orientación sexual, asumida en la madurez. Recuerdo que ambas fumaban fuera del local y parecían conocerse desde niñas, aunque no se habían visto nunca antes de ese día y sin duda no volvieron a verse. Encontramos otras coincidencias con mi país: un mariachi enmascarado, cual peleador de lucha libre, había hecho una gira por Caracas, Maracay y Barquisimeto. Desde luego, el mariachi ya forma parte de la historia sonora de México pues la música popular ha buscado otros derroteros, pero su presencia en el imaginario popular y amoroso mexicano y latinoamericano no cesa.
Cuando emigramos Lynette y yo a la Ciudad de México en 2017 teníamos claro que las dificultades propias de los inmigrantes no eran compatibles con hábitos de farra propios de turistas, así que con cautela y sin apuro abordamos la inagotable vida nocturna. La noche se había convertido en nostalgia en Caracas y la oscuridad cundía por la ciudad desde muy temprano. Valía la pena recuperarla y lo hicimos con lentitud y sin temores, por más que algunos compatriotas y mexicanos nos alertaban sobre posibles peligros. Conocedoras de las dinámicas urbanas, las multitudes nocturnas en diversos rincones de la ciudad nos dieron a entender que con las precauciones adecuadas en cuanto a horarios, zonas y medios de transporte no había nada que temer, más allá de que siempre hay riesgos en megalópolis como la capital mexicana. Visitamos cantinas, entre ella el Tenampa, pero la primera farra de altura llegó un sábado en que casi llevé obligadas a Lynette y a mi amiga Ingrid Gómez, venezolana-colombiana residente en Chile, a Xochimilco. Odian el turismo para extranjeros y estaban renuentes a ir bajo la falsa premisa de que a Xochimilco no van mexicanos.
Después de unas carnitas michoacanas y unas cervezas tomamos una barca, suerte de Van acuática (una trajinera pagada por puesto, como un bus) para unos veinte pasajeros. Lynette e Ingrid miraban con curiosidad las trajineras con mariachis y, por sobre todo, las ocupadas por algunas solitarias parejas de turistas que no entendían nada y miraban sus teléfonos mientras los mariachis con cara de velorio interpretaban canciones. Los que no estaban de velorio eran unos jóvenes estudiantes que cantaban música de banda, acompañados por una pe(d)a que había empezado sin duda el día anterior y por una tableta con bocina. El resto de los pasajeros los miraba ora con complacencia, ora con burla, ora con severidad. La tarde transcurría y al rato empezamos a pedirle canciones a los estudiantes parranderos que con alcohólica amabilidad nos complacieron. Averiguamos entonces que media América Latina compartía viaje en nuestra nave: venezolanos, colombianos, panameños, guatemaltecos, chilangos y mexicanos de diversas regiones. La música de banda versiona canciones de otros países sin ningún prurito así que la armonía cundió mientras un torrente musical nos hacía abrazarnos, mirarnos con complicidad y saludar con estruendo y entusiasmo a las trajineras con parejas solitarias que no entendían nada. Aprovecharnos, además, el arte de los mariachis pagados por otros para nuestra propia diversión. Hasta amores sorprendentes hubo en aquella tarde en que Ingrid arrebató el corazón de uno de los estudiantes que le juraba haberse vuelto loco por ella. En una de esas en que yo dirigía con amplios movimientos de brazos un coro desafinado que cantaba “con dinero y sin dinero hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley”, Ingrid le reclamó al joven sus tonterías. Con firmeza nos dirigimos al pretendiente ebrio todos los pasajeros para exigir respeto, pero a mí se me ocurrió una solución expedita: “mijito, si sigues echando vaina, te lanzaremos al agua”. Inmediatamente resonó un colectivo: “al agua, al agua, al agua”, y el joven tomó en serio la amenaza. Superado el incidente la sólida barca aguantó que nos pusiéramos a bailar porro colombiano en el medio en muestra de fraternidad latinoamericana. Cuatro horas habíamos estado juntos y nos despedimos con agradecimiento de nuestros compañeros de viaje.
Agradecida quedé igualmente con Julieta Omaña, amiga venezolana residente en la CDMX, por haberme invitado a presentar su novela Nuestra señora de Caracas en el salón Barba Azul en Gutiérrez Nájera 291, Colonia Obrera. Entrar a aquel local decorado con imágenes al relieve del malvado Barba Azul y sus víctimas, con luces rojas, cotufas (palomitas) de botana y música caribeña a granel soltó mi lengua en aquella presentación en la que me acompañaron un escritor mexicano, Mauricio Molina, y uno venezolano, José Urriola. Presentar un libro sobre una historia de amor escandalosa en una pista de baile fue tan embriagador como el ron y la cerveza, los cuales corrían mientras el local se llenaba de un público distinto a los invitados a la presentación de la novela. Bailé salsa a placer con Lynette, José Luis Ávila y Jesús Torrivilla. Acepté una invitación a danzar chachachá de un maduro caballero que al saber que era extranjera me preguntó si quería saber lo que era un mexicano. Le dije: soy una mujer casada. La pregunta del caballero era digna de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.
Tan casada que cuando pasé el año nuevo del 2019 en La Cantina Tenampa, en la Plaza Garibaldi, me paré de la mesa sin miedo al ridículo a cantarle una serenata a Lynette con un mariachi estupendo mientras mi querido Luis Alberto Zerón grababa la escena. “Por haberte conocido doy gracias al cielo, doy gracias al cielo por haberte conocido”, cantaba yo bajo el mural de Chavela Vargas, propicia patrona para serenateras así sean desafinadas como esta servidora. Creo que no convencimos al mariachi de que “Moliendo café”, “Motivos” y “Caballo Viejo” son canciones de compositores venezolanos. De la cena recuerdo el mixiote de pavo pero más me gustó la pista de baile en la que gasté las suelas alegremente compartiendo el espacio con un gentío en el que destacaba una española que danzaba como si fuese una hija del Caribe, solitaria y feliz entre mexicanos y algunos turistas. Llamó nuestra atención una pareja estadounidense que por su edad y apariencia estuvo en el festival rockero de Woodstock y nunca salió de allí. Eran muy divertidos, sobre todo cuando hicieron su particular performance de “El Caballo Loco”, de Contacto Norte, pieza definida como perteneciente al género cumbia y merequetengue. Se armó un gigantesco trencito, del que Lynette (culta y popular más no masiva) se alejó como del demonio, pero Luis Alberto y yo nos entregamos al fragor sin prejuicios. A las doce tocaron “Las mañanitas” y luego el DJ se lanzó con el clásico “Yo no olvido el año viejo” y con “Caballo viejo”, de Simón Díaz. Diga lo que diga mi amigo el escritor mexicano Bruno Piché sobre alcoholes adulterados y demás peligros cantineros, digan lo que digan de la plaza Garibaldi (salpicada por algún tiroteo), quien ve la farra como cultura no debe perderse una noche en el Tenampa. Sí, aunque sea una vez, en honor a los ancestros y en honor a la noche, esas horas de la farra que nos quitó la revolución bolivariana a los venezolanos.
La farra no es solo alcohol (los borrachines no se acuerdan de las buenas farras por sus lagunas de memoria); la farra no es solamente baile (hay parranderos que tienen dos pies izquierdos); la farra no es solo oír cantar sino cantar en colectivo. En la farra perdemos el miedo a los demás, el miedo a la oscuridad, el miedo a los delincuentes. La farra es un estado del espíritu en el que la cultura nos hermana felizmente. En Venezuela la farra, esa diosa que llena las ciudades de gente en la noche, se ha retirado bajo la égida de Nicolás Maduro. La delincuencia, la falta de agua y luz, la pobreza, la inseguridad, la falta de transporte público alejan la farra. Claro, siempre hay alguna en un lugar lleno de corruptos que pagan fortunas por un trago, pero es una excepción.
Tremenda farra callejera se prenderá si la revolución bolivariana cae. Una farra de millones que no respetará bolsillo ni hora.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: January 13, 2020 at 10:47 pm