La carga de los sueños
Oswaldo Estrada
Al principio no le dio importancia. Una caída la tiene cualquiera. Y más él que siempre estaba escribiendo alguna canción en el momento menos propicio. En una reunión familiar. Cuando estaba besando a su flaca y de pronto tenía que anotar un verso caído del cielo. O cuando le hacían una pregunta en la academia y escuchaba entonces la nota que venía buscando hasta en sueños.
—Como sigas con el vicio de la música, lo regañaba el padre, no llegarás muy lejos. Estudia algo que te sirva cuando ya no estemos aquí. Mira que somos viejos, hijo. ¿A quién conoces que viva de esto?
Eduardo lo tranquilizaba dándole un beso en la calva. No seas gruñón, papá. ¿Acaso tú no le escribías poemas a mamá? Esas cartas apasionadas que ella le leía a sus amigas en voz alta. ¿Y qué me dices de los acrósticos y discursos que redactas con el pretexto de los cumpleaños o los entierros? ¿De quién crees que he heredado el vicio de las letras?
—Lo mío es un pasatiempo. Tú eres un romántico incorregible y vives pensando en eso. Dentro de poco se te acaba la academia y no sé si le has sacado provecho.
Comenzó a preocuparse cuando las caídas se volvieron recurrentes. Y más cuando un día le fallaron los dedos. No por distracción ni por torpeza. No le respondieron al tratar de sacar una letra. Se le agarrotaron entre las cuerdas de la guitarra y tuvo que quitarlos con la otra mano. Muerto de miedo. Temiendo que fuera eso.
Alguna vez había acompañado a su tía Nelly a un desfile de hombres y mujeres que sufrían de ese mal. Con una mezcla de pavor y admiración, los vio recorrer parte de la Avenida Abancay. A pie. En sillas de ruedas, empujados por sus madres, de la mano de una enfermera.
—No es hereditario, le contó en aquella ocasión. En algunos casos surge en la adolescencia. Pero en muchos otros el mal no se manifiesta hasta los veinte o treinta años. Cuando es fulminante mueren al poco tiempo. Sus propios cuerpos comienzan a atacarlos. Todo se les atrofia hasta que la máquina deja de funcionar.
—¿Y estos que participan en la marcha? ¿Se salvarán?
—Estos son los más enigmáticos. Han sobrevivido a todos los brotes, pero la muerte los acecha a cada instante. Mientras tanto aquí están. Con la frente en alto y los músculos entumecidos. Aferrándose a la vida, aunque alguien los sostenga con una correa.
La tía Nelly hablaba de ellos con total naturalidad, acostumbrada a ver cosas peores en la escuela para personas de diversidad funcional. Parálisis cerebral, por ejemplo. Los efectos de nacer con un cromosoma menos. O tener uno de más. Que te falte el oxígeno por unos cuantos minutos al nacer, causando daños irreparables. Él, en cambio, no pudo dormir esa noche. Los imaginó bellos y esbeltos. Médicos. Arquitectos. Con hijos y perros. Con la vida truncada de repente por la aparición de esa maldita enfermedad.
—No creo que tengas eso, lo tranquilizó el médico varias semanas después, cuando por fin decidió hacer algo al respecto. Eres joven y aparte de estos incidentes aislados, te encuentras bastante bien. Hay que descartarlo con una analítica.
Se hizo las pruebas correspondientes a lo largo de varios días. Siempre en ayunas y con fe absoluta en el doctor Bioy. Tenía razón. No podía tener eso. Sus mandíbulas encajaban como antes. Coordinaba bien sus movimientos y los dedos no le habían vuelto a fallar. Un par de tropezones nada más, sin caer al suelo.
—Eso es falta de sueño, hijo. ¿Cómo no vas a estar todo tembleque si te pasas las noches escribiendo? ¿Crees que no veo la luz que sale debajo de tu puerta?
—¿Ahora me espías, mamá?
—Debería hacerlo. Me preocupa verte así. Para mí que estás anémico. Tanta canción te va a secar el seso. Y encima escribes para tus amigos que no te pagan ni un céntimo.
Eso debía ser. Anemia. Falta de sueño.
—Como sigas así, te va a dar un surmenage que te va a dejar idiota, como al Coquito Arroyo. ¿Te acuerdas?
Todos en el barrio sabían que Arroyo había terminado así por una sobredosis, excepto sus padres que seguían con el cuento del surmenage. Por vergüenza. Pero desde mañana dormiría más horas y haría lo posible por salvar el ciclo en la academia. No podía huevear toda la vida, escribiendo canciones para que sus patas se las cantaran en un bar de medio pelo. Publicando sus poemas en revistas locales. Escribiendo notas de ocasión. Tenía que estudiar algo práctico. Una carrera de tres años para poder mantenerse y dedicarse a sus letras. ¿No era su destino ser poeta?
Comenzó a escribir canciones para conquistar a Giovanna. A los catorce años. Aunque tenía una vocecita de pocos encantos, a ella le gustaban sus versos cursis. Por tu amor estoy amando / los contornos de la luna, delirante. El más petiso del salón los tenía bien puestos y se le declaraba así delante de todos sus compañeros.
—Te voy a decir que sí, Barnuevo, le dijo después de varios intentos. Pero el día que te pongas a escribirle a otra te mato. Era más alta que él, tenía el pelo rizado, los ojos grandes y unas pestañas de ensueño.
¿Cuántas canciones le escribiría en esos años? Hacía mucho que había perdido la cuenta el músico poeta. O de los versos que compuso para Julia y Carola. O para Silvana Anchaigua. Pero en sus noches de insomnio sacaba sus apuntes, los tarareaba, corregía alguna palabra y los guardaba. Si mañana me muero, le decía a su padre, junta mis versos y publícalos. No me subestimes, viejo. Con mis poemitas y canciones voy a hacer historia.
Su padre lo celebraba, aunque siempre le pedía que dejara de vivir en el aire. En el fondo le hubiera gustado hacer lo mismo y no dedicarse a la contabilidad. Tal vez debía exigirle más, pero era su único hijo y tenía el derecho de consentirlo. Ya encontraría su camino. Ya se pondría a trabajar en serio.
—¿Cómo que no sabe lo que tengo?
—Hay casos inexplicables, Eduardo, respondió cabizbajo el doctor Bioy. Con los lentes en la mano.
—¿Y mis síntomas? Me sigo cayendo. Me tiembla el pulso cuando escribo. He puesto una silla en la ducha por precaución.
—Lo único que te puedo decir es que todo mi equipo está analizando tu caso. Por ahora sólo nos queda descartar posibles enfermedades con nuevos exámenes. Estás libre de pedir una segunda opinión. En Houston, donde la medicina está muy avanzada. O en Suiza, donde hay cientos de casos parecidos. Pero aquí te dirán lo mismo. Llevo muchos años en esto y tu expediente clínico es un acertijo.
Lo intentaron por todos los medios. En Estados Unidos y en casa. Medicina tradicional y alternativa. Punciones y ampolletas. Hasta una sesión de quimioterapia que lo dejó como un trapo, por recomendación de un experto. Limpias con animales sacrificados en su pecho. Lavados de estómago y meditación. Pero nada surtió efecto.
—Ya no gastes tu dinero, papá, le decía el hijo con extrema dificultad. Pero don Ángel Barnuevo seguía empeñado en salvarlo como fuera, negándose a ver que con cada tratamiento quedaba peor.
—Tú no te preocupes por eso, lo alentaba la madre. Yo tengo fe en que pronto vamos a dar en el clavo y te van a dejar como nuevo. Tienes a toda la parroquia de San Alfonso rezando por ti. Y las hermanas del Sagrado Corazón te dedican sus plegarias vespertinas.
Una noche de desvaríos despertó a los padres con un grito animal.
—No siento las piernas, intentaba decir. Moviendo los brazos a lo loco, babeando incoherencias en la oscuridad.
Era cierto a medias. Tenía la pierna izquierda muerta. Y a partir de entonces usó silla de ruedas.
Su tía Nelly lo visitaba por las tardes, después de pasarse el día trabajando con los niños de necesidades especiales. A sabiendas de que lo suyo no tenía cura, hacía todo lo posible por alegrarle la existencia. Primero le llevó un masajista hippie que además de sobarlo en estado de trance, con un trapo en la cabeza, le hablaba de la energía y las chacras y otras tonterías que a Eduardo le daban risa. Luego le llevó a un fisioterapeuta valenciano que se pasaba la hora entera estirándole los brazos y hablándole de los arroces que preparan en su tierra. Al final, le compró un sillón reclinable. Para que le diera masaje en las piernas, mientras veía con su madre la telenovela.
—Me lo estás consintiendo demasiado, hermana, le decía el padre, desde la puerta del comedor. Así no va a querer estudiar nunca. Y él me ha prometido seguir una carrera.
Lo decía para robarle una sonrisa mal formada. Porque aunque hablara poco y gesticulara con dificultad, quería creer que se iba a sanar. Pero en las noches inmensas se abrazaba a su mujer y juntos lloraban recordando el día que le compraron su primera guitarra. Los versos sufridos que Lalo escribía para sus enamoradas. Llenos de faltas ortográficas. O la vez que le negaron ir a una fiesta, y él, sin rechistar, se escapó por la ventana, llevándose las llaves de la camioneta.
En los seis años que vivió así, con brotes intercalados y etapas de remisión, la casa se convirtió en recepción, enfermería y salón de actos. Sus amigos llegaban a cualquier hora para llevarlo al parque. Para tocarle alguna de sus canciones o para ver el partido. Juntos celebraron a todo pulmón el día histórico en que Perú le metió tres goles a Chile y lloraron como niños cuando la blanquirroja perdió contra Brasil.
Las enamoradas de antes se peleaban por pasar un rato con él. Le llevaban peluches y películas. O un pie de limón que debían deconstruir en la cocina: licuándolo hasta volverlo líquido y agregándole una cucharada de espesante para que pudiera tragar sin dificultad.
—Gracias por venir a verlo, lloraba la madre cuando las despedía.
—Cómo no voy a venir, señora, si soy el amor de su vida, le contestaba Giovanna para animarla. Aunque me engañe con las otras que vienen a verlo, usted sabe que yo soy la firme.
Así lo quería, con abnegación, sin importarle que su actual pareja le sacara en cara que se pasara días enteros en la casa del ex, atendiéndolo como si fuera su enfermo.
Después de obtener muestras de todo tipo y descartar una veintena de males, el doctor Bioy concluyó una mañana de marzo que padecía de una enfermedad crónica que atacaba a la materia blanca del cerebro y a la médula espinal. Una especie de virus desconocido que, al desgastar la sustancia grasa que aísla a los nervios, había producido una serie de cortos circuitos irreparables.
Algo parecido le habían dicho en Houston hacía varios meses, pero que lo confirmara Bioy era una sentencia de muerte.
Don Ángel supo entonces que debía publicar sus canciones y poemas. Editar. Pasar en limpio. Agrupar.
—Mejor espérate a que me muera, le decía Eduardo, con una sonrisa macabra. En su media lengua.
—No hijo. Sólo tú puedes ayudarme a ordenar todo esto. Ahora que estoy jubilado nada me haría más feliz que ser tu secretario.
A partir de ese día, padre e hijo pasaron las mejores mañanas de su vida en común. Después del desayuno, se acomodaban en la mesa del comedor y corregían verso a verso lo que Eduardo había anotado desde hacía años en dieciocho cuadernos, en las tapas de sus libros, en trozos de servilletas, cartulinas, envolturas y papeles sueltos. No todo estaba fechado, pero juntos podían deducir cuáles eran los más antiguos porque su letra había cambiado mucho desde que a los once años ganó un concurso de poesía a nivel nacional, por el Día de la Primavera.
—Ese se lo escribí a Julia y ahí tenía dieciséis, le aclaraba a su padre.
—Y este otro lo cantaron tus amigos el verano que nos fuimos a Paracas. Tendrías unos diecisiete.
Era una labor tediosa pero gratificante. Leer en voz alta y corregir una palabra. Cuando el barco nos retorne / por el rumbo impredecible de la mar. Volver a leer y eliminar un verso entero por desentonar con el resto del poema. O asombrarse hasta las lágrimas al confirmar el acierto de una estampa poética, el ritmo interno de una frase, la cadencia correcta… por las aguas virulentas / donde alguna vez hundimos, como niños, / nuestras naves de papel. Cuando los poemas eran malos, los volvían a guardar sin tocarse el corazón. Como los niños traviesos que esconden sus juguetes feos debajo de la cama. O detrás de un sillón.
Un día, al acabar de corregir una sinalefa, le pidió a su padre que lo sacara al jardín.
—Está lloviznando, hijo. Te vas a empapar.
—Quiero sentir la garúa, le respondió con mucho esfuerzo, aunque me de una pulmonía y me muera esta misma tarde.
Comprendió el padre que debían terminar pronto la edición, aunque faltaran muchos poemas por revisar. Importaba más llevarlo a pasear. Hacer un viaje a la sierra y ver otra vez los volcanes nevados. Las lagunas de la Cordillera Blanca. O llevarlo a ver el mar.
—Están locos si piensan que voy a apoyarlos en ese viaje suicida, protestó la madre.
Pero ellos se empeñaron en viajar con la silla de ruedas, los medicamentos, los espesantes y todo lo demás. Se quedó más tranquila cuando le dijeron que se llevarían a Andrés, el enfermero de cabecera que vivía con ellos para cargarlo de un lado a otro, llevarlo al baño y limpiarlo, ducharlo sentado, y acomodarle la barba bíblica que se negaba a afeitar.
El plan era ambicioso. Bajar por la costa, visitando las playas del sur. Subirse a una avioneta para ver antiguos geoglifos. Atravesar los Andes Centrales para internarse en la selva. Y cruzar en canoa la Amazonía.
Sólo de imaginarlos cruzando ríos caudalosos en embarcaciones rudimentarias a la madre se le paralizaba el corazón. Pero no podía negárselo en este punto de la batalla, y ella misma les preparó la ropa y todas las provisiones para que no pasaran frío ni tuvieran tanto calor.
—Si no sufriera del corazón, hijo, yo también me iría con ustedes. Aunque es una locura, entiendo que quieras hacerlo. Prométeme que te vas a cuidar mucho. Que vas a hacerle caso a tu padre. Y no vas a hacer desarreglos.
En la víspera de su partida, le hicieron una pequeña reunión. Con los amigos y las chicas de toda la vida. Con la música que tanto lo alegraba. Con guitarras y cajón. Recordaron las mataperradas del colegio. La única vez que lo llevaron a la dirección por anotar unos versos en el pupitre. ¿De qué sirven estos monstruos en el lienzo? / ¿Estas sílabas dolientes? ¿Estos versos? El baile de promoción con el pelo engominado. Cuando le pedían que recitara Rebelde mi alma flamea para conmemorar el Día de la Independencia.
Fue una noche memorable, llena de fotos y recuerdos pasados por un proyector. Bocaditos, tragos. Palabras sentidas. Y piñata. Parecía que todos despedían a un abuelo que los había consentido mucho y no a un joven de veinticinco años.
Cuando llegaron los libros a casa, la madre se puso a llorar de emoción. Le había dedicado el volumen a sus viejos. Por darme la vida tantas veces. Es el libro de mi hijo, les contaba a las vecinas, prometiéndoles a todas un ejemplar firmado. O un pequeño recital en el comedor.
Ya para entonces Eduardo y su padre habían hecho un poco de todo, sin que ella lo supiera. No le fuera a dar un patatús, se reían, y los obligara a volver a casa. Se habían subido juntos a una montaña rusa en un puerto pesquero. Se habían bañado calatos en unas pozas de aguas termales sin sentir vergüenza alguna por sus cuerpos. Y hasta habían probado unas galletitas de marihuana que les causó una risa incontenible y un largo sueño.
La mayoría de las veces dormían en el mismo cuarto. Abrazados, como cuando Lalo era pequeño y lo llamaba a media noche porque tenía miedo. Aunque Andrés estaba siempre pendiente de Eduardo, el padre le limpiaba la boca con su pañuelo de tela, se desvivía por darle de comer con una cuchara especial, esperando el tiempo que fuera para que tragara los alimentos con torpeza, y estaba pendiente de ponerle los mitones y la bufanda, o una manta en las piernas para que no se resfriara. Más que padre e hijo, eran dos viejos felices de compartir sus últimas horas en la tierra.
—Me hubiera gustado no estar enfermo, le confesó una noche intranquila. Tener una profesión. Darte nietos.
Habían tenido un día de muchas emociones y vivencias. La altura los había afectado más de lo previsto. Y lo sentían en la sien. En el pecho. A Eduardo le costaba respirar. También al viejo.
—Me has dado mucho más, le contestó el padre poco antes de que Andrés llamara a la ambulancia. Le cantó una canción de cuna, arrullándolo con amor. Ignorando su propio dolor de cabeza, la presión intensa de su brazo derecho, un hormigueo por todo el cuerpo. Le recitó de memoria varios de sus poemas y alcanzó a besarle los ojos antes de apoyarlo en su pecho.
Para seguir juntos el trayecto. Por otros mares y otros tiempos… llevando a bordo la carga de los sueños.
*Este cuento es parte del libro Luces de emergencia (Valparaíso, 2019) que pronto estará disponible.
Oswaldo Estrada es profesor de literatura latinoamericana en The University of North Carolina at Chapel Hill, y editor de la revista Romance Notes. Centrado en las literaturas de México y Perú, ha publicado numerosos artículos sobre memoria histórica, género, violencia y otredad en los siglos XX y XXI. Es autor de La imaginación novelesca. Bernal Díaz entre géneros y épocas y coautor y editor del libro Cristina Rivera Garza. Ningún crítico cuenta esto… Con Anna M. Nogar, ha coeditado Colonial literaries of Contemporary Mexico. Literary and Cultural Inquiries.
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Posted: November 21, 2019 at 9:28 pm