Éramos los cuatro
Gabriela Polit Dueñas
Estábamos los cuatro. Vivíamos a la deriva, era nuestra forma de felicidad. Un teléfono negro y pesado en la mesita de la entrada. Un espantoso adorno de cristal cortado en una rinconera. El cuadro de una mujer cubriéndose el rostro con una sombrilla en la pared de madera, ceniceros por todos lados. Las escaleras crujían de manera distinta al golpe de nuestros saltos. Una alfombra en el hall del segundo piso, la cara de la Virgen Dolorosa en la pared blanca con la foto del abuelo en la esquina inferior del marco de madera gruesa. El moderno y liviano teléfono verde con cable enrulado junto al rostro de una virgen tallada en madera. Los objetos de una felicidad siempre amenazada. La mamá salía. Entonces la sala se transformaba. Movíamos los muebles y construíamos –construían ellos– el universo. Las montañas se hacían con cajas pequeñas de distintos tamaños que quedaban bajo la alfombra para darle relieve al terreno; el estampado de los costados marcaba las rutas labradas; en ese paisaje de árboles, de flores sin relieve y desierto de casas empezaba la travesía. Eran los autos los que importaban. Él tendría doce o trece años y los iba sacando de la caja de cartón uno a uno, ceremonioso como cirujano los ponía en la ruta. Ella, seis años menor, lo secundaba. Yo venía cuatro años después de ella, y solo se me permitía mirar. Mi torpeza era un estorbo. No entendía que si el auto se salía del labrado de la alfombra era que se había despeñado, que solo se podía rebasar por la derecha; que el Camaro rojo era el automóvil más moderno; que la velocidad y no el paseo pautaba el régimen de ese universo. Los códigos más importantes del juego se me escapaban, pero ellos sabían que tenían que incluirme, de lo contrario no los dejaría jugar. Entonces empezaba el engaño. Pretendían pelearse por el auto más viejo, un autobús cuya carrocería se desprendía del chasis, un juguete gris que había perdido su color original. Es el más lindo, Este es el que mejor anda, Ahí entran todos tus muñecos, decían con entusiasmo. En ese teatro de falsas alabanzas creía yo, y entraba en la disputa por la posesión del viejo autobús. En otro gesto embustero, exagerado y sacrificial, accedían a que me quedara con él, entonces el juego seguía. Vivíamos una felicidad siempre a la deriva; o quizá es el velo de la nostalgia que amenaza esa felicidad en la memoria.
Empezaba el siguiente engaño, la esquina de la alfombra donde no había montañas era el lugar privilegiado. Ese es el sector más lindo, Ahí tu casa es más grande, decían. Otra disputa simulada y yo terminaba en el rincón, siempre pensando que había sacado ventaja. Solo ahora comprendo que esa puesta en escena también era parte de su juego; que mantenerme al margen lo hacía más interesante porque si yo daba señales de haber descubierto las simulaciones, se marcaba el fin de esa fantasía y empezaba la pelea que nos mandaba de bruces a la realidad de esa sala en desorden.
Casi siempre les creí; celebré tener un bus destartalado, habitar la esquina solitaria de un territorio inventado, moverme con un esfuerzo desmesurado para mis piernas cortas y cruzar desde ese lado del universo hasta donde estaban ellos y sus nuevos autos de carreras. Es un recuerdo entrañable al que volvemos una y otra vez y nos reímos. Escribirlo es un artificio. Cifrarlo en palabras de manera tan ordenada es una traición. La escritura siempre lo es. Si lo leen, dejaremos de hablar de los recuerdos y empezaremos hablar de ‘el cuento’ y la memoria no será de todos. Será la mía. La escritura es siempre un embuste, como el juego. A veces me siento demasiado pequeña para entrar en esa trampa, es muy solitario ahí. La belleza del juego, en cambio, era que todos decidíamos creer en la ciudad, las calles, las casas, aunque estuviéramos ante una alfombra yerma.
Cuando la mamá estaba por volver, regresaban los muebles a su lugar; desaparecían las montañas, el diseño del tejido recuperaba su dimensión única y la mesa ocupaba otra vez su lugar en el centro. Los autos volvían a la caja de cartón y nosotros dejábamos de ser artífices de un universo inventado para ser hijos. Había algo reconfortante en el rutinario regreso a nuestra condición dentro de ese orden predecible. Pero la mayor parte de las veces, cuando la mamá abría la puerta de casa, me encontraba llorando. Llora por todo, decían. Así no se puede jugar. Lloraba, sí. Era una sensación de dejarme resbalar por algo que me dolía y no podía expresar qué era. Dolía porque la garganta se me cerraba y no tenía palabras para decir pena, ira, frustración, indefensión. Todo salía con llanto. Sentía que la felicidad estaba a la deriva porque el amor no podía, no puede ser absoluto, perfecto.
Hoy día me cortaron el brazo en una línea larga que va de norte a sur; la carne quedó abierta como una laguna rosada, gelatinosa; enseguida la fueron suturando y dijeron que los puntos se absorberían solos, como el tiempo. Sacaron un pedazo de piel enferma. Dejaron una marca más en el cuerpo. Una cicatriz vertical que separa el antes y el después; un aquí y un allá. Al terminar, pusieron una gasa pegada como una alfombra que se extiende y se repliega sobre sí misma.
Llamo a casa y me contesta la mamá. Juegan cartas, dice. Están juntos del otro lado del celular. La realidad no me permite romper las reglas del juego, dar dos pasos, atravesar el continente que nos separa. Las palabras suenan huecas; toda celebración es también una enmienda. Están los tres. Los escucho y pienso que la felicidad sigue a la deriva porque esa es la condición de toda felicidad. Imagino que, en el juego, la mamá ocupa mi lugar, ahora ella es la más pequeña. Sé que a veces llora, no lo dice. O lo dice cuando reza. Recreo en la nostalgia los objetos del lugar en donde están. Los ángeles de vidrio en la pared. La televisión. La mesita de luz, el libro de oraciones, el rosario, una lámpara de pantalla blanca enorme, el celular y el teléfono de línea, ahora inalámbrico. En la cómoda, los pequeños joyeros de porcelana azul, entre los animales de peluche, la oveja negra que le regalé, alguna caja de chocolates. La alegría de lo que se repite, de lo que siempre está, de lo que se añora, aunque se esté presente.
Todavía el corte en el brazo no me produce dolor. Sigo con los efectos de la anestesia. Pregunto, porque no estamos hablando con imagen, cómo es el juego. Cuáles son las reglas, quién gana, cuánto dura, qué harán después del juego. Sé que cuando caiga la tarde, ellos se irán y mamá se quedará sola. La vejez. Entonces mi cuerpo reproduce un dolor antiguo, que se me ha quedado adormecido en el pecho y parece despertar de súbito. Más que la memoria, es una intuición que viene de lejos. De golpe entiendo que de chica no lloraba por todo. No lloraba por el juguete, ni por la burla, ni las cosquillas, ni el jalón de pelos. Siempre lloré por ella. Era ella lo único que me importaba, lo que me dolía. La inmensidad del amor me daba pena. Cuando estaba a su lado, le decía secretos en las rodillas, en la espalda, en los tobillos, porque estaba segura que todo su cuerpo era una oreja. Creía que la mamá era absoluta y lloraba porque a cada rato la vida me enseñaba que no lo era. Todo lo demás permanece en la memoria, el juego que sostuvo nuestra felicidad. La alfombra, los muebles, los cuadros, los autos, las reglas de un mundo nuestro. El llanto permanente. El brazo empieza a dolerme. Miro mi cicatriz enorme. Pienso que es la marca de una pelea callejera. Cerramos el teléfono y vuelve el llanto. Ellos juegan a las cartas y están juntos. Nunca habría imaginado que iba a ser la llorona a quien la vida se la llevaría lejos.
Gabriela Polit Dueñas es escritora y la autora del libro de cuentos Amsterdam Avenue (Dislocados, 2017). Como investigadora, publicó por Beatriz Viterbo Editora. Trabajó con María Helena Rueda en un volumen titulado Meanings of Violence in Contemporary Latin America (Palgrave-MacMillan, 2011), y Narrating Narcos, Culiacán and Medellín por la universidad de Pittsburgh. Es profesora de la Universidad de Austin. Su Twitter es @polit_gabriela
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Posted: May 12, 2023 at 1:00 pm