Entre Pink Floyd y el INAPAM
Sandra Lorenzano
“¡Pink Floooooooyd!”, grita Paula, metida en el agua hasta la cintura y con los brazos en alto, como invocando a todas las diosas del panteón setentero. “¡Pink Floooooooyd!”, gritamos con ella, que para eso hemos venido: para acompañarla en esta entrada al sexto piso. ¿Sesenta? ¡Pero si es la edad de mi abuela! Siempre que pienso en mi abuela se me aparece esa foto que mi padre recuperó tantos años después: una mujer mayor, muuuuy mayor (¡de sesenta!), con el pelo blanco y la sonrisa dulce. Y sobre todo me aparece la sensación de cierre de vida, que yo tenía al verla. Poco que ver con Paula que, con varias copas de burbujas encima, o con un churro, o con las dos cosas juntas, ya no me acuerdo -porque ¿cómo se entra a los sesenta si no es perdiendo siquiera un poco la noción de realidad? ¿Quién quiere ser cien por ciento consciente del momento en que puede pedir ya su tarjeta del INAPAM?- que celebra a los gritos, y en el mar, que “Wish you were here” sea parte de la banda sonora de este rito de paso.
“¡Pink Floooooooyd!”. Nos abrazamos. Y sí, “parece que fue ayer”: teníamos dieciséis, o diecisiete cuando nos juntábamos en mi casa y pasábamos de Pink Floyd a Patti Smith. ¿Cuántas veces por noche poníamos “Gloria”? Me mataba la portada de Horses. Todavía tengo la corbatita que me compré entonces. Después nos llegaba el furor latinoamericano, y eran Silvio y Pablo y los Quilapayún y el pueblo unido jamás será vencido. Y vuelta a How I wish you were here. We’re just two lost souls swimming in a fish bowl. Year after year. Y de pronto: los sesenta de Pau abren la puerta a los de todas. Paren el mundo que me quiero bajar. Mi propia lost soul swimming in a fish bowl.
([1] Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores)
2.
“Espero morir antes de envejecer”, escribe Caroline Lamarche en La memoria del aire.
Ayyy. ¿Y yo? ¿En qué momento me resultará intolerable lo que veo, lo que siento? En realidad, empezamos a envejecer, en sentido estricto, en el mismo instante de nuestro nacimiento. Pero sabemos de qué habla Lamarche, ¿verdad? Ustedes y yo lo sabemos, aunque cada una pondrá el límite en el momento en que la decadencia que traen los años sea intolerable. ¿La menopausia? ¿El primer olvido? ¿El primer tropiezo al hablar? ¿La primera sensación de no saber dónde estamos mientras caminamos por la calle de siempre? “Tu madre supo cuándo debía morir”, me dicen. No quiso llegar a los noventa, como la abuela, sin reconocer a nadie. ¿Supo? ¿No quiso? Tal vez sí, instintivamente, como los animales, prefirió despedirse del mundo y acurrucarse en un rincón. Aunque su “rincón” fue, en realidad, en medio del living de su casa. Lo que no quiso fue renunciar a ser el núcleo amoroso en torno al cual girábamos todos nosotros. Y murió una madrugada allí, en ese sillón que eligió para no tener que recluirse cada noche en su cuarto, sabiendo que cada vez le costaría más salir.
“Espero morir antes de envejecer”. Quiero decir, antes de no reconocer a mi hija o de confundir el nombre de la mujer amada. No tiene que ver con las canas que tiño religiosamente cada diez días, o con las arrugas que avanzan y que van haciendo de mi rostro un mapa que a veces me resulta casi ajeno. Aunque un poco sí. Un poco sé que esas canas y esas marcas en la piel están también dentro, en la cabeza, allí donde las sinapsis pueden ser reinas o mendigas.
Veo a Patti Smith saltar aún al ritmo de “People have the power”, o a Estela Carlotto dando los discursos más conmovedores de cada acto por los derechos humanos. Hay quien puede, hay quien pudo, lo sé. Hay quien recibe ese regalo de la vida. No sirve de nada el “Échale ganas”, “Dale, poné algo de tu parte”. Es la ruleta rusa. A veces sale bien. A veces el azar te vuela la tapa de los sesos.
3.
Pero aparece el deseo. Esa piel en la que quisiera sumergirme el resto de la vida. Y ya no me importa nada más. ¡Parcas, tómense unas vacaciones! Quisiera que el resto de la vida fuera eterno. Amar y que me amen. Cuidar y que me cuiden. No como se cuida a una anciana sino como se cuida un milagro. Porque cada vez el deseo, la pasión, el amor son un milagro. Que haya muchos, muchísimos años de amaneceres buscando el cuerpo dulce de la mujer que duerme a mi lado. Muchos, muchísimos años de charlas en la penumbra. De risas. De alientos mezclados. De piernas entrelazadas. Muchos, muchísimos años antes de los olvidos, de los tropiezos al hablar, de la sensación de extravío en las calles de siempre. Que el cuerpo se me gaste de puro gozo. Que la cabeza me acompañe. Que siga estremeciéndome la cercanía de su voz. Que “el fin del mundo nos pille bailando”, como dice Sabina. Que no le importe que yo desafine al cantar. O que tenga ya la edad de mi abuela. Que la cabeza me acompañe. ¿Ya lo dije? Que sus manos me den las formas que voy perdiendo. Que me deje besar sus cicatrices y ser cursi en cada verso. Que el resto de la vida sea eterno. Sí, ya lo dije.
“¡Pink Floooooooyd!”
-Foto de Blondinrikard Fröberg
Sandra Lorenzano es autora de Aproximaciones a Sor Juana (2005) y Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y en la imagen (2007), de la novela Saudades (2007), del libro de poemas Vestigios (2010) y de La estirpe del silencio (2015). Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y es reconocida como una de las 100 mujeres líderes de México por el periódico El Universal.
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Posted: June 23, 2022 at 8:38 am
Querida, aunque me encanta el gozo y sensualidad de la escritura que propones me gustaría decirte algunas cosas, desde la vejez y las canas (que son preciosas en algunas cabezas). pero por inbox o más privado.
Cuando tengas ganas búscame. Besos/abrazos