Fabio Morábito: la confianza en la imaginación
Alfredo Núñez Lanz
Hace poco me preguntaba qué habrá sido de las misceláneas, esas tienditas de esquina donde uno podía encontrar desde azúcar y sal a granel, hasta frijoles, chiles secos, quesos –hechos con leche real, no de sospechosas fórmulas lácteas, como ahora– y productos variopintos. Don Fermín, el dueño de la miscelánea a la que iba en mi infancia, vendía, además de los consabidos abarrotes, estampas coleccionables, exquisitos dulces de leche y galletas en forma de dominó; todo en pequeñas cantidades que él pesaba en su viejísima báscula pendular. A veces, si había suerte, encontraba juguetes como avioncitos de unicel, pelotas de “boligoma” saltarina o “brujitas”, esos cucuruchos de papel rellenos de pólvora con los que espantábamos a los vecinos arrojándolos desde nuestra azotea. Él incorporaba nueva mercancía en el aparador desde donde despachaba. Nunca ofrecía la misma fruta; su tienda parecía una colorida, atiborrada y cambiante cueva. Uno entraba por un encargo y casi siempre salía con tres o cuatro cosas extra. Me traes el cambio, decía mi abuela, más por costumbre que como mandato, pues sabía que los conejos de chocolate eran mi perdición.
El efecto de curiosidad y sorpresa que me invadía al visitar la miscelánea de don Fermín, esa sensación de ir por algo en específico y saber que inevitablemente saldría de la cueva llevando algo más, lo equiparo con la lectura de los buenos libros de relatos. Compraba volúmenes de cuentos seducido por el título, pero sabía que la variedad temática y estilística ofrecería todo tipo de sabores que perduraban y me procuraba dosis diarias con tal de paladearlos mejor. Proteicos y multiformes, los libros de cuentos de un solo autor solían reunir textos originalmente publicados en revistas o periódicos al lado de creaciones inéditas; y el escritor, más atento a los ecos, tonos, contrapuntos o espíritus en común, reunía los textos sin pensar en homogeneizar su volumen.
En años recientes llegó una moda unificante que erosiona ese gusto por la variedad. Quizá todo se ha ido sistematizando y las becas literarias no fueron la excepción pues se privilegia a quienes prometen volúmenes monotemáticos: fantasía, ciencia ficción, terror, narco/crimen organizado, feminismo aleccionador –cuentos que promueven la “sororidad”– o derivados; y un largo y encajonado etcétera. Las editoriales le echan la culpa al mercado y éste, que se comporta como un caprichoso adolescente, exige cuentos disfrazados de novelas. Los personajes, las situaciones o los ambientes deben repetirse para conseguir una restrictiva unidad que abra las puertas de los concursos, pues parece que el gremio completo –editores, jurados, libreros, críticos y lectores– están hartos de sorpresas. Sospecho que así es como nos hemos convertido en sujetos fácilmente rastreables por los algoritmos de marketig que acosan nuestras redes sociales.
Nada más refrescante que toparse con un libro de relatos donde quepan neandertales, monjes medievales, reyes chinos, empleados de aeropuertos, parejas disueltas, ingenieros italianos, testigos de la llegada del Apolo 11 a la Luna, animadores de cruceros, buzos, corredores empedernidos y músicos estrafalarios. Todos ellos conviviendo en un mismo espacio, sin empachos. La sombra del mamut (Sexto Piso), el más reciente libro de Fabio Morábito, escapa a todo intento de unificación fácil. Desclasificados y libres, los 24 cuentos del volumen son diversos en extensión, temáticas, escenarios, épocas y obedecen a sus propias leyes, como pequeños microcosmos. Algunos de ellos merecerían una reseña aparte, por su interesante mecanismo que da pie a diversas interpretaciones.
La sombra del mamut es una miscelánea refractaria a los discursos victimistas de la violencia en México, las escaramuzas políticas y las denuncias sociales. Muy lejos de los temas de moda, estos relatos parten de lo anodino, lo pequeño y cotidiano; quizá ese sea el verdadero hilo que los hermana junto a un afán de experimentación formal. En la mayoría se distingue una valiente entrega al misterio de la ficción; Morábito se deja conducir hacia lo que el propio personaje le va dictando o a las derivaciones múltiples y alocadas que podría tener una situación. Un clavo en una columna, perfectamente alineado, puede sustituir a una obra de arte mientras simboliza la fisura de una relación conyugal. Aquí los túneles son más que simples caminos: conectan ciudades, frustran los escapes, se convierten en laberintos, trampas, e incluso son obras caprichosas de monarcas que buscan alejarse “de todo contacto con las personas […] para ofrecer la oportunidad de una excursión prolongada […] serpenteando entre los cerros”.
Fabio Morábito repite y reconfigura varios elementos en sus cuentos como quien ensaya distintas maneras de aproximarse a situaciones o personajes que lo obsesionan, mas no con el objetivo de construir unidades discursivas. Llama la atención que deliberadamente repita el nombre de Pencroff para asignárselo a por lo menos dos de sus personajes. En “Dédalo bajo Berlín”, Pencroff es un albañil encargado de abrir túneles exclusivamente con picos, “sin el auxilio de martillos neumáticos ni de ninguna otra herramienta ruidosa que pudiera delatar la existencia de los túneles al servicio secreto de Berlín occidental”. La extenuante actividad adquiere rasgos esclavistas que aluden a la tarea desquiciada de Sísifo y recuerdan algunos de los más memorables relatos de Kafka, con todo y sus tintes históricos y de fábula:
Así, ha surgido el rumor de que se está creando un gran laberinto subterráneo bajo Berlín oriental cuyo objetivo es detener las fugas de personas al lado occidental. La idea es que cualquiera que pretenda escapar al otro lado del Muro a través de un túnel se tope en algún momento con esa apretada red de galerías y quede atrapado en su telaraña sin salida.
En “Persecución”, el curioso nombre de Pencroff provoca la curiosidad de Tusnesdor –el protagonista– y ese mero hecho desata una alocada carrera que parece no tener fin. Este es el único relato con estructura circular, donde el lector queda atrapado en el vértigo de lo hilarante. Aquí se nos recuerda que Pencroff es el nombre del marino de La isla misteriosa de Verne. Y con ello, Morábito nos brinda una pista de cómo hay que leer estos relatos, en el tenor de las aventuras de Stevenson, Verne, Conrad, Kippling y Welles. Todos ellos, autores que no dejaban de lado el modesto objetivo de divertir al lector.
Varios de los personajes de este volumen sienten celos. Algunos de los protagonistas se entregan a extrañas fantasías alimentadas por los celos de ver a un hombre más atractivo que ellos. En “Cartas a la reina”, un chico italiano de dieciséis años es “contratado” por un príncipe argentino para redactar una importante carta dirigida a la mismísima reina de Italia. Su madre, al enterarse de que recibirán una visita de alcurnia, se arregla, luce sus mejores ropas y se ve tentada a comprar un juego de té en el Palacio de Hierro para agradar al guapo príncipe, quien exige una escena chusca en la misiva con tal de hacer reír a la reina. Tras cumplir con la encomienda, Rubén queda atormentado, pues se imagina que su madre fue seducida por el príncipe: “no logró conciliar el sueño, porque seguía viva en él aquella excitación malsana que había sentido en su cuarto mientras su madre y el príncipe guardaban silencio“. Los celos provocan que Rubén sabotee su trabajo burlándose del príncipe en la carta dirigida a la reina, haciendo gala de esa maravillosa frase de La Rochefoucauld: “En los celos hay más amor propio que amor”. Hasta ahora, la premisa del cuento parecería absurda, rayando en lo inverosímil; sin embargo, el relato se salva y gana al lector gracias a sus ingeniosas puntadas de humor y el maravilloso final. Los celos, en vez de erigirse como detonante de la acción, abren paso a los verdaderos temas del cuento: el ejercicio de la traducción, el arte de narrar y los vericuetos de la imaginación. En “Cartas a la reina” se nos revela el proceso de escritura no sólo como tema, sino al interior del propio relato en un ejercicio metaficcional muy interesante. Aquí se intuye que Morábito no sabía hacia dónde conducirnos y poco a poco, empujándonos al límite de lo verosímil, las piezas del relato caen con precisión como un intrincado rompecabezas, lo cual revela la paciente labor de filigrana del autor.
En “La invasión de los bárbaros“, los celos también adquieren un importante papel; esta vez no enceguecen al narrador protagonista, sólo lo obligan a reflexionar sobre el verdadero sitio que ocupa en la vida de su amante. Este es otro de los relatos más logrados del volumen, pues aquí se deja entrever la voluntad del autor por tomar riesgos, estirar hasta lo inadmisible las posibilidades de una trama que se desarrolla “en una estación científica a cuarenta grados bajo cero”. Los celos también subyacen en “La tristeza de traducir”, cuento memorable por su precisión, donde un joven desertor de Sociología decide dedicar su tiempo a la frustrante tarea de traducir a Ungaretti, Saba y Pavesse, hasta que conoce a un profesor universitario que tiene una versión del poema que lo atormenta. Luego de que el profesor acaricia los brazos de su novia, las inseguridades afloran y el relato va adquiriendo oscuros tintes psicológicos.
Otro de los temas que explora La sombra del mamut es el de las relaciones de pareja, concretamente, las separaciones. Aunque a veces los cuentos eluden los motivos por los que las parejas se separan, como es el caso de “La hondonada”, “Nora, Rómulo, Martín” y “La pelota en el agua”. En estos cuentos Morábito nos ahorra los pleitos y en vez de ello descendemos a las profundidades, incluso a los abismos de los personajes obligándonos a ver de frente el drama de la ineludible soledad humana.
La sombra del mamut es una miscelánea donde la libertad creativa está por encima de las imposiciones, incluso de las exigencias formales. En este libro, los episodios más inocuos pueden converger en situaciones rocambolescas, extravagantes, a veces tan ridículas como la vida misma. Por más absurdas que parezcan algunas de las premisas de estos cuentos –a veces difíciles de creer como el caso de “Paso de fauna” o “El asesino entre gladiolos”– la imaginación salva al autor de romper el pacto de verosimilitud con su lector. Estoy convencido de que en la vida también hacemos uso de la inventiva para arreglárnoslas y salir avante de situaciones adversas; gracias a ella también somos capaces de reírnos de nuestras torpezas. Esta colección de curiosidades, compuesta de materiales heterogéneos, reanimará al lector cansado –como yo– de tanta retórica panfletaria que al final resulta siempre coercitiva.
Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: October 9, 2022 at 8:52 pm