Essay
Fincar sobre tierra firme. La escritura geológica de Gerardo Arana
COLUMN/COLUMNA

Fincar sobre tierra firme. La escritura geológica de Gerardo Arana

Cristina Rivera Garza

I. Des-sedimentar para hacer la pregunta sobre la justicia

No es necesario haber leído “Suave patria”, el poema que Ramón López Velarde escribió en 1921 mientras México salía de más de una década de batallas armadas y se preparaba, con dificultad, para entrar en las negociaciones nacionales posrevolucionarias, para disfrutar la lectura del poema “Suave Septtembre”, que Gerardo Arana incluyó en su libro Bulgaria Mexicalli de 2011.1 Tampoco es un requisito haber leído “Septiembre”, uno de los mayores logros de la poesía épica y expresionista que distinguió al búlgaro Georghi Milev, un poema con el que exploró la Revolución Agraria de 1923 que le costó su libertad y, eventualmente, la vida. Es del todo posible confrontar los mapas imbricados de México y Bulgaria, los dibujos y el diseño cuidadoso de cada página, el uso de diálogo y el espacio en blanco, los caligramas, así como las citas explícitas de esa tradición de poesía rebelde y plebeya que Arana insiste en rescatar en su propio recorrido sin haber leído ni a López Velarde ni a Milev.

Y, sin embargo, el poema se presenta desde un inicio como un remix libre “de la Suave Patria de Ramón López Velarde y Septiembre de Milev (traducción: Pedro de Oráa)”. Lejos de aparecer solo, rodeado del aura de lo que es único e irrepetible, el “Suave septtembre” de Arana aparece en inmediata e irreductible conexión con dos poemas más—dos textos, además, fundacionales en sus propias tradiciones y geografías. El poema se anuncia, también, como un remix, una forma de re-escritura desapropiativa que se emparenta así con los quehaceres de la música, donde estas prácticas de sampleo tienen una historia ya bastante larga con claros arraigos populares. Y, finalmente, hay un traductor involucrado, lo cual crea una mediación adicional a las ya existentes en el poema.

Es posible, luego entonces, leer el poema publicado en 2011 sin haber leído a sus pares de 1921 y 1924, pero no es posible hacerlo sin estar al tanto de su origen plural e interdisciplinario, sin saber desde un inicio que este poema se finca, explícitamente, sobre dos más. Arana mismo eligió este verbo, fincar, para abrir el poema, ubicándolo de entrada sobre un territorio imbricado e inédito, pero específico. “Toda cosa sirve para escribir una casa, siempre que finques las bases del poema sobre la tierra firme”, advierte en la primera página, citando a Stoyanov, otro poeta búlgaro, justo debajo de la silueta de un México que acoge o abraza, ¿o cita?, los límites geográficos de Bulgaria. Esta advertencia, esta provocación que nos hace volver la vista al suelo y reconsiderar, al mismo tiempo, la configuración sociopolítica del orbe, no sólo inscribe al poema en tradiciones literarias que el libro mismo volverá evidentes, sino también, acaso sobre todo, lo ubica en una materialidad territorial de la que es obra y parte.

En ese momento, este poema de Gerardo Arana, se convierte en una escritura geológica—menos por, o no únicamente por, los temas que explora, sino también, acaso sobretodo, por las estrategias escriturales que utiliza para aproximarse a ellos. Me refiero en específico a tres. Primeramente, hay en este Bulgaria Mexicalli un recorrido vertical que atraviesa capas y capas del lenguaje desapropiado—y así descubre que la profundidad es tiempo—como parte de una operación más amplia de lo que Kathryn Yusoff ha llamado des-sedimentación: ese proceso que cuestiona los mitos de origen, y la manera en que se cuentan, descubriendo la vida social de la geología—en tanto lenguaje y en tanto práctica de acumulación y racialización—y sus gramáticas de violencia.2 En segundo lugar, al poner atención en los elementos humanos y no-humanos de esta trayectoria, y al combinar los mundos de la geofísica con la tecnología, Arena también contribuye al mapeo crítico de la tierra en presente y, justo como lo predecía Jussi Parikka al considerar los efectos que la geología tendría en la manera en que contamos historias, aquí hay tanto palabras como materia semiótica a-significante: un registro maquínico cuyo objetivo no es la constitución subjetiva sino el capturar y activar aquellos elementos pre-subjetivos y pre-individuales—como los afectos, las emociones, las percepciones—que eventualmente podrían funcionar, o no, en la máquina semiótica capitalista.3 Finalmente, si como argumenta Sergio Villalobos Ruminott, la geología “interroga el impacto material de los cuerpos en su disposición sobre el territorio, para adivinar en ellos el secreto tatuaje que soberanía y acumulación escribe, heterográficamente, sobre la tierra”, este Bulgaria Mexicalli abre un espacio estético y ético para “des-enterrar los secretos de la acumulación y hacer posible la pregunta por la justicia”.4 Una escritura geológica es, luego entonces, una escritura desapropiativa en tanto que, de manera abierta, trabaja ética y estéticamente con los textos fuente de los que parte y en los que se finca, conminando a una lectura vertical que, al levantar capa tras capa de los materiales incluidos, des-sedimenta la aparente inmutabilidad del poder, abriendo campo para hacer la pregunta sobre la acumulación y la justicia.

La álgida conversación sobre el antroposceno—que en términos más o menos objetivos inició en el 2002, con la publicación de “Geology of Mankind”, un artículo de Paul Crutzen en la revista Nature—ha incorporado el lenguaje y la práctica de la geología a muchas de las discusiones socioculturales y políticas de nuestro tiempo. El deterioro de la tierra, el cambio climático, la extinción creciente de especies varias, entre otras cosas, han hecho sonar las alarmas teóricas y literarias de más de uno. Aquí me interesa menos el antroposceno eurocéntrico y la geología aséptica que legitima con su lenguaje y en su hacer el estado de las cosas, y más las posturas críticas que, como queda claro en el párrafo anterior, no separan su apego a la materialidad de los procesos de acumulación que la hacen posible y trágica. Lo mismo hacen, en distintos grados y con recursos diferentes, algunos de los libros que, desde la desapropiación, se enfrentan a los secretos del territorio para hacer la pregunta sobre la justicia. Me refiero, dentro de la tradición reciente mexicana, a trabajos como Antígona González, de Sara Uribe; El anti-Humboldt. Una lectura del Tratado de Libre Comercio, de Hugo García Manríquez; El 27, de Eugenio Tisselli, o Manca, de Juana Adcock. Y me refiero también, entre muchas otras, a obras desde la tradición experimental norteamericana como Dictee, de Teresa Hak Kyung Cha; Well then there now, de Juliana Sphar, o The Morning News is Exciting, de Don Mee Choi. Se trata en estos casos de escrituras políticas, menos por declararse políticas que por llevar a cabo la operación desapropiativa de la des-sedimentación material y cultural las constituye.

II. Ubicarse es pertenecer

Siempre es importante saber dónde estamos, especialmente en un libro que se mueve con denodada facilidad entre terrenos disímiles. Tal vez por eso, el primer mapa que aparece en Bulgaria Mexicalli captura la atención por largo rato. Ahí, debajo de la silueta reconocida, está el nombre de la República Mexicana y, por si faltaran más señas de identidad, el del Océano Pacífico y el Golfo de México. Justo ahí, en ese recoveco de agua, emerge la rosa de los vientos que indica con claridad el norte y el sur, el este y el oeste de nuestra mirada. Todas estas señales no amilanan la extrañeza. ¿Qué es eso que está dentro del territorio mexicano? Los nombres vienen una vez más al quite. Se trata de Bulgaria, que ahora ocupa buena parte del noreste y centro-norte mexicano. De hecho, su capital, Sofía, estaría más o menos entre el sur de Durango y el norte de Zacatecas. Aquí es donde hay que fincar la casa del poema. Esta es nuestra tierra firme.

Después de proveer cifras y datos concernientes a ambos territorios (Bulgaria tiene 110,994 km2, mientras que México 1,964,375 km2), el poema avanza con diálogos, con declaraciones en mayúsculas y negritas (MATARON AL HIJO DEL POETA, señala en referencia al asesinato del hijo de Javier Sicilia, ocurrido el 28 de marzo del 2011), con dibujos de rostros que bien podrían ser búlgaros o indígenas o personajes de ciencia ficción, hasta que, en la página 11, justo al lado de la figura de un hombre de ojos rasgados, collarín y turbante, aparecen las palabras: DILES QUE NO NOS MATEN/ DILES QUE NO NOS SEPAREN. La referencia a Rulfo se vuelve plural, incorporando a la lectora, y la separación del segundo verso se conecta de inmediato con la violencia del segundo mapa. En la parte superior aparecen los bordes de una Europa del este arrancada de sus vecinos del norte, aunque conservando a Italia. En la parte inferior de la página, se despliega el México que le corresponde a la Mesoamérica indígena, sin su norte árido y eso que en tiempos coloniales fue denominado como la Chichimeca de los indios bárbaros y nómadas. Las orillas mexicanas, de bordes ultrajados, parecen buscar con desesperación ascendente a su complemente búlgaro, mientras que la península itálica da la apariencia de poder ser, o de haber sido, ese largo brazo de la Baja California. 

Las alusiones a la historia de Bulgaria y al presente mexicano continúan en las siguientes páginas. Los elementos visuales, todos a cargo del autor bajo el seudónimo que solía usar para sus proyectos plásticos: Saúl Galo, se multiplican. Hay más rostros, pero también aparecen rectángulos negros horadados por cruces o rodeados de círculos también negros—ese otro registro a-significante que, sin embargo, alborota los sentidos. El despliegue de las palabras en la página se vuelve más libre. Entre los caligramas y los versos en mayúsculas atendemos a frases que vienen de los periódicos del presente y líneas que se vuelven ecos de otras líneas en la larga tradición de la poesía mexicana. El vértigo no cesa. Entonces, ocupando toda la página 23, aparece el tercer mapa. Una tercera forma de la juntura. Una nueva imbricación. Ahora Bulgaria no está tendida horizontalmente sobre el globo de la página, sino que se yergue, vertical, para mostrar desde sus adentros varios nombres de ciudades mexicanas. Aquí, Tamaulipas está en el sur, y Santa Teresa, esa mítica ciudad inventada por Roberto Bolaño en 2666, emerge en el norte. Mexicali, como le corresponde, aunque con doble L, ocupa la esquina más lejana, allá en el noroeste del plano.

Reconocemos los contornos y los nombres y, aun así, o por eso mismo, es difícil escapar a la extrañeza que provocan los detalles cruzados en los tres mapas. Esto no dejaría de ser un mero detalle críptico o juguetón, si no fuera, como es, un esfuerzo por ubicar a los lectores y desubicar el libro. Y, ubicar, como bien lo sabía José Revueltas, es un verbo sin ningún tipo de inocencia. Ubicar es lo que hacemos si queremos aproximarnos a la primera condición de lo que existe en la tierra: pertenecer. “Parece obvio”, decía Revueltas en un pequeño ensayo titulado “El escritor y la tierra”, “pero al hombre se le dijo esta primera palabra de pertenecer y también se le dijo a la piedra y al árbol. El árbol pertenece, está ubicado, tienen un sitio. Nada más simple, nada más evidente y prodigioso”.5 Estar ubicado materialmente, ocupar un espacio físico, es aquí un sinónimo de una pertenencia más profunda y espiritual. No por nada, Yusoff argumentaba también que “la geología como un régimen que produce sujetos y regula sus vidas subjetivas—[es] un lugar donde las propiedades del pertenecer se negocian”.

El poema, y con él el libro, está ahora mismo en tierra firme, es parte de un territorio lingüístico y cultural, así como de uno material e histórico, que se comparte con hablantes, traductores, y lectores de al menos de dos tradiciones distintas. Y digo al menos dos porque una tercera tradición se asoma en la doble L de la palabra Mexicalli (que normalmente se escribe sólo con una): un pasado y un presente indígena, específicamente náhuatl, donde la palabra calli significa casa. Sobre esas bases firmes, pues, se levanta “Suave Septtembre”.

*La segunda parte de esta columna se puede leer aquí

 

NOTAS

1 El Bulgaria Mexicalli de Gerardo Arana, publicado en Querétaro por Herring Publishers en 2011, puede ser consultado gratuitamente en este link: https://poesiamexa.wordpress.com/2016/05/09/gerardo-arana/

2 El libro de Kathryn Yusoff, A Billion Black Anthropocenes or None, recién publicado en 2019 por University of Minnesota Press, es una largo alegato contra discusiones eurocéntricas y racistas alrededor del antroposceno. Su insistencia en la existencia material de una gramática imperial de violencia tanto en el lenguaje como la práctica de la geología es central en esta lectura. También su percepción de la des-sedimentación como un artilugio político. 

3 Jussi Parikka, Media Geology (University of Minessota Press, 2015).

4 Sergio Villalobos-Ruminott, “Las edades del cadáver: dictadura, guerra, desaparición (postulados para una geología General)”, en Historiografía de la violencia. Historia, nihilismo, destrucción (Ediciones La Cebra, 2016).

5 José Revueltas, “El escritor y la tierra”, en Visión del Paricutín, José Revueltas. 6. Obra Reunida. Crónica (Era 2014), 548.

 

Cristina-Rivera-Garza-presentacion-Rigo_MILIMA20131201_0498_8Cristina Rivera Garza es la autora de Nadie me verá llorar (México/Barcelona: Tusquets, 1999), La cresta de Ilión(México/Barcelona: Tusquets, 2002), La muerte me da (México/Barcelona: Tusquets, 2007), Dolerse. Textos desde un país herido (Mexico: Sur+, 2011) entre otros. Su título más reciente es Había mucha neblina o humo o no sé qué (México: Literatura Random House, 2016).  Es columnista en Literal Magazine. Su Twitter es @criveragarza

 

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Posted: May 15, 2019 at 7:34 pm

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