Fiction
La Santa Muerte alumbra la frontera

La Santa Muerte alumbra la frontera

Eduardo González Viaña

La noche cayó del cielo sobre la frontera. En un espacio de arena protegido por rocas, Martín terminó de hacer los lechos para su abuela y su padre. La tierra estaba tibia, y el joven hizo que se acostaran, les deseó las buenas noches, les prometió que soñarían con los angelitos y les aconsejó que durmieran todo lo que necesitaran.

Brillaba la luna llena. La anciana y su hijo la miraban extasiados y no querían dormirse. Entonces, el muchacho los entretuvo con algunos juegos de magia. Después, con la boca cerrada, sin pronunciar palabra alguna, remedó una canción de cuna. Por fin, luego de dejarlos dormidos, se apostó sobre una roca a modo de vigía. No pensaba dormir.

A unos diez metros de él y sobre una roca más alta, había divisado un pelícano. Durante por lo menos horas, lo vio inmóvil, altivo, mimetizado con el desierto. Parecía un ave extraviada.

A medianoche, se dio cuenta de que estaba siendo hipnotizado por esa presencia extraña. Cambió la dirección de su mirada, y alcanzó a percibir al otro lado una silueta en movimiento. Lo primero que vio fue un sombrero muy grande. Bajo de él, había alguien que también miraba al ave fantasmal.

Ambos se habían descubierto, pero hacían lo posible por no mirarse. A Martín, le habían advertido que en la ruta, además de viajeros esperanzados, podía toparse con criminales. De súbito aparecían, desvalijaban a los caminantes y podían, incluso, asesinarlos.

Ninguno de los dos quería mirar al otro. En un momento determinado, ambos cerraron los ojos. Sabían que, bajo la luna llena, brillan las pupilas de los esperanzados, y no querían que ese resplandor los delatara.

Quizás se dieron cuenta de que estaban mirándose sin mirarse, y con mucho miedo. Por último, no pudieron contener la risa.

–Buenas noches. –dijo uno de ellos.

–Hola, buenas noches.

La silueta se fue acercando a Martín.

El sombrero era de verdad inmenso y le cubría toda la cara. Por momentos, se lo sostenía. Parecía temer que el viento se lo quitara. Por fin, con su mano derecha, tomó el sombrero y lo puso a la altura de su cintura. Repitió:

–Buenas noches… O más bien, buenos días porque ya pasó la medianoche.

Era una muchacha muy joven y delgada. Parecía una niña jugando con el sombrero de su padre.

La recién llegada habló mientras mascaba una goma.

–Tengo unos chicles. ¿Quieres uno?

Martín dudó un instante. Después, extendió la mano para aceptar.

–Me llamo Martín. Martín Silva.

–Llámame María. Basta con que me llames así.

Martín comenzó a hablar con el chicle en la boca.

–¡Muchas gracias! ¿Tienes quince años?

–Dieciséis.- corrigió ella.

Añadió:

–Tú debes de tener quince. Eres muy joven.

–Pensé que eras un bandido. Un asesino.

–¿Y ahora?

–No puedes ser un bandido. Aunque ya tengas dieciséis años, eres una chica y estás muy joven para eso.

María carraspeó. Parecía no gustarle que le hablaran de su edad.

–Tú no me pareciste un bandido.

–¿No?

–Desde lejos, me pareciste la muerte, la Santa Muerte.

Se quedaron silenciosos.

–¡Caramba! ¿Tan flaco estoy?-preguntó Martín.

–No es eso. Lo que ocurre es que he oído decir que por estos páramos camina la Santa Muerte.

–¡Caramba! … ¡Y le ofreciste un chicle a la muerte! ¡Nada menos que a la Santa Muerte!

–¡No, hombre!… La Santa Muerte debe ser de la altura de dos o tres de nosotros uno subido encima del otro… Nadie la ha podido ver del todo. Tiene un manto como la virgen. Tiene una diadema. Pero su rostro es el de una calavera. Le piden de todo: amor, buena suerte, protección. También se le puede pedir que mate a un enemigo tuyo. Si vienes de Tijuana, habrás podido ver sus altares.

Eran las cuatro de la mañana. Los muchachos continuaban conversando. Uno le quería preguntar al otro qué es lo que andaba haciendo, pero ninguno de los dos se atrevía. La respuesta podría parecer obvia; sin embargo, no lo era. María no estaba intentando entrar en los Estados Unidos. Avanzaba en sentido contrario.

Por último, Martín comenzó a hablar de su abuelita y de su padre y del motivo que los hacía cruzar la línea. Dijo que no iban con un coyote porque no podían pagar el salario de uno de esos profesionales. Aseguró, sin embargo, que no tardaría en llegar a su destino y que antes del mediodía estarían pisando la tierra prometida.

Lo dijo con tanto énfasis que daba la impresión de estar hablando consigo mismo para convencerse.

El pelícano se había vuelto invisible. En vez de él, una bandada de buitres daba vueltas por el cielo. Estaban cada vez más cerca de tierra y ya se escuchaban sus aleteos.

–Temo que ellos despierten-dijo en voz queda mientras señalaba a los dormidos.

–¿Por qué van a despertar? ¿Por el aleteo?… Eso tiene remedio.

–¿Lo tiene?

–¡Claro que si!… ¡Escucha!

La joven recién llegada comenzó a cantar. Su voz no despertaba a los durmientes, pero de inmediato espantó a los buitres que se alejaron hacia otros rincones del cielo.

La joven recién llegada comenzó a cantar. Su voz no despertaba a los durmientes, pero de inmediato espantó a los buitres que se alejaron hacia otros rincones del cielo.

–¡Caramba!, ¿cómo lo hiciste? ¡Gracias de todas formas!

–¡De nada!

Cuando los buitres se fueron, las nubes se despejaron y comenzaron a fulgurar otra vez las estrellas. Sin embargo, Martín seguía hablando de los suyos y del motivo por el que habían emprendido aquella aventura. El silencio de María lo animó a continuar. Al final, tal vez estaba hablando solo.

Habló de su pueblo, del callejón en que vivía, de los trucos de magia que había aprendido, de la enfermedad incurable de su padre. Habló de todo, y cuando se le acabaron los temas, dijo que no entendía la vida.

Se miró las manos y comenzó a contar uno por uno sus problemas. No creía que su padre pudiera salvarse. No estaba seguro de que su abuelita pudiera resistir el viaje. No se daba cuenta para qué servía todo lo que estaban haciendo.

No miraba a su interlocutora. Tal vez estaba pensando que los suyos, y él mismo, ya tenían a la muerte encima, y no había un lugar dónde esconderse.

Terminó de expresar sus dudas cuando ya había recorrido varias veces los dedos de sus manos. Se quedó silencioso como si se le hubiera encogido la memoria.

Después levantó los ojos temerosos de haber espantado a su nueva amiga, pero aquella estaba allí, y le sonrió.

–¿Y ahora quieres que yo te cuente mi historia?

No respondió Martín.

–Tal vez soy coyote. Tú dirás que soy mujer y muy joven…

–No he dicho eso.

–Tal vez soy coyote y he dejado a mi gente en San Diego. Tal vez ahora estoy de regreso.

Martín no hizo comentario alguno.

–También puedo ser un fantasma… Mucha gente se ha muerto estos caminos.

El cielo estaba tan inundado de estrellas que no parecía haber sitio para una más.

Los dos levantaron la cabeza para abarcar con la vista todo el cielo, pero no les bastaba. Se tuvieron que tender sobre la arena.

–Cuando uno está mirando así- aseguró la chica- se da cuenta de que también está montado sobre una estrella. Miras los cielos y no sabes a qué extremo te diriges. Sabes solamente que vas a gran velocidad…

Le había tocado a María el tiempo de monologar:

–Y si eres tú quien dirige la estrella, el destino está en tus manos. Eres tú quien puede decidir lo que sigue de esta historia.

Levantó el brazo derecho y con la mano le mostró un punto rojo situado en una constelación lejana.

–No es Marte. Eres tú quien hace la guerra y el que la define. Te has estado quejando de tu situación. Has dudado de lo que vendrá después. Has estado a punto de perder la esperanza para siempre. Ahora sabes que todo es posible. Siempre ocurre eso cuando exploras los cielos.

Quizás estaban lloviendo estrellas.

–Observas un confín del universo y te parece que estás al mando de una estrella. No te parece. En realidad, estás al mando de tu propia estrella.

Martín volvió la cabeza para observar a su abuela y a su padre que dormían apaciblemente.

–Vas a llevarlos a donde tienen que ir. Nada ni nadie va a detenerlos.

Martín sintió que los cielos se le venían encima. Le pareció que avanzaba al comando de un crucero sobre un río de luces amarillas.

Nuevo silencio.

–Y te preguntas que hay más allá de estos cielos y de los otros. Y qué hay más allá de más allá… Podría ser que el más allá se encuentre dentro de ti.

Pasó un perro negro trotando en silencio.

–Siempre ocurre lo mismo. Siempre llegas a saber la verdad cuando miras las estrellas.

Ahora, su nueva amiga se había puesto de pie y le continuaba hablando. Desde el suelo donde seguía tendido, Martín no podía verle el rostro. María era en ese momento una silueta alta, muy alta.

–¿Y qué tal si yo fuera la Santa Muerte?

No habló ninguno de los dos durante más de una hora. Cuando Martín se incorporó, no encontró a la muchacha. Acaso se había vuelto invisible. Acaso se había ido montada en otra estrella.

Doña Asunción y su hijo todavía dormían. En el otro lado del cerro, estaba naciendo el sol. Pronto el astro mayor se puso a hervir y comenzó a brillar como una linterna de la policía sobre los ojos de los viajeros escondidos.


Posted: April 25, 2012 at 9:51 pm

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