Essay
Estafas
COLUMN/COLUMNA

Estafas

Francisco Hinojosa

Me dan gracia los estafadores a quienes puedo cachar casi de inmediato que lo son. Al primero que conocí fue a un hombre bien vestido, como de unos sesenta años, con una labia culta y convincente, pausado, con dominio de un discurso bien ensayado. Vivía entonces en Coyoacán (Francisco Sosa, una de las calles más caras de la zona). Tocó el timbre de mi casa y me dijo por principio que éramos vecinos y que estaba en un apuro: tanto él como su esposa se habían quedado sin trabajo, su hija padecía leucemia y no tenían recursos para pagar una ambulancia. ¿Una ambulancia? Supe desde el principio que se trataba de una estafa, pero su actuación me hizo jugar a una empatía, no por su supuesta desgracia, sino por su buena actuación como personaje de una novela de Luis Spota. Faltó que derramara una lágrima para que su rol fuera más convincente, pero aún así lo dejé seguir. Al fin le di doscientos pesos (en el 2008). Si bien no le creí nada, supe que vivía de su “trabajo” de actor callejero de clase alta –algo que es necesario aparentar para que la estafa funcione. Unos cuantos días más tarde, volvió a llamar a mi casa. Le dije que ya me había pedido dinero, suponiendo que su falta de memoria lo haría volver a echarme su perorata. Su respuesta fue contundente, y también ya ensayada: “mi hija murió y necesito dinero para su funeral”. Todo fue más breve. Esa vez le dije que no tenía dinero. “¿Una moneda?”, insistió. Le di una de diez pesos. Tiempo después, lo volví a ver de reojo llamando a la puerta de otra casa vecina. ¿Seguirá resucitando a la hija para volver a matarla?, me pregunté. Sí: sería digno de un dramaturgo y actor de tragedias.

Recientemente (agosto del 2019), en un viaje a La Paz, Bolivia, me topé con otro estafador de cuello blanco. Estaba en la Plaza Murillo, centro de la ciudad, para conocer el Museo de Arte, que estaba cerrado por ser lunes, y el de Etnografía y Folklore, que me resultó particularmente muy bien concebido y con excelentes colecciones de textiles, máscaras y objetos hechos con plumas y con diversos metales. Toda la zona estaba muy concurrida por ser el mes patrio, así como el de Pachamama, la madre tierra. Mi siguiente objetivo era asistir al Mercado de Las Brujas lentamente para que el soroche (o mal de altura: 3,640 msnm) no me pegara. No había caminado dos cuadras cuando me detuvo un señor con una pregunta extraña: “¿Tiene usted ascendencia europea?”. El cuestionamiento me tomó desprevenido. Que alguien pregunte en la calle por la hora o una dirección es común, pero que note en mí una extranjería “evidente” me tomó por sorpresa. Tardé en contestarle que ciertamente tengo algo de sangre irlandesa y portuguesa, aunque podría ser por mis rasgos más afín a los colombianos, chilenos, ticos o pakistaníes. Me dijo que él sí lo era: de un país dividido en el centro de Europa. Me interrogó para que adivinara cuál era su nacionalidad. Al fin me la reveló: yugoslavo. Me echó todo un choro acerca de los hoy países que conformaban ese conglomerado que ya no existe unido: Bosnia, Croacia, Montenegro, Serbia, Eslovenia, Macedonia. Sabía muy bien cómo venadear a sus posibles víctimas para cazarlas a través de una labia de alguien con, al menos, ciertos conocimientos de geopolítica.

Me contó que se acogió a un programa del ACNUR (Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Refugiados) y que lo llevaron primero a Suiza, luego a Italia –de allí que su español tuviera un acento más cantado– y, finalmente, a Cochabamba. Dijo que estaba en La Paz para tratar de conseguir un pasaporte que le permitiera regresar a Europa. Como no hay embajada de su país en Bolivia, dijo que tenía una cita en la cancillería en unos cuantos días para que lo ayudaran a conseguirlo. De su mochila sacó un sobre y de él su pasaporte: una auténtica reliquia. A juzgar por la fotografía que mostraba, el documento debió haber sido emitido al menos unos treinta y cinco o cuarenta años atrás. Sacó de su bolsillo un caramelo, se lo llevó a la boca y me mostró unas cuantas monedas. “Es todo mi capital”, me aseguró. “No soy un limosnero y me apena pedir dinero, pero si usted me puede ayudar, yo se lo agradecería.” Saqué dos billetes de 20 bolivianos (poco más de cien pesos) y se los di. ¿Recompensa a su actuación? ¿O afinidad con un creador de autoficciones?

 

Francisco Hinojosa es poeta, narrador y editor. Es autor y antologador de más de cincuenta libros y columnista de Literal. Su twitter es @panchohinojosah

 

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Posted: August 13, 2019 at 9:37 pm

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