Hablar se convirtió en un bálsamo
Hugo César Moreno
Hernández, Ilallalí. Callan por miedo. Personas migrantes cuentan su historia en lecherías del estado de Washington. Los libros del Sargento (2021), México.
Los espacios sociales se producen a través de las relaciones, otorgando sentido, identidad, arraigo y pertenencia. No son estáticos. Se consolidan en el tiempo, se disuelven y reconfiguran, son históricos. La movilidad humana los crea, recrea, destruye y ánima. Las pulsiones humanas imprimen cualidades. Si bien, como recuerdan siempre los expertos, la migración es un fenómeno fundamental para comprender la evolución de las sociedades, las características actuales de ésta le imponen un carácter específico, la convierten en una experiencia límite que, gracias a la conversión de la necesidad en virtud, permite a los sujetos migrantes hacer de esta experiencia un dato fenomenológico de su cotidianidad. “A salto de mata” es una metáfora adecuada para ilustrar dicha experiencia, aunque queda corta.
En los testimonios recabados por Ilallalí Hernández, la experiencia migratoria se siente en el destino, por lo que podría asumirse un trayecto exitoso. El trayecto no es protagonista, sino el trabajo en las lecherías de Washington, el infierno del trabajo, la vida después de cruzar. Lograr llegar al destino se convierte en un dato relevante para los estudios migratorios en la medida que los traslados truncos muestran experiencias donde los sujetos son terriblemente vulnerados, asumiendo en el trayecto finalizado un corte fenoménico, sin embargo, la situación de migrante deviene condición cuando este carácter se encarna en la identidad del sujeto, es decir, no es posible el asentamiento, la territorialización, la producción de un espacio social.
El trayecto de las personas que rindieron testimonio no es muy diferente de otros migrantes: “Cruzamos por el desierto, nos dijeron que teníamos que ir en silencio. La segunda noche caminando, mi vecina iba despacio de tan cansada, me acerqué a ayudarla y el grupo nos dejó” (p. 51). El cruce es apenas el inicio de un periplo complejo y plagado de peligros e incertidumbres. El primer escollo a resolver es el del trabajo, dónde y cómo hallarlo, sabiendo claramente que se está disponible para cualquier labor, la más peligrosa, si es preciso y “Lo que se escucha de Washington es que hay trabajo seguro y bien pagado en las lecherías” (p. 58). La condición de migrante en Estados Unidos está desterminada por la ilegalización del acto realizado irregularmente. De facto, los migrantes son convertidos en delincuentes, sujetos clandestinos que necesitan ocultarse, temerosos de ser descubiertos e imposibilitados de invisibilizar su cuerpo, portador locuaz de su procedencia: “Cuando cruzan la frontera que divide México de Estados Unidos, hay una nueva configuración en la vida de muchas personas. Comienzan por entender el valor de la prudencia, evitan las riñas, se vuelven ejemplares conductores” (p. 82) y callan por miedo. Si el cruce es peligroso, la estancia está definida por el miedo: “Yo nunca había sentido miedo, ni cuando cruzamos para venir y los polleros nos encerraron en una casa por varios días en Phoenix sin comida ni agua, no tuve miedo en el desierto, pero ahora tiemblo, lloro, paso días intranquila. Siento que no soy la misma” (p. 42). El fenómeno de la migración actual no termina con el cruce y el asentamiento, continua con la consolidación de una subjetividad sometida al temor y la devaluación de su identidad, alienados de derechos fundamentales al no ser ciudadanos.
Aunque existe un miedo más silencioso, el de ser deportado, son los rumores los que van alimentando el temor colectivo, se dice que patrones acusan ante los agentes de ICE a sus trabajadores, se cuenta de gente que no vuelve a ver a su familia, de buenos trabajadores sustituidos en cuestión de minutos (p. 47-48).
Desciudadanizados (Moreno, 2014) por su condición de migrantes, estos sujetos son la clase más baja, perfectos elementos para realizar los trabajos más precarios y peligrosos. Cuerpos abandonados a jornadas de trabajo extenuantes realizados en espacios peligrosos, pantanos de mierda: “A esos sitios les llaman lagunas de estiércol, las cuales pueden llegar a tener una profundidad hasta de diez metros” (p. 44). Los dueños de las lecherías, ubicadas en ranchos interconectados por carreteras que carecen de eficiente transporte público para trasladar a la fuerza laboral, prefieren crear lagunas de estiércol para ahorrar en la implementación de plantas de tratamiento de los desechos orgánicos del ganado. Esto hace del terreno una zona peligrosa donde los accidentes son comunes, pues ni siquiera gastan en señalizaciones adecuadas. El medio ambiente hace lo suyo:
La nieve que se descongelaba tornó el terreno resbaladizo, el impacto del golpe contundente del tractor liberó grandes cantidades de biogas que Randy inhaló, un letal veneno que paralizó su respiración y lo mató en pocos minutos (p, 46).
Por supuesto, quienes están más propensos a padecer el peligro son los trabajadores migrantes, percibidos como lo más prescindible, lo más fácil de reponer ante el despido o el accidente. Incluso más prescindible que los animales, materia prima de la industria: “Ya sabemos que si una vaca se enferma o se lastima, la atienden rapidito, a los animales los cuidan y a las personas nos dejan ahí (p. 91). Ante esta posición, no es raro que en las relaciones de poder los migrantes padezcan múltiples atropellos.
En las relaciones de poder entre los trabajadores y empleadores existen intermediarios, algunos representando al patrón, otros, intermediarios entre los trabajadores y el patrón. Es el caso de Labor e Industrias, institución estatal que debería regular las condiciones de trabajo, pero que “inspecciona de manera cuestionable las lecherías, dejando la región de Yákima dominada por los rancheros, encargados y mayordomos quienes oprimen la voluntad de los trabajadores con amenazas, represalias y guarnings que les permiten despedirlos de manera legal” (p. 47). Labor e Industrias, en su operación real, funciona como un mecanismo de ocultamiento del maltrato, muchas veces legitimando el maltrato hacia los trabajadores, porque
…no se encuentran con una misión de proteger al trabajador sin importar su estatus migratorio, por el contrario, actúan como agentes persecutores que castigan dos o tres veces al trabajador que se lesionó e incluso, existen casos de personas que han tenido que asumir la cuenta de su atención médica tras una emergencia que hubieran vivido en su lugar de trabajo (p. 79).
La condición migrante funciona, también, como obstáculo para la movilización social, osificada en la indeterminación ciudadana, en cuando deben cumplir con las obligaciones de cualquier ciudadano, pero no gozan a cabalidad de los derechos implícitos en tal estatus. De esta manera, la ciudadanía es una fuente de poder que es utilizada con alevosía y ventaja, distinguiendo a los sujetos y promoviendo actitudes victimarias entre quienes tienen el mismo origen, “conforme los trabajadores van escalando en los puestos, el poder les da una cierta rigidez, de ellos se espera que exista mano firme. Son figuras que se encuentran heredadas y arraigadas en la cultura desde la conquista: el látigo del capataz garantizaba el trabajo para su señor” (p. 61). Sin duda, se trata del comportamiento funcional del ejercicio de poder, donde quien lo ejerce, se regodea en su cuadratura, descolocándolo e inventando superioridad que va más allá de la relación laboral. En Yákima, según los testimonio, las relaciones de poder verticales parecen inclinarse son sevicia hacia el cuerpo del otro, del sometido, en la forma del acoso sexual. La posición en esta relación vertical somete al trabajador, sin importar su género, a una cosificación sexual denigrante: “Me decía que yo nunca iba a agarrar un aumento de sueldo sino me acostaba con él” (p. 59); “Todo se puso peor cuando pusieron de mayordomo a ése que le gustaba tocar, a mí se me acercaba, decía que tuviéramos sexo o que de menos dejara que me… que me dejara chupar” (p. 66). Las voces son de hombres, “víctimas [que] se refugian en la culpa y el enojo por sentirse vulnerables. Pese a ser hombres, jóvenes y fuertes, se descubren frágiles e indefensos” (p. 71). Los victimarios se dibujan como personajes iluminados por su posición de poder, capaces de eclipsar la dignidad de sus subordinados: “A veces pienso por qué es tan difícil defenderse y pues sí, los papeles, la familia y sobre todo un problema con la ley, yo pensaba que como el mayordomo tiene papeles y apoyo de los patrones pues no puede perder” (p. 70). La condición de migrante se encarna y expresa en la aceptación de la subordinación más allá de una mera relación laboral. El otro está por encima porque tiene “papeles”, porque la situación irregular ya le impone la derrota como identidad. “Es curioso cómo el grueso de las quejas laborales en las lecherías de Washington se dirigen principalmente a los trabajadores que ascienden y tienen poder” (p. 60), nos dice Ilallalí, “curioso” quizá como ironía, pues es, precisamente, esta diferenciación la que ajusta la relación de poder, no sólo replicando las formas, sino recrudeciéndolas para reafirmarlas sobre los cuerpos. Por ello, el acoso sexual es sólo parte del repertorio de abusos: “El acoso sexual sucede a la vista de todos, los innumerables casos de abusos, explotación, represalias, el robo de horas de comida, las horas extra que no se pagan, las exigencias extenuantes y el sentimiento de impotencia” (p. 67). En ese sentido, el acoso sexual contra hombres tiene una función de limitación corporal que se suma a la impuesta por los peligros de deportación. El cuerpo masculino y la masculinidad misma desplegada por hombres de formación, digamos, clásica, se desactiva en cuanto potencia resistente: “Algo se rompe cuando no puedes hacer nada, cuando no dices nada y entonces yo pienso en las mujeres, en cómo se sienten cuando les pasa lo mismo, uno por hombre se siente enojado de quedarse callado, pero ellas ¿qué dicen?” (p. 68), reflexiona uno de los entrevistados. Es muy interesante el proceso lógico elaborado para terminar con la pregunta por las mujeres. Porque si existe este fenómeno, para el caso de las mujeres la situación es todavía más difícil, en cuanto incluye a los compañeros, es decir, lo padecen en la verticalidad de las relaciones de poder, pero también en la horizontalidad de día a día.
El trabajo en las lecherías no menos exigente que en el campo y sí más peligroso (desde la posibilidad de ser golpeado por un animal hasta quedar atrapado en una ciénega de mierda), en ese sentido, para una perspectiva tradicional, no sería del todo adecuado para la mujer. Sin embargo, la incursión femenina en las lecherías llevó beneficios insospechados: “Con el ingreso de la primera mujer en la lechería disminuyó la contaminación de la leche, el mayordomo le prometió que si mantenían esos niveles, les daría un bono” (p. 37). Sólo bastó la aplicación de modos femeninos aprendidos, como limpiar con mayor parsimonia las ubres del animal, para mejorar un proceso: “Resulta que en la siguiente medición salió muy bajo el nivel de bacteria y el encargado me preguntó si tenía otras amigas que quisieran trabajar” (p. 37). Como dije, la relación entre compañeros impone a la mujer soportar ambientes incómodos y, muchas veces, violentos:
En esa industria las mujeres deben soportar en silencio la forma en que se dirigen a ellas, las charlas e incluso ignorar los chistes y las burlas. Bajan la cabeza, siguen trabajando, algunas simplemente renuncian, sin embargo, no todas tienen esa opción: conseguir un trabajo fijo en lecherías no es un asunto sencillo (p. 75).
Dije que me parecía interesante el proceso lógico elaborado por un hombre que sufrió acoso sexual. Me lo parece porque abre una veta de diálogo con las mujeres sobre un asunto en el “Los hombres no entienden que las palabras que dicen y que gritan ofenden mucho, nos hablan con palabras que hasta duelen, a las mujeres nos miran diferente” (p. 88). Vivir experiencias similares puede servir para comprender cómo la situación social y política es la que determina la posición de vulnerabilidad y no, necesariamente o exclusivamente, la condición de género. Es decir, en la medida que mujeres y hombres trabajadores en las lecherías se perciban como esencialmente iguales en tanto personas migrantes trabajadoras, las relaciones horizontales serán más fructíferas para formular estrategias de protección a sus derechos más elementales y, después de esto, en la vida cotidiana esta verdad en el trabajo pasará a ser verdad para todas las relaciones. La clandestinidad en que viven los migrantes les enmudecen, pero si algo nos muestran estos testimonios, es que el silencio sólo incrementa las fuentes del miedo y la inmovilidad. “Hasta que un día les comenté y me dijeron que lo único que estaba haciendo mal era no pedir apoyo. Mis hijos están a mi lado y me dicen que soy valiente” (p. 72), dice uno de los hombres que estuvo sometido al miedo, pero son las mujeres quienes con mayor fuerza y esperanza han logrado dejar de callar.
El libro se titula Callan por miedo, con el título nos sitúa en la realidad que viven las personas migrantes en este particular medio laboral. Pero sus páginas, amén de las tragedias desgarradoras, tienen un fuerte elemento esperanzador en cuanto a las potencia organizativa y política de estos sujetos. Han callado, pero tal como titulé esta reseña “De pronto, hablar de convirtió en un bálsamo”. Porque si bien la estancia asemeja martirologio, ya están ahí, entonces, se puede vivir ahí, porque de hecho, ahí vive. Han hecho su espacio. Lo han territorializado con sus cuerpos, sus lenguajes, con su trabajo: “Llegamos directo para acá, porque aquí había trabajo. Entré luego luego al fil y lo que no sabía, lo aprendí rápido. Antes de cumplir el año me pude traer a mi hija (p. 52). Aún son migrantes en el sentido de ser subjetividades desarraigadas, disgregadas en el tiempo y el espacio, entre el ir y venir: “Una nunca piensa en quedarse pero luego ya no puede irse. Aquí tengo a mi familia, cinco hijos, unos ya graduados, la más chica entró al College, tenemos casa, leche de nuestras vacas, pollos que engordamos para vender. Trabajamos duro y hasta alcanza a veces para mandar algo a México (p. 52). La condición migrante tiene una relación ríspida con los territorios que habita, como reconociendo apenas su cuerpo como único elemento de habitación de los espacios, limitando sus pasos a los mojones desde donde logra perspectiva para no extraviarse: “Aunque llevaba ya un par de décadas en esa región, nunca antes se había aventurado en aquella zona, sólo trazaba los caminos que la llevaban de su trabajo al fil, a la iglesia, al careoqui, a las escuelas de sus hijos, al hospital, al super” (pp. 53-54). A fuerza de estar interferidos por el terruño dejado y el terreno de asentamiento, los sujetos migrantes se arraigan y construyen identidades dúctiles con las cuales habitan y crean el espacio social:
En este pueblo tengo a mis hijos, la tumba de mi padre y de mi hermano mayor que chocó. En Michoacán tengo puras tumbas también, hasta las de unos primos que quisieron regresarse al pueblo y los asaltaron porque tenían dólares, los mataron. No se puede empezar allá, porque no hay nada para hacerlo, entonces uno se queda aquí pensando que tiene algo mejor, pero la mera verdad es que si no sales a trabajar no tragas (p. 83).
Ante el nada allá y poco acá, se convierten en maestros “de la espera y la templanza”, y, de cualquier modo y a pesar de las vicisitudes no dejan “de sonreír y hacer bromas” (p. 84). En el entre, en la incompletitud, en la vulnerabilidad, bullen la vida y los saberes. Aprenden, enseñan, proporcionan riqueza al lugar, económica y cultural. Si algo muestra este libro es cómo la experiencia migratoria no termina con el cruce, cómo se extiende y cómo se configuran las nuevas expectativas de los migrantes. Ellos ya lo saben ¿qué podrán enseñar a quienes arriesgan la vida todos los días para cruzar al norte? Está entre estas páginas.
Nohora Niño Vega (2021), en una investigación con menores de edad en pleno proceso migratorio, atorados en albergues, encontró que la experiencia de centroamericanos y mexicanos del sur se torna parecida en cuanto mantienen una mirada idílica sobre el sueño americano, es decir, quienes están más alejados de la frontera norte, siguen creyendo que cruzar la frontera promete un cambio de vida significativo en lo que se refiere a mejorarla. Sin embargo, no sucede lo mismo con los jóvenes del norte, los fronterizos, para quienes ese sueño no es perseguido porque ven más facilidades de acceso a recursos participando en el tráfico de migrantes como guías. No se trata de presentar estas experiencias como alarmantes ejemplos sobre el peligro del asentamiento en los Estados Unidos, sino de comprender que la transmisión de las experiencias deviene en saberes útiles para afrontar con mejores herramientas la migración. Ese es un valor intangible de este libro.
Referencias
Moreno Hernández, Hugo César. (2014). Desciudadanización y estado de excepción. Andamios, 11(24), 125-148. Recuperado en 10 de septiembre de 2021, de http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-00632014000100007&lng=es&tlng=es.
Niño Vega, Nohora (2021). “Las experiencias de jóvenes migrantes mexicanos en Sonora”. En Valdez, Mónica y Narváez, Juan Carlos. #Jóvenes y migración. El reto de converger: agendas de investigación, políticas y participación. SIJ-UNAM, México.
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Posted: September 14, 2021 at 7:55 pm