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Invencible Liliana

Invencible Liliana

Ana Clavel

I

En “Retorno a Tipasa”, uno de los ensayos que conforman El verano (1954), Albert Camus escribió: “En lo más profundo del invierno aprendí al fin que había en mí un invencible verano”. Dice Vila-Matas que, frente a la devastación de la posguerra, Camus habla ahí de lo inútil que es llorar y lo urgente que es poner manos a la obra, situar en primer plano los almendros con su floración irremediable, el verano profundo de la vida, la perenne vulnerabilidad de la belleza y la sabiduría: “Se trataría, pues, de buscar la salvación del espíritu nada menos que en el imposible mundo moderno”.

La frase de Camus la encuentra la escritora Cristina Rivera Garza entre los papeles, notas, libretas de su hermana menor, Liliana, una joven de 20 años, estudiante de arquitectura, asesinada el 16 de julio de 1990, a manos de su exnovio Ángel González Ramos, hasta la fecha prófugo. A caballo entre el testimonio, la novela de no-ficción y la autoficción, la autora pone sus dotes de composición narrativa y poética para conformar una obra en la que la búsqueda de la verdad y la justicia brillan en el horizonte literario. Un mosaico de voces involucradas, amigos, familiares, la de la propia Liliana, con toda su frescura y juventud, notas periodísticas, la memoria de un pasado compartido y la reflexión sobre las violencias de género en un tiempo en que ni siquiera había palabras para nombrarlas y todo corría con el velo de “crímenes pasionales”, en el panorama de un país crucificado por la furia feminicida y sus mecanismos de negación, complicidad y ocultamiento. Cuya pedagogía de la crueldad y castigo mantiene sus lecciones de sometimiento y muerte hoy en día, tentáculos de un monstruo social que sigue segando la vida de tantas mujeres aquí.

A casi treinta años de distancia, en una labor de investigación acuciosa, la autora busca abrir el caso de su hermana ante las autoridades, la familia, los amigos, ella misma, en un doloroso y necesario acto de exhumación mediante la escritura, tras décadas de culpa y silencio: “Ahí, entre esas ruinas, es que aparece por primera vez el día de hoy. Su cabellera. Sus pasos largos. Ese aire de dirigirse al infinito. Estoy a punto de decir su nombre. Estoy a punto decir: Liliana”.

En un tono muchas veces confesional, una segunda persona narrativa para establecer un diálogo postergado, la autora se desnuda de intenciones:

“… guardar silencio fue una forma de arroparte, Liliana. Una forma torpe y atroz de protegerte. Bajamos la voz y nos recluimos dentro de nosotros mismos, contigo adentro, para no exponerte a la acusación, al morbo tullido, a las miradas de conmiseración. Bajamos la voz y caminamos con pasos de niebla, achicando nuestra presencia por donde pasábamos, tratando de ser de una vez los fantasmas en los que nos convertimos con el tiempo … Porque estábamos muy solos, Liliana. Porque nunca estuvimos tan huérfanos, tan desasidos, tan lejos de la humanidad. Más solos que nunca en una ciudad feroz que se nos vino encima con las mandíbulas poderosas del machismo: si no la hubieran dejado ir a la Ciudad de México, si se hubiera quedado en casa, si no le hubieran dado tanta libertad, si la hubieran enseñado a distinguir entre un buen hombre y otro peor”.

Sin duda, la obra más personal e íntima de una escritora que nos había deslumbrado con sus propuestas para ficcionalizar el dolor, la locura, la soledad, la muerte, con gestos escriturales desafiantes, transgresores, incluso lúdicos, lúcidamente desestabilizadores. Lo sorprendente acá es haber afinado las herramientas del lenguaje para darnos un texto contenido pero a la vez sobrecogedor, implosivo, que sabe decir y callar y no caer en dramatismos vociferantes, certero como una navaja para cortar el pensamiento y sus emociones. Decía don Alfonso Reyes que, si sólo habláramos de transmitir sentimientos, “hasta los perros aúllan y eso no es poesía”. La escritora Rivera Garza lo sabe, y sabe también que el mejor homenaje a su hermana es una escritura afilada para rasgar el velo de la conciencia:

“No supimos qué hacer. Ante lo inimaginable, no supimos qué hacer. Ante lo inconcebible, no supimos qué hacer. Y callamos. Y te arropamos en nuestro silencio, resignados ante la impunidad, ante la corrupción, ante la falta de justicia. Solos y derrotados. Solos y deshechos. Triturados. Tan muertos como tú. Tan sin aire como tú. Y, mientras eso pasaba, mientras nos arrastrábamos por debajo de las sombras de los días, se multiplicaron las muertas, se cernió sobre todo México la sangre de tantas, los sueños y las células de tantas, sus risas, sus dientes, y los asesinos continuaron huyendo, prófugos de leyes que no existían y de cárceles que eran para todos excepto para ellos, que contaron desde siempre con el beneplácito de la duda y la disculpa anticipada, con el apoyo de los que culpan sin empacho a la víctima … Hasta que llegó el día en que, con otras, gracias a la fuerza de otras, pudimos pensar, imaginar siquiera, que también nos tocaba la justicia. Que la merecías tú. Que la valías tú también entre todas las muchas, entre todas las tantas. Que podíamos luchar, en voz alta y con otras, para traerte aquí, a la casa de la justicia. Al lenguaje de la justicia”.

II

Una labor de investigación forense —en su origen etimológico, llevar al foro público lo privado—, para situar los hechos, los lugares, las circunstancias. En su núcleo se trata de una novela negra, negrísima, con un crimen oscuro, una víctima y su asesino. La escritora hurga y disecciona, desentraña y da a la luz las distintas partes de un rompecabezas perverso en su dispositivo de normalización de la violencia doméstica. Pero las etiquetas le quedan pequeñas. A través de los cuadernos y hojas sueltas escritas por Liliana, que habían sido resguardados en cajas tras la tragedia, es posible vislumbrar las inquietudes, miedos, ilusiones, desafíos, arrebatos de una adolescente que se abría al perfume sensual de la vida y sus compromisos: “No hay responsabilidad más atroz ni más sagrada que la que nos obliga a ser nosotros mismos”, escribe una joven Liliana de dieciséis años, desafiante a partir de sus lecturas y deseos de plenitud recién descubiertos. Cartas y notas para reconstruir el horizonte avizorado desde la impetuosa fuerza de la juventud, las amistades, los descubrimientos, un campo de estudio, el cuerpo propio y la sexualidad, la atracción por el otro, los enamoramientos, una relación de noviazgo que al poco tiempo fue dando señales de asfixiarla, aunque en ese momento en 1987, no hubiera un lenguaje que le permitiera identificar esas primeras señales de peligro.

Acercarse al mundo de Liliana adolescente y joven adulta, conllevó en la propuesta del libro la creación de una tipografía que rescatara su letra manuscrita —uniforme y vertical, a saber qué dirían los grafólogos sobre su personalidad— por parte de uno de sus amigos, el diseñador gráfico Raúl Espino Madrigal.

De la adolescente estremecida por el vértigo de atisbarse a sí misma y descubrir el mundo y a los otros, a la joven que, ya estudiante de arquitectura en la UAM-Azcapozalco, descubrió las estrecheces de una relación tóxica que la cercaba entre mensajes confusos de amor y razones de suicidio, de posesión y signos de violencia, Rivera Garza reconoce: “Reconstruir los últimos meses de la vida de Liliana no es sencillo. Además de la muchacha lista y luminosa, la amiga confiable y a veces protectora, la jovencita dicharachera y burlona que sabía sanar y herir con las palabras; además de la joven estudiante que se iba enamorando más y más de su campo de estudio; la sagaz, como la describió alguno de sus amigos, la carismática, la líder; además de la mujer que creía cada vez más en sí misma, estaba también la Liliana que, por más que revolvía el mundo, no encontraba un lenguaje para nombrar la violencia que la seguía de cerca”.

A las señales de dominación y maltrato físico y psicológico por parte del depredador, sus amenazas de suicidio, el hecho de que portara armas de fuego, el ambiente de violencia de la familia de Ángel —la misma que lo encubriría después para darse a la fuga—, vino primero un rompimiento y un alejarse al cambiar de ciudad para entrar a la vida universitaria, una vida a la que él no tenía acceso al fallar el examen de admisión y su consecuente frustración. Decidió entonces no dejarla ir, asediarla, vigilarla, confundirla, presionarla. Hay rastros de asfixia en las notas de Liliana, como ésta del 15 de noviembre de 1988: “¿Si el desatarse estuviera simplemente en levantar los brazos? / ¿Si el transcurso en espiral del tiempo fuera la evolución de una escalera eléctrica que se entierra y sobrevive?” O esta otra del 6 de noviembre de 1989, poco antes de la caída del muro de Berlín y unos meses previos a su asesinato: “A pesar de todo, me encuentro aquí. / Nos encontramos aquí, formando parte de un núcleo estúpido. ¿Hay salidas? ¿Puertas? Quizá, si tan sólo existiera una ventana. / ¿Qué pasa? El mundo da vueltas, y yo sigo aquí, como si no pasara nada, estática. Inmóvil”.

En No Visible Bruises, un libro fundamental que le sirve a Rivera Garza para desentrañar las marcas no visibles de la violencia doméstica, su autora, Rachel Louise Snyder, se pregunta: ¿Cuál es la reacción más lógica ante el ataque de un oso? Lo cual conlleva a un momento de decisión de vida o muerte. “Si un oso te ataca, ¿lo atacas a su vez, sabiendo que puede herirte con facilidad, o te haces el muerto y cedes?” Según Snyder, “Las víctimas se quedan porque saben que cualquier movimiento súbito va a provocar al oso. Se quedan porque con el tiempo han podido desarrollar algunas herramientas capaces de calmar, a veces con éxito, a la pareja furiosa: ruegan, suplican, prometen, adulan, demuestran púbicamente su afecto por el depredador y su alianza contra la gente que, como la policía o los licenciados o los amigos o la familia, podría salvar sus vidas. Las mujeres maltratadas se quedan porque ven que el oso se aproxima. Y quieren vivir”.

III

Fue en junio de 1990, unas semanas antes del crimen, que Liliana escribió en sus notas la frase luminosa de Camus. Rivera Garza se pregunta entonces: “¿Estaba despertando? ¿Había encontrado la forma, esta vez, de consolarse y aconsejarse a sí misma? ¿Estaba su propio invierno a punto de llegar a su fin?” Todo indica que sí, Liliana planeaba estudiar una maestría en Inglaterra. Así se lo dijo a una amiga, a la que invitó a sumarse al proyecto. Para convencerla, había bromeado: “hay buenos elotes en Inglaterra”. Por eso la autora afirma: “Tengo la impresión de que ese verano de 1990 Liliana estaba intentando salir. Liliana ya iba de salida. Después de tantos años de gaslighting, después de los años en que Liliana aprendió a acceder a las demandas del oso para así calmarlo, después de años de lucha, de resistencia, de negociación, de batalla, Liliana estaba por fin en su camino hacia fuera. Lo quería todo y lo amaba todo. Exigir lo imposible era su vocación…”.

Pero el predador sabía que su presa se escapaba. Y decidió culminar la pedagogía de la crueldad antes que perderla, y cumplir el mandato de la masculinidad más feroz. “Ángel ejerció una violencia letal espeluznante sobre el cuerpo de mi hermana, guiado, como bien lo anotó el periodista Tomás Rojas Madrid, por el odio. El odio de género. El odio contra la independencia y la libertad de las mujeres. El odio contra Liliana, la estudiante universitaria que siempre se puso del lado del amor”.

En la última carta que le escribe la autora a Liliana, donde le cuenta pormenores de su nueva vida académica en una universidad norteamericana, hay también el esbozo de una complicidad entre las hermanas. Después de narrarle sus impresiones sobre la película La pasión de Camille Claudel, la amante escultora de Rodin que pasó al olvido, tras ser recluida en un psiquiátrico, le dice: “Creo que muchas mujeres hemos creído que nuestro final como creadoras es la destrucción como bomba romántica. Yo me llené de rabia por ese crimen, y por tantos otros que ni siquiera vislumbramos, y me convencí que, al salirme de México, yo iba escapando de esas voces que te animan: ahí está el vacío, ¿no lo ves? Tírate. Aviéntate al abismo. Porque yo no quiero para mí ni para ti, ni para nadie, un final así; porque la destrucción y el desencanto no son un romanticismo ardiente sino un romanticismo asesino … ¡Ya basta! Ni el dogma del amor, ni el de la fama, ni el del dinero van a poder destrozar algo mucho más firme e inocente a la vez, el deseo insensato, tímido, arrebatado por vivir, por vivir y por crear otro vivir, algo más hermoso, algo más justo. Para eso es la voz y la mano”.

No fue sino hasta el 14 de junio de 2012, más de veinte años después del crimen de Liliana Rivera Garza, que se incorporó el delito de feminicidio en el Código Penal Federal, que en su Artículo 325 señala: “Comete el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por razones de género”. Una y otra vez la escritora insiste en lo esencial de un lenguaje para arropar a las víctimas y nombrar los signos ominosos de la tragedia, para apartar el caos y la confusión, y evitar que los crímenes acontezcan. ¿Acaso no es trascendental el peso que se le da en uno de los libros fundacionales de la humanidad: “Entonces dijo: Hágase la luz. Y la luz se hizo…”? El verbo, la palabra, el don de lenguas, el discurso, el lenguaje. Rivera Garza como demiurga de sombras y palabras lo sabe. Sólo la luz aparece cuando se es capaz de nombrarla. El poder germinal del lenguaje. Y su trascendencia. No sólo el verano. Aquella que regresa de la muerte, nombrada, compartida a través de la escritura: Invencible Liliana.

 

Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007).  Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013), entre otros. Su Twitter es @anaclavel99

 

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Posted: December 7, 2021 at 8:22 pm

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