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La doble ilusión del populismo

La doble ilusión del populismo

Israel Covarrubias

Éric Fassin: Populismo de izquierdas y neoliberalismo (Barcelona, Herder, 2018, 128 pp.)

Los fantasmas, dicen, siempre tienen un lugar reservado cuando se observa el espectáculo que la política desarrolla por medio de sus formas, sean las más refinadas o las más burdas. Como se sabe, esas expresiones no se desarrollan de manera lineal, mucho menos sin mezclas. Quizá el populismo está en una situación parecida, al ser un fenómeno de naturaleza compleja, ya que tiende históricamente a la hibridación de sus articulaciones. Esta es la premisa que encontramos en uno de los estudios clásicos en la materia, de título Populismo (Buenos Aires, Amorrortu, 1970), donde sus compiladores, Ghita Ionescu y Ernest Gellner, sentencian: “Un fantasma se cierne sobre el mundo: el populismo” (p. 7). Un fantasma que convoca pasiones contradictorias, pero también episodios históricos extraordinarios para el estudio de las dinámicas del poder, tanto en las viejas como en las nuevas naciones. En suma, sugerir que el populismo es un “fantasma” es un recurso conceptual relevante, aunque problemático, porque lleva directamente a un callejón sin salida, que es el de la imposibilidad (junto a su ambigüedad) para definir qué es el populismo, aunado a la incapacidad de sostener una definición compartible en un área geográfica determinada o en un campo conceptual específico. Sobre este problema abundan la bibliografía, sin tener al día de hoy una respuesta clara al respecto.

La obra de Éric Fassin, Populismos de izquierdas y neoliberalismo señala rápidamente dos campos de batalla alrededor del fenómeno político más discutido en los últimos lustros en el ámbito de las ciencias políticas. No redunda sobre esa ambigüedad conceptual. El primer campo es la relación ilusoria entre populismo y clases populares, que coloca la retórica política en un cuadrante de eterna “deuda” con los excluidos de siempre. El segundo campo es la reificación del populismo como una totalidad cerrada (“un pueblo”), donde tiene lugar un proceso de des-diferenciación social. Por lo demás, el ensayo lo escribió inmediatamente después del triunfo electoral de Donald Trump en Estados Unidos en enero de 2017, y salió a librerías antes de la victoria electoral de Emmanuele Macron en Francia en mayo de ese mismo año.

Lo interesante de este breve ensayo es que su autor, un sociólogo político bastante conocido en América Latina, es un estudioso serio de las mutaciones recientes que han tenido lugar en campo de las identidades y las sexualidades, así como en aquel de los racismos, que son ámbitos estrechamente conectados, no obstante que los trabaje respetando la autonomía que tiene uno respecto del otro, y con particular atención a los casos norteamericano y francés. Dos modelos, dicho sea de paso, divergentes respecto a las concepciones sobre el orden democrático global. Es con este telón de fondo, que Fassin incursiona en la reflexión sobre el llamado “populismo de izquierdas” y su vínculo no necesariamente antagónico con el neoliberalismo.

¿De dónde parte el autor?, ¿cómo llega al populismo? Fassin sostiene que su punto de partida es lo que llama “la politización de lo vivo” (p. 10), representado en los juegos del poder que tienen lugar en los entresijos de la “norma” y la “ley”. Estas expresiones hoy son traducidos en experiencias de enorme visibilidad como el acoso sexual o los dilemas jurídico-sociales de las familias homoparentales. Por esto, es que para el autor hablar de democracia es hablar de una forma de sociedad, más que de un régimen político. Una forma social que batalla –aquí la impronta de la escuela francesa de teoría política es evidente– con su principio de indeterminación, con la falta de normativización pre-política y pre-social. Al respecto, dice: “la sociedad democrática renuncia, pues, a fundar su propio orden sobre la legitimidad de verdades trascendentes (como Dios, la Tradición, la Naturaleza); su tarea consiste en basarlas en valores inmanentes: el orden de las cosas no está dado, somos nosotros quienes lo instituimos” (p. 11).

Atento observador de los cambios políticos que han tenido lugar en Francia en los últimos años, en especial bajo las administraciones de Nicolas Sarkozy (2007-2012), y François Hollande (2021- 2017), está convencido de que la democracia liberal, basada en la garantía de derechos, se ha precarizado gracias a las políticas de confrontación y presión  entre un “nosotros”, traducible como nosotros los franceses blancos, y un “ellos”, los “no franceses”, o que por su apariencia “no francesa”, son ex ante definidos y normativizados incluso penalmente como extranjeros. No olvidemos que esta andanada retórica y estratégica dio lugar durante 2015 a uno de los episodios más vergonzosos de clausura de fronteras en la Unión Europea, donde hasta la socialdemocracia terminó por aproximarse a las posiciones de la derecha tradicional, por lo menos con relación al asunto de la inmigración, provocando un replanteamiento serio de lo que significaban las prácticas políticas “desde la izquierda” en los últimos lustros, así como cuestionar si era posible contar con una opción seria desde ese cuadrante ideológico y político.

La insurgencia del populismo es un efecto de esta presión. Su campo particular de expansión, agrega, tiene que ver con una “depresión militante” a causa del desdibujamiento de las competencias y las opciones de izquierda para la acción política (p. 16). En los ambientes tradicionales de las “izquierdas”, este es el contexto de la convicción de que es necesario “volver a empezar”, esto es, de que no hay que dejarse llevar por la marea de la “melancolía de izquierda”, como la define Enzo Traverzo, causada por la pérdida de los referentes y las brújulas intelectuales, así como por el colapso de las experiencias partidistas definibles como de “izquierda”. Volver a comenzar, para meternos al asunto del populismo, es “cambiar el pueblo” y “cambiar de pueblo” (p. 17). ¿Qué quiere decir el autor con estas dos inscripciones? “La primera se inscribe en la continuación de mis trabajos sobre las cuestiones sexuales y raciales; en vez de seguir una visión populista del universalismo republicano que opone el ‘pueblo’ a los bobós o incluso las clases populares a las minorías sexuales o raciales, hay que cambiar las definiciones: en vez de reducir lo social a un pueblo de hombres blancos, hay que abrirlo a un pueblo múltiple” (p. 17). La segunda acepción tiene que ver con el compromiso “con lo que el filósofo Michel Feher ha calificado como ‘política no gubernamental’, hablando de la política de los gobernados más que de los gobernantes […] prácticas de la política por parte de ciudadanos movilizados, fuera de los partidos, a favor de distintas causas –lo que llamaremos un público–. Movilizarse a favor de los sin papeles, del derecho a la vivienda o contra la violencia policial es constituirse como un público” (pp. 18-19).

Estas dos inscripciones mueven de manera sugerente las coordenadas instrumentalizadas en nuestros días cuando se aborda el estudio del populismo, en la medida en que permite la desmonopolización de su universo interpretativo, que redunda la mayor parte del tiempo el clivaje amigo-enemigo. Tan es así, que el autor sentencia que esta concepción sobre el populismo, es particular aunque no exclusiva de los ambientes de izquierda, ya que siempre ven en ella un nuevo comienzo, que “permite hacer tambalear el imperio del pueblo, a saber, el dominio de esta palabra sobre el discurso político, como si la democracia se redujera a la representación del pueblo” (p. 19).

Un “público” no es “el pueblo”. De hecho, dice el autor, el auge de la retórica acerca del “pueblo” va “en detrimento de los ‘públicos’, o cuando menos sin relación con ellos” (p. 20). Esto cobra mayor vigencia cuando estamos hoy discutiendo sobre potenciales salidas políticas a los efectos perniciosos del neoliberalismo, y particularmente cuando es un problema global que éste proceso va en una dirección opuesta al desarrollo de la democracia. El desafío es, entonces, no perder de vista que “con el populismo, la izquierda se expone a confundir la democracia con la figura del pueblo” (p. 21).

Para Fassin, lejos de pensar en una mera contraposición de programas políticos e ideológicos, el retrato a manera de “espejo invertido”, dice, del populismo está dado por las figuras de Donald Trump y Angela Merkel, particularmente cuando el primero sale en la portada de la influyente revista Time como el personaje del año de 2016, lugar que había sido ocupado justo por Merkel en 2015. La distancia de uno a otra es insondable: “si se presenta a Angela Merkel como un dique de contención contra el fascismo en Europa es para poder contraponerla al populismo xenófobo del futuro presidente de los Estados Unidos” (p. 24). Sin embargo, el panorama no es tan simple, porque así como en Estados Unidos se tenía la preocupación por el nativismo de Trump, cuya campaña arreciaba en contra de los mexicanos, por su parte Francia se veía golpeada por una serie de ataques terroristas, comenzando con el asalto a las oficinas del semanario Charlie Hebdo, y que ese mismo año culmina con un trágico ataque a diversos puntos de la capital francesa durante el 13 de noviembre de 2015 (Netflix produjo un documental dividido en tres capítulos sobre este acontecimiento). Estos ataques abrieron de nuevo el debate sobre el “nosotros” y el “ellos”, en la ya de por sí polarizada sociedad francesa. Algo similar sucedió en Alemania, con la serie de “agresiones sexuales en masa, en Colonia y en otras ciudades de Alemania y de Europa” (p. 25), consolidando justo el eje principal del nativismo. Sin embargo, lejos de pensar en un supuesto efecto domino donde al ascenso de Trump, aún poco claro en aquel momento, le sucedería la salida de Reino Unido de la Unión Europea -cosa que sí sucedió contradiciendo los pronósticos más refinados de que eso no era posible- hasta llegar a un cambio en la orientación política francesa con el incremento de atendibilidad que ganaba Marine Le Pen luego de los ataques terroristas en París, lo que sí hubo fue un cambio drástico en la insurgencia populista: “ya no se asocia tanto a una reacción racista ante las olas migratorias y las explosiones terroristas como a un rechazo de las políticas neoliberales, en particular en las regiones industriales damnificadas, desde la Inglaterra de las Midlands hasta el Norte de Francia, pasando por el Rust Belt en los Estados Unidos” (p. 27). Por ello, agrega, “el populismo remite más a una lógica económica que cultural. Por eso resuena no solamente en la derecha, sino también, y cada vez más, en la izquierda” (p. 27).

El clivaje xenofobico pierde fuerza, y queda reducido a las formaciones partidistas en ciertos ambientes de la extrema derecha, principalmente en Europa, para correrse al clivaje neoliberalismo-anti-neoliberalismo. El problema con la centralidad de un clivaje de este tipo es que clausura cualquier forma de expresión divergente a una mera constatación cerrada y absoluta. “La política de la representación nacional”, dice Fassin, “conduce a construir, no el pueblo, sino un pueblo” (p. 78). Pero, por otro lado, anuncia la pérdida de la potestad del proceso político por parte de las élites. El populismo anti-neoliberalista es una forma completamente contra-elitaria (p. 30).

De aquí, pues, que “la palabra populismo [sea utilizada más] como un arma […] que como un concepto” (p. 31). Un arma política que funda su éxito en la exigencia de un reconocimiento no negociable del “pueblo”, esas masas de sujetos movilizados que son todo menos “ignorantes”, “denigrables”, “dóciles”, “perdidos”, “incapaces de hacer política”, “racializados”, etcétera. Esta es la clave de la insurgencia populista, o como lo señala el autor en su libro tomando prestada una expresión de Chantal Mouffe, “el momento populista” (pp. 36-37), especialmente el que corre por el carril de la izquierda. Ahora bien, la duda que trae a colación el autor es saber si el antielitismo característico del populismo reciente, donde incluso entran personajes oprobiosos como Trump, puede “hacer buenas migas con los valores de la izquierda”. Es una interrogante interesante, pero de no fácil respuesta. Lo que se juega en la respuesta es la posibilidad de “volver a reactivar” la política, determinada por la proliferación de lo que Fassin llama, repito, “los públicos”, es decir, la miríada de reivindicaciones de lo social, excluído por el neoliberalismo. Es, en suma, una interrogante que pretende problematizar la politicidad inherente al pueblo de los excluidos por las élites políticas y económicas, que en la época “dorada” del neoliberalismo contarrrestaron exitosamente sus exigencias con una creciente privatización de lo público y sobre todo de lo político.

En este sentido, el autor define al neoliberalismo como un “despoblador” por su capacidad, siguiendo a Wendy Brown, de vaciamiento de la democracia, aunado a la exacerbación crediticia de la vida misma. Así es como se puede entender el por qué se engancha tan bien el fenómeno del populismo con la insurgencia de lo político, y que además, empuja hacia la “revitalización” de la dimensión “plebeya” de la democracia, que está compuesta no solo por clases populares, sino también por clases medias pauperizadas y clases que se sienten pasionalmente afectadas por el neoliberalismo (p. 51). El resentimiento “no es propiedad de una clase”, es “interclasista” (p. 93).

Para Fassin, el punto de la inflexión populista es que bajo la egida de un concepto como “pueblo” se logra la convergencia de diversos públicos que están dispuestos a seguir una oferta política que rompa abiertamente con el status quo, a pesar de que quienes impulsan este rompimiento pertenezcan precisamente a esa realidad elitaria que existe dentro de las sociedades democráticas. Públicos divergentes que no son la expresión de los “excluídos” de siempre de la globalización, “sino de aquellos que, cualquiera que sea su éxito o su fracaso, insisten en que a otros, que sin embargo no les llegan a la suela de los zapatos, les estaría llendo mejor” (p. 87). Este es el auténtico coagulante del populismo, al hacer jugar el resentimiento por carriles inéditos para las formas tradicionales de participación ciudadana en las democracias.

Si bien puede hablarse de una suerte de “coincidencia” entre los extremos, es decir, entre un populismo de derecha y otro de izquierda, ya que ambos exaltan un cierto tipo de resentimiento, aunque sus justificaciones morales e ideológicas estén orientadas a fines radicalmente diversos (por ejemplo, no son los mismos electores los que votarían a Trump o a Bernie Sander, o en el caso francés a Marine Le Pen o a Jean-Luc Mélenchon), lo cierto es que no es posible sostener empíricamente un discurso donde se pueda caminar de una orilla a la otra de modo fluido. Ambas opciones fundan su éxito en la intensificación de los afectos, pero para el autor es en este punto donde la distancia se vuelve incolmable: “El resentimiento no se convierte en rebelión, así como la indignación no se convierte en rencor” (p. 95).

¿Qué es lo que queda a la izquierda en esta situación histórica reciente? La respuesta es en cierto modo esperable. Fassin es un sociólogo crítico, comprometido, pero no complaciente con la izquierda “realmente existente”. Para él, un populismo de izquierda que pueda volverse una opción eficaz en el marasmo político de nuestros días, tendría que dirigir su atención a “conquistar a aquellas y aquellos que no sucumbieron la seducción del fascismo” (p. 100), fascinación expresada con puntualidad en los “pequeños autoritarismos cotidianos” en el seno de la sociedad democrática.

En este punto, Fassin recupera la idea de los “nanorracismos” de Achille Mbembe, que acompañan a los pequeños fascismos: “infligir de manera repetida pequeñas y grandes heridas racistas, con ‘lesiones y cortes’, es como perpetrar una forma de ‘violación repetida’” (p. 95). Esto es, confrontar una y otra vez al otro por el color de piel, por la incapacidad lexicográfica que tiene al no expresarse de manera adecuada en una determinada lengua, por la manera en cómo camina, en cómo viste o en cómo come, así como reproducir el léxico “inofensivo” de la sátira fascista justificada por una percepción ad hoc de la “libertad de expresión”, son ejemplos de esas micro narrativas que conjugan una violencia simbólica y física con la supresión de la expansión del orden político democrático.

El trabajo político está en la recuperación de aquellos ciudadanos y ciudadanas que han preferido la opción del abstencionismo a la de la participación del “mal menor”. “Aquí –sigue Fassin- hay una verdadera reserva de votos, con la condición, en vez de abandonarlos a la abstención, de tomar partido por los abstensionistas” (p. 100). La lucha es en el orden simbólico de la democracia, ya que exige el redimensionamiento de las formas de soberanización, populares o no, que no pueden seguir siendo sostenidas en la forma de la nación y del nacionalismo (p. 102). Pero además, el debate debe hacer suya las separaciones entre las derechas y las izquierdas, así como dejar de lado la estrategia de sustitución política en las culturas de las izquierdas, para quienes a vocablos y experiencias como “socialismo” o “comunismo”, simplemente hoy se suceden con el de “populismo”, en una especie de solución de continuidad histórica, cuando precisamente advierte Fassin, lo que une a las dos primeras con la tercera experiencia es la discontinuidad, sobre todo cuando pretenden poner en relación a un populismo de izquierda con el neoliberalismo, al que siempre “es más fácil oponerse que proponer, resistir que inventar” (p. 106).

Si la construcción de un pueblo aparece como imperativo en el manual del buen populista, hay que comenzar primero con la construcción de una izquierda que cobije al primero. Es un desafío que supera por mucho las prácticas y el pensamiento de la izquierda intelectual que hace del populismo su leitmotiv. Esto cobra una importancia mayor cuando se constata que el momento populista actual es, en realidad, un “momento neoliberal, que amenaza con ser un momento antidemocrático” (p. 128). Es esta constatación la que pone las bases de un debate intelectual, serio y plural, sobre el populismo actual. 

 

Israel Covarrubias es profesor de teoría política en la Universidad Autónoma de Querétaro. Su libro más reciente es Democracia, derecho y biopolítica. Problemas y dilemas de la vida en común (Ciudad de México, Gedisa-UAQ, 2020).

 

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Posted: June 6, 2021 at 11:08 am

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