Estrategias narrativas. Un solitario con buenos amigos Conversación con Álvaro Enrigue
David Medina Portillo
Álvaro Enrigue nació 1969 en la ciudad de México, en donde vive después de varios años como profesor de Escritura Creativa en la Universidad de Maryland. En 1996 ganó el Premio de Primera Novela Joaquín Mortiz con La muerte de un instalador y, desde entonces, sus títulos han venido consolidando una de las obras más sugerentes entre la narrativa hispanoamericana reciente. A próposito de Hipotermia (Anagrama, 2005), su volumen de relatos anterior, Mario Vargas Llosa expresó: “Un escritor hecho y derecho”. Y en efecto, lo que más sorprende en este autor es su vigorosa imaginación acompañada por una voluntad de estilo contundente y propia que, en opinión de Sergio Pitol: “todavía se plantea retos con la literatura, con el lenguaje”.
Por estos meses apareció en España su tercera novela, Vidas perpendiculares (Anagrama, 2008). Con este pretexto fue surgiendo la siguiente conversación, realizada mediante e-mails que, uno a uno, se encadenaron hasta configurar el siguiente texto.
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David Medina Portillo: Hace poco se realizó la feria del libro de Madrid dedicada a Latinoamérica. En ese contexto, te vi en una foto de grupo que publicó el suplemento de El País: Babelia, con pose de los invitados: Andrés Newman, De Santis, Mairal, Leonardo Valencia, Mejía Madrid, Paz Soldán, Volpi, Roncagliolo, Thays, etc. En la portada, el suplemento tituló sus páginas: “Reinventar América”. La imagen me hizo pensar que, de alguna manera, al escribir cada quien ha buscado situarse frente a sus contemporáneos asumiendo cierta conciencia de generación surgida, quizá, después de Bogotá 39 ¿En este orden, cómo te gustaría que los demás te viéramos?
Álvaro Enrigue: El posicionamiento de la propia imagen es peligrosamente cercano a la mercadotecnia, a menos que nos sentáramos en el territorio (posible, cómo no) de las francas ilusiones infantiles. En ese sentido, me gustaría ser percibido como un solitario con buenos amigos. Las camadas, a fin de cuentas, me han parecido siempre un poco pegajosas. Eso no quiere decir que no sea un lector de mis contemporáneos —estoy muy al día de lo que se escribe, sobre todo en México— pero creo que todos conversamos, al escribir, más con nuestros héroes que con nuestros colegas, y los héroes, por definición, están muertos.
Por otra parte, no sé si hay una coincidencia de generación; yo preferiría que no la hubiera —no parecerse a nadie como programa— pero, ciertamente, en Bogotá hubo una suerte de alineación astrológica que produjo lazos emocionales muy poderosos, una conciencia de manada que, tal vez, haya sido producto de las jornadas intensísimas de trabajo a que nos sometieron los organizadores de B39. No sé si existen las generaciones como máquinas orgánicas de producción, pero es cierto que hay compañeros de viaje —literalmente— de los que uno lo va sabiendo todo: la industria editorial se ha configurado de un modo en el que la mitad del trabajo de un novelista consiste, básicamente, en intentar leer en aeropuertos. Cuando presenté Vidas perpendiculares en Barcelona, fueron todos los amigos de Bogotá 39 que viven ahí, y los que estaban pasando en promoción de sus propios libros —el total daba seis o siete, que son muchos. Luego fuimos a tomar algo y había una cercanía muy neurótica y defensiva entre nosotros con respecto a los demás asistentes a la fiesta, como si fuéramos amigos desde el kinder. Lo mismo nos había pasado en el Hay de Cartagena: íbamos con la bola repleta de celebridades, pero en la hora ya tardía de recalar en un bar, nos sentábamos en nuestra propia mesa y no dejábamos sentar a nadie más. Es una sensación de lo generacional que nunca había sentido con mis contemporáneos en casa.
DMP: Me extraña que no toques situaciones concretas, con nombres y humores, sabores y sinsabores. Sé quiénes son los de B39, pero entre tantos no consigo identificar a aquellos con los que, supongo, habría cierta afinidad. Algunos de los asistentes dicen que andabas sin encontrar tu lugar entre la gente, quejándote del desayuno, del calor o de tus horas sin dormir: “es que llevo 15 años en esto”. Quizá B39 creó cierta conciencia de nuevos tiempos pero, sobre todo, de grupo, porque ahora los llevan de un lugar a otro y, entre algunos, hasta se citan.
ÁE: Me parece que Alejandro Zambra es un escritor muy fino y un editor maravilloso: hace en Santiago una revista sin desperdicio que se llama Dossier. Juan Gabriel Vázquez ya cambió de liga: en las cosas internacionales, a él lo ponen en el hotel de los escritores globales. Es curioso: puedes conseguir sus novelas en Bristol y no en la ciudad de México, lo cual habla del ojazo de nuestros editores, que obviamente no leen ni lo que les llega de la misma casa, porque nadie se puede quedar callado ante La historia secreta de Costaguana. Lo mismo pasa con Daniel Alarcón: lo están leyendo por todo el mundo y aquí tienes que comprar sus libros por Amazon; si no lees inglés: adiós. Pedro Mairal, porteño, tiene qué decir. Iván Thays eventualmente va a escribir una gran novela: es demasiado neurótico para no hacerlo. Roncagliolo es una máquina de contar. Antonio Ungar tiene un libro perfecto: Las orejas del lobo. Vi una pila de ejemplares hace unos días en el altar de los ultrarrecomendados de la librería Mollet de Burdeos y aquí no lo puedes leer a menos que él mismo —o su editor colombiano— te lo mande por correo. Por otro lado, ¿qué quieres que te diga?, siempre he sido un freack y un desvalagado: si no están mi mujer y mis hijos, prefiero desayunar solo; en una estación de radio en la que trabajé años me decían “El Refri”; durante la licenciatura en la Ibero, que es básicamente un club de conversación, no hablé con casi nadie y casi nadie me habló. Me cuesta mucho relacionarme, por eso la gente piensa que soy un mamón; las mesas con más de cuatro comensales me siguen intimidando y los cubanos me dan terror. Y si nos ponemos analíticos, verás que las afinidades de las que te hablaba al principio conectan con lo de desayunar solo: cuando menos Thays, Ungar, Zambra y Vázquez son también unos freacks de cepa.
DMP: Me consta que sí lees a tus vecinos ya que ejerces la crítica desde hace rato… Ahora bien, cuando leí los relatos de Hipotermia y tu novela recién publicada, Vidas perpendiculares, me pareció advertir una presencia muy fuerte del pasado, no únicamente en el nivel anecdótico (la última es una autobiografía con nueve vidas, las de Jerónimo el protagonista) sino, sobre todo, en el terreno del “diálogo con los difuntos”. ¿Me equivoco? Incluso te diría que encontré más de alguna coincidencia estructural con Morirás lejos de Pacheco.
ÁE: No había pensado en Morirás lejos, pero sería probable. José Emilio es mi maestro, en el sentido clásico de la palabra: el conversador que me formó. La estructura de Vidas perpendiculares —no hay por qué ocultarlo— es la de El maestro y Margarita, de Bulgakov: dos partes violentamente desproporcionadas y un relato central que hace de núcleo del que emanan los demás. Las interferencias del pasado en el presente de Jerónimo funcionan como las apariciones de Satanás en la novela rusa: en la primera parte hay una historia central con intervenciones anecdóticas y, en la segunda, se invierten los términos. Pero Bulgakov es nuestro contemporáneo aunque esté muerto. Los verdaderos difuntos están más lejos.
Es interesante que metas a Hipotermia aquí porque yo los veo como libros siameses: Vidas perpendiculares es una novela que se desintegra en cuentos, e Hipotermia unos cuentos que integran una novela. Lo que en Vidas… es trama, en Hipotermia es idea —en términos, digamos, aristotélicos—. En el sentido anterior, el libro de cuentos está planteado como una puesta en práctica narrativa de la teoría quevediana del amor —hay frases completas del cocinero que vienen de sus poemas—. Es apenas natural que en la novela el poeta apareciera en acción. San Juan de la Cruz también está por todos lados en ambos libros. Gracián, por supuesto. Y San Agustín y su topología de lo divino: Hipotermia es la historia de una elevación y Vidas perpendiculares la de un descenso. Si fueran poemarios, el primero sería “A lo divino” y el segundo “A lo humano”. En fin, a los vivos se les lee, pero quién sabe si sobrevivamos al filtro implacable de los siglos. Con quien hay que conversar es con los difuntos.
DMP: Es extraña la manera en que trabaja la cabeza de quien escribe. Extraña porque jamás identificaría yo a Hipotermia como un ascenso “a lo divino” y Vidas… como una entrega al mundanal ruido. El primero me parece totalmente terrestre, hundido hasta las orejas en lo cotidiano (nada conceptual) y sus instantes decisivos. A su vez, el segundo tiene una fuerte carga de locura que nos haría pensar en los arrebatos de lo irracional y pasional. Sin embargo, creo que esta última impresión contrasta con los momentos en que se ubican las diversas historias. Toda la trama de Vidas se remonta desde el pasado y apenas toca el presente. Como si con este recurso intentaras marcar cierta distancia, creo. Quizá por ello tengo la impresión de que Vidas… da para más; como si la historia, en lugar de concluir, sólo hubiera hecho una pausa.
ÁE: Ciertamente había más vidas, que salieron en la hora tremenda de la edición. Tengo una fe ciega en los clásicos y apelo a ellos en el momento en que hay que transformar eso que uno estuvo escribiendo por meses y meses en un libro y que no tiene que ser bello y verdadero, pero sí tiene que decir algo y ser legible. En Vidas perpendiculares el machete siguió al dictado de la tertia via dantesca. Somos occidentales, contamos de tres en tres. Lo divertido, y hasta ahora lo pienso, es que quedaron las marcas de algunas de esas vidas extirpadas del libro en una dudosa antología que salió en Joaquín Mortiz hace uno o dos años. Como sea, el presente del personaje principal es sólo una nota curricular, que funciona porque es alentado —en el sentido bíblico del término— por las vidas anteriores, al menos hasta que el personaje ya es él mismo y puede dar testimonio de su vida en primera persona. Y a lo mejor soy el tipo de persona que termina sus libros antes de que sus libros terminen con ella. Esto que me dices me lo han dicho con frecuencia: Juan Villoro y Jordi Soler, buenos escritores cuyas opiniones respeto y escucho, me han dicho que el cuento del cocinero de Hipotermia debería ser una novela; durante años soporté con estoicismo el reclamo por una aventura nueva de Aristóteles Brumell; con Vidas perpendiculares ni te cuento: había ahí las vidas de la mamá y Octavio, por ejemplo; había otra egipcia en la que salía el Asturiano como faraón degenerado, en fin. Pero no puedo sustraerme de la idea de que la mesura está ahí para salvarnos del ridículo, un hielo muy fino en el que estás patinando todo el tiempo si eres narrador.
DMP: A mí me hubiera gustado saber más sobre la madre y Octavio, por ejemplo. Los dos constituyen uno de los cauces centrales de la novela y, en este sentido, el narrador crea una enorme expectativa sobre dicha relación… Sin embargo, no quiero insistir en ello. Me interesa preguntarte, sí, sobre algo que me recordó el nombre de Villoro. Me refiero al lugar que para él y para ti ocupan el lenguaje y el humor. En el caso de Vidas uno hubiera temido enfrentarse a un diccionario prestado o de saldo, como sucede con aquellas novelas hijas de malas traducciones de los clásicos griegos o latinos o (¿hace falta mencionarlo?) las novelas de aeropuerto que hablan de la antigüedad. Por el contrario, me sorprendió que tus personajes hablen con un léxico vivo, del día a día; asimismo, agradecí que a la hora de escribir te permitas ver con espíritu de juego, ironía y mala leche no sólo a tus personajes y las figuras venerables de las que hablas (Quevedo, Gracián, San Agustín, etc.), sino al hecho mismo de escribir. ¿Te divierte o padeces cada frase, párrafo o capítulo?
ÁE: Te digo que las vidas previas de Jerónimo y Mercedes se publicaron en otro libro y luego salieron de éste. Es una antología de Planeta: Todo sobre su madre. Ahí quedó un registro de esa relación, como un fantasma.
Sobre lo otro: Como en todo, hay partes que se padecen y otras que no. Las transiciones en la historia personal de Jerónimo fueron muy trabajosas —el paso de Lagos al DF y de ahí a Philadelphia; su vuelta al DF— y, sobre todo, la edición, que esta vez fue lo más complicado: hubo un momento en que ya me sabía tramos del libro completos de memoria y eso dificultaba ajustar la novela a las necesidades del lector; creo que esa complejidad le restó placer a ese momento en que ves que las cosas van cayendo en su sitio —me imagino que también te sucederá como poeta—. Pero en general disfruto escribiendo narrativa, y más todavía novela. Con los cuentos tengo una especie de compromiso con la intimidad que hace que escribirlos sea un poco más angustioso: dicen lo que pienso. La novela no, porque los personajes me son absolutamente ajenos: sus barbaridades me dan risa. Si hubiera que gradar, diría que lo más placentero es escribir novelas, que escribir cuentos es difícil y que la crítica me saca sangre por litro.
DMP: En tu prosa aparecen con frecuencia alusiones a la poesía y los poetas; en este sentido, creo que hay una presencia de dichas cosas más allá de lo simplemente temático. No quiero decir que escribas “poéticamente”, desde luego, sino que las palabras y sus posibles asociaciones tienen para ti un peso específico. A mi modo de ver, esto te identifica con Villoro antes que con Bolaño (y sus hordas de poetas), por ejemplo. Un asunto más que me estás debiendo: el sentido del humor a la hora de escribir…
ÁE: No tengo, efectivamente, ninguna intención lírica en la hora de la escritura, pero soy más y mejor lector de poetas que de narradores. Es un poco una condena: como escribo ficción —por falta de talentos líricos— siempre que doy clases me asignan materias de narrativa, y la verdad es que lo que sé leer a fondo son poemas. Lo mismo me pasa con la historia y la antropología: leo con mucho más interés esas novedades que las de ficción. Creo que esas lecturas trasminan en el lenguaje a la hora de contar una historia, pero no creo que haya nada intencional en ello. Ni siquiera puedo hablar de mi propio lenguaje —nadie podría— porque me parece que ésa es la parte involuntaria del trabajo: uno escribe como escribe; lo demás son estrategias, mañas, tonos. Pienso que la manera de contar algo es la única forma que existe de contar eso, así que no se puede levantar una teoría. También pienso que el lenguaje de un escritor está construido con un número infinito de partículas que no son reductibles a una cifra: por supuesto las lecturas, pero también la entonación con que tu abuelo dijo algo alguna vez, un chiste de Tin-Tán que te pareció formidable a los ocho años, la forma específica de algún profesor de humillar a los estudiantes, ciertas canciones impresentables, cosas que vas recogiendo en el camino y que van a brotar cuando las necesites para contar eso que sólo puedes contar con esas palabras. Y sí me importa el peso específico de las palabras: soy una persona cuya vida ha sido regida por el astro de un apellido muy raro. Mi identidad está construida en torno a una palabra que parece mal escrita.
Sobre el sentido del humor, creo que, otra vez, es un asunto de origen íntimo: hacer reír es un valor en la mesa de los Enrigue. Cuando una comida sale bien no decimos “comimos rico” o “hubo una conversación interesante”; decimos: “nos reímos mucho”.Tal vez sea una cosa jalisciense: las sobremesas más largas de la cultura occidental —en Autlán la comida del sábado puede durar seis o siete horas— generan necesariamente destrezas cómicas en quienes participan en ellas. Y hay una cosa de cultura mexicana: el inveterado terror hispánico al ridículo. Cuando alguien se azota, en la vida como en la escritura, en México sabemos sacudirnos el polvo de las sandalias.
DMP: Mi mujer me dice que el error de esta plática es que quiero que hagas consciente lo que, según ella, crece como las plantas… No obstante, insisto ya que mi pregunta no pretende que articules ninguna teoría porque, en efecto, es difícil “levantar” conceptos sobre cómo respiras. Sin embargo, sí creo que hay una experiencia, un modo de respirar y vivir el proceso de escribir una historia. Me parece inquietante, por lo demás, tu opinión acerca de que sólo hay una manera de contar ésta o aquella historia.
ÁE: ¿Ves lo que te decía sobre las penurias del narrador ante el poder de lo lírico? Te mando párrafos y párrafos confusos sobre por qué no puedo explicar cómo escribo, y Malva, que es poeta, lo pone transparente y con la concentración del uranio en una cabeza nuclear: efectivamente, crece como las plantas, solito, de manera hasta bochornosamente silvestre. La verdad es que siempre me escapo de la pregunta sobre el método porque no tengo ninguno. Leo sobre los esquemas de Vargas Llosa o los juegos de reglas de Calvino y me siento el estafador que en realidad soy. Nada más me siento y escribo, sin ninguna claridad sobre absolutamente nada.
En Vidas perpendiculares, para explicarlo con un ejemplo muy específico, quería que hubiera una vida en la que saliera Quevedo. Me interesaba mostrar un asunto en el que pienso mucho: cómo un poema se graba físicamente en tu corteza cerebral y se queda ahí, en estado latente, hasta que una experiencia lo despierta; te pasa algo y pum, recurre un verso. Es un proceso más bien químico fascinante. Me puse a leer biografías de Quevedo por las tardes y a escribir por las mañanas sin ningún éxito hasta que di con un pie de página en el que se hablaba de la existencia de curas seculares que en la Nápoles del siglo XVII se dedicaban, entre otras cosas, a cazar monjes. Pensé que la historia debería ser contada por un cazamonjes y la persona narrativa que surgió de eso me simpatizó muchísimo. Para entonces ya tenía un set mínimo de reglas porque ya sabía de qué se trataba el libro: el personaje tenía que tener un conflicto mortal con su padre, tenía que enamorarse de una mujer con la que no fuera posible consumar la relación. La historia fue creciendo por goteo, como todas, atendiendo sólo a las inflexiones propias de la voz del narrador. No habría podido contar esa historia de otra manera. No habría podido existir contada por ningún otro personaje, porque sólo pudo crecer —como las matas— gracias a las visiones, las peculiaridades de carácter, la pésima leche del personaje que la cuenta.
A veces se nos olvida lo obvio: la narrativa son sólo palabras; las historias sólo existen porque las palabras se pueden acomodar de cierta manera en un día determinado. Es una ventana que se abre cinco, diez, quince veces en tu vida: la conjunción en el lenguaje de una idiosincrasia, un grupo de personajes, una historia resistente, una teoría demostrable sólo narrativamente. Sí estás en tu máquina el día en que se abre la ventana, al final va a haber un libro.
Y así es con todo. Cuando empecé a pensar en escribir Vidas perpendiculares lo que quería hacer era un cuento que fuera el curriculum vitae de alguien. Un personaje que en su desesperación por conseguir un trabajo, incluía habilidades que había tenido durante encarnaciones anteriores. Pero creció como las plantas, precisamente. A fin de cuentas, las novelas siempre son cuentos que fallaron.
Posted: April 14, 2012 at 10:45 pm