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Ojos en el cielo, muertos en la tierra

Ojos en el cielo, muertos en la tierra

Naief Yehya

Apuntes sobre drones en el cine 

Desde el 2 de noviembre de 2002, los drones o aviones a control remoto dirigidos por el ejército estadounidense y la CIA comenzaron a ocupar un lugar privilegiado en la imaginación popular. Ese día tuvo lugar el primer ataque mortal por dron y comenzó la era de las máquinas asesinas que se dedican a cazar humanos desde las alturas. El dron en su forma actual comenzó a ser utilizado por algunos ejércitos (principalmente el estadounidense y el israelí) como una plataforma de visión, como un recurso de espionaje privilegiado, ojos en el cielo que podían verlo todo. El problema de las mentes militares es que nunca están satisfechas con nada y muy pronto imaginaron que esta prodigiosa maquina de espionaje a control remoto sería mucho más útil si también pudiera ser un arma. Las justificaciones eran fáciles de anticipar. Durante la guerra de Bosnia, comandos militares afirmaron que de haber tenido la posibilidad de disparar sobre blancos en tierra desde los drones que espiaban los movimientos de las tropas serbias hubieran podido impedir que se cometieran atrocidades. Esto es tan difícil de probar como de negar. Sin embargo, fue el argumento usado para persuadir al Pentágono de la necesidad de armar a los drones, algo que inicialmente los altos mandos no querían hacer y veían con desconfianza. En gran medida el ejército y las agencias de inteligencia tenían y tienen rivalidades, envidias e intereses incompatibles. Por tanto armar a los drones implicaba la aparición de conflictos en la cadena de mando. No obstante, poco antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001, ya se estaba experimentando con drones capaces de disparar misiles hellfire y para el comienzo de la invasión de Afganistán despacharon a los primeros drones armados a la zona de conflicto.

Por ahora aún estamos muy lejos de la pesadilla de robots autónomos patrullando los cielos y decidiendo por sí mismos quien vive y quien muere, como en los relatos de ciencia ficción. No obstante, en varias regiones de Yemen, Iraq, Siria, Afganistán, Somalia y las áreas tribales de Paquistán (áreas tribales bajo Administración Federal), la amenaza de los drones es un pavor real y cotidiano. Los drones han sido promocionados como una alternativa “humanitaria” a los bombardeos masivos, como armas extremadamente precisas y pacientes, que pueden circunvolar por horas o días sobre un blanco para confirmar su identidad, estudiar sus hábitos y causar un mínimo de daño colateral. El problema al hablar de drones es que a menudo perdemos la perspectiva de que estas armas se han usado y se usan por igual en zonas de guerra que de paz. Es cierto que causan menos muertes que los bombardeos tradicionales, pero la comparación es inapropiada, ya que los drones no han venido a sustituir a los bombardeos comunes y éstos no han sido eliminados ni restringidos sino que se siguen empleando ampliamente en las zonas de guerra. El dron es un arma para asesinar que parte de la certeza de que la persona en cuestión no puede ser atrapada viva. Es un recurso para llevar a cabo ejecuciones sumarias que contradicen el elemental derecho a un juicio que supone la ley. Los drones han hecho, como dice Jeremy Scahill, que todo el mundo sea un campo de batalla.

La propaganda militarista ha logrado convencer a gran parte de la opinión pública internacional de que el dron es una herramienta justiciera que se emplea con sumo cuidado y tan sólo en casos en que se tiene una gran seguridad de que el blanco merece ser eliminado. Esto está muy lejos de la verdad como han demostrado varios investigadores, ya que muchos más inocentes han muerto en ataques de drones que blancos designados. Existen dos tipos de ataques de dron, los personales, en los que se sabe la identidad de la persona que quieren eliminar y una vez localizada se le dispara un misil hellfire; y los de signature o características distintivas, que se llevan a cabo cuando las agencias de inteligencia detectan patrones de comportamiento o “señales de inteligencia” que podrían adjudicarse a sospechosos de terrorismo. En estos ataques a menudo no se sabe a quien están asesinando. De esta manera el umbral para matar está mucho más bajo de lo que han hecho creer.

El dron militar contemporáneo y las políticas que lo rodean son temas con enorme potencial cinematográfico. En unos cuantos filmes de acción como Syriana (Stephen Gaghan, 2005), Misión imposible 3 (J.J. Abrams, 2006), Body of Lies (Ridley Scott, 2008), Eagle Eye (D.J. Caruso, 2008), American Ultra (Nima Nourizadeh, 2015) y Chappie (Neill Blomkamp, 2015), entre otras, los drones aparecen como protagonistas secundarios, máquinas aterradoras que cazan humanos dirigidas por intereses oscuros. Así mismo han sido objeto de varios documentales como Dirty Wars (Richard Rowley, 2013), Unmaned (Robert Greenwald, 2013), Drone (Tonje Hessen Schel, 2014) y National Bird (Sonia Kennebeck, 2016). La primera cinta no documental que trata de presentar una narrativa basada en la manera real en que se usan los drones fue Good Kill (Andrew Niccol, 2014), en la que un expiloto de aviones caza (Ethan Hawk) es comisionado, o más bien condenado, a pilotear drones sobre Afganistán desde una caseta con aire acondicionado en el estacionamiento de la base de la Fuerza Aérea, Creech, en Nevada. Este es un filme relativamente didáctico que trata de abarcar una gran variedad de elementos relacionados con el protocolo, la toma de decisiones en materia de vida o muerte, el conflicto de los “guerreros” que asesinan gente a control remoto en horas de trabajo y regresan a casa a tiempo para cenar en familia y para ver los partidos de beisbol de los hijos, así como la frustración y nostalgia del piloto veterano por una era de “gallardía, valor y heroísmo en los aires”.

El filme Eye in the Sky, de Gavin Hood, (2016) viene a ampliar esa perspectiva y está diseñado para generar polémica. El director sudafricano, Hood, quien después de un interesante debut con la cinta Tsotsi (2005) se dedicó a maquilar cintas estándar de ciencia ficción de alto presupuesto: X-Men Origins: Wolverine (2009) y Enders Game (2013), ya había explorado la controversia y la crueldad de la “guerra contra el terror” en su anterior Rendition (2007), un filme interesante que estaba inspirado en el caso real de Khalil el-Masri, quien fue confundido por un terrorista llamado Khalil al-Masri y fue secuestrado y torturado por la CIA. Su nueva cinta también trata de obligar al espectador a valorar el equilibrio entre seguridad y libertad, entre justicia y venganza. Ahí exploraba la ilegalidad de la práctica llamada “rendición extrema” (que consiste en emplear como interrogadores y torturadores a agentes de países con poco respeto para los derechos humanos) y en Eye in the Sky hace que el espectador reflexione sobre la noción del asesinato preventivo y sus consecuencias. La trama fue inspirada por varios casos de uso de drones, así como un escenario hipotético: el de la bomba de tiempo. Esta falacia consiste en imaginar que hay una bomba a punto de explotar y que se tiene a un cautivo que sabe donde está, por tanto la cuestión es ¿hasta dónde se debe llegar para obtener una confesión? Esta idea ha sido utilizada para justificar la tortura y es la fantasía que domina series como 24 y Homeland, así como el imaginario paranoico de muchos políticos y analistas, aunque en la vida real prácticamente jamás suceda.

Aquí Hood intenta presentar una visión amplia del uso de los drones, al mostrar todos los niveles de decisión involucrados en una operación internacional: de tal manera sitúa al piloto (Aaron Paul, de Breaking Bad) y a su operadora de señales en Nevada, a los políticos británicos en el palacio de White hall en Londres, a los expertos en identificación de identidades en Pearl Harbor, a las tropas kenianas y al agente somalí (Barkhad Abdi, quien fue nominado al Oscar por su extraordinario papel de pirata en Capitán Phillips, de Paul Greengrass, 2013) en Nairobi, listos para entrar en acción de ser necesario. La coronel británica Katherine Powell (Helen Mirren) está a cargo de la operación y está obsesionada con encontrar y eliminar a Susan Helen Danford (Lex King), una yihadista también inglesa, convertida al islam e involucrada con el grupo terrorista al Shabaab (un personaje inspirado por la norirlandesa Samantha Lewthwaite, conocida en el mundo de los tabloides británicos como la viuda blanca). En cierta forma Powell es un reflejo de la agente de la CIA del filme Zero Dark Thirty (Kathryn Bigelow, 2012), quien también estaba entregada por completo a la ejecución de Osama Bin Laden. Su superior directo es el general Frank Benson, interpretado por el recientemente desaparecido Alan Rickman, quien desde White hall sirve de enlace entre el ejército y los políticos. Le toca a ella la difícil tarea de justificar la legitimidad del ataque tanto a sus superiores como al personal bajo sus órdenes. Si bien la operación es una colaboración con decenas de personas, esta es una misión entrañable para Powell, quien es a la vez justiciera y villana en esta narrativa.

A MQ-9 Reaper flies above Creech Air Force Base, Nev., during a local training mission June 9, 2009. The 42nd Attack Squadron at Creech AFB operates the MQ-9. (U.S. Air Force photo/Paul Ridgeway)

A MQ-9 Reaper flies above Creech Air Force Base, Nev., during a local training mission June 9, 2009. The 42nd Attack Squadron at Creech AFB operates the MQ-9. (U.S. Air Force photo/Paul Ridgeway)

La política de uso de los drones, especialmente en zonas de paz, depende de una serie de cálculos: de porcentajes de precisión, de valoración de la vida humana, de los efectos futuros en las redes terroristas, del impacto en las relaciones públicas y la propaganda. Pero sobre todo depende en gran medida de especulaciones, de la creencia de que se puede hacer la paz o por lo menos eliminar con ataques preventivos a los insurgentes hasta que llegue una nueva generación de ellos. Como en el relato Minority Report, de Philip K. Dick, la sociedad deposita su confianza en “videntes” que pueden anticipar crímenes y descifrar intenciones para leer el futuro y cambiarlo. Los drones pueden ser usados de manera punitiva en contra de terroristas conocidos pero más a menudo como antídotos en contra de presuntos terroristas futuros.

Una vez que la yihadista británica es localizada en Nairobi, deciden que el plan original de capturarla no puede realizarse, debido a que se encuentra en un barrio sobrepoblado y controlado por la milicia islámica por lo que ni la policía local ni el ejército pueden entrar a riesgo de que la resistencia armada tenga un alto costo de vidas, tanto militares como civiles. Al dar con ella también descubren que en esa casa se prepara un inminente ataque con dos suicidas. Para mostrar eso emplean un dron miniatura en forma de un escarabajo que entra volando a la casa y permite ver los chalecos explosivos y la grabación de los videos de despedida de los suicidas. De esta manera no hay duda alguna de las malas intenciones de los militantes y de la urgencia de actuar de manera inmediata y fulminante. Sobra decir que tener semejante perspectiva es prácticamente imposible.

Hood y su guionista Guy Hibbert emplean un arsenal de elementos que complican moral y éticamente una misión semejante, pero en particular plantean tres condiciones: el ataque con misiles sucederá en Kenia, entre las víctimas habrá un ciudadano estadounidense y una británica y sin duda se producirá daño colateral. Veamos lo que esto quiere decir.

Primero, la elección de ese país africano no es azarosa ni accidental ya que es una nación soberana que se encuentra en paz, situada en una de las zonas más conflictivas de África y es un aliado tanto del Reino Unido (de la cual fue colonia y quienes cometieron una gran cantidad de horrores, incluyendo la supresión de la rebelión del Mau Mau, donde quizás 300,000 personas perdieron la vida) como de los Estados Unidos. Al Shabaab ha cometido numerosas atrocidades en Kenia, basta mencionar la espantosa carnicería del centro comercial Westgate, donde asesinaron a 67 personas y el ataque brutal contra la universidad Garissa, en la que mataron a 147 más. Paradójicamente en el conflicto que describe el filme los kenianos no juegan un papel protagónico.

Segundo, el ataque está dirigido en contra de presuntos terroristas occidentales. Esto es uno de los elementos que complican más la presunta legalidad de estos asesinatos, ya que a todas luces es un acto anticonstitucional. Es claro que ningún gobierno puede justificar el asesinato sumario de sus propios ciudadanos. Pero la guerra contra el terror ha creado una categoría de personas sin derecho alguno: los “combatientes civiles”. Prácticamente hasta el 24 de abril de 2015, cada vez que un occidental era asesinado por drones, los responsables lo negaban, pero en esa fecha el presidente Obama reconoció que se había cometido un error al matar a dos rehenes de al Qaeda en Paquistán, un italiano y un estadounidense. El presidente estadounidense, compungido, pidió disculpas como no lo había hecho por ninguna de las víctimas accidentales no occidentales de los ataques de dron. Esto que pudo ser un acto de honestidad demostró que la vida de los nativos era desechable ante la perspectiva de la Casa Blanca. El Reino Unido, como algunos otros países, han creado la posibilidad legal de despojar de su nacionalidad a sus sujetos y ciudadanos sospechosos de terrorismo, antes de matarlos.

Tercero, el elemento verdaderamente cinematográfico es la presencia de una niña de nueve años (Aisha Takow) que tiene la mala fortuna de encontrarse en el rango de daño mortal de la explosión mientras vende pan. Usualmente todo aquel que es asesinado accidentalmente en un ataque de drones y es varón en “edad militar” (entre 12 y 60 años) es considerado un blanco legítimo. Por lo que la niña sirve como un símbolo universal de la inocencia, como un elemento sensibilizador y manipulador. Y al final de cuentas este será el elemento medular del debate: ¿vale la pena sacrificar una vida para salvar (teóricamente) a muchas víctimas (hipotéticas) más? O bien ¿es más conveniente salvar una vida que perder la campaña propagandística en esta guerra?

Esta misión tiene la singularidad de que los ingleses dan las ordenes mientras los estadounidenses se limitan a operar los drones. Esto sucede en realidad pero con mucho menos frecuencia que los ataques exclusivamente estadounidenses. La narrativa enfatiza constantemente que los altos mandos políticos estadounidenses no tienen el menor remordimiento para lanzar ataques mientras que los ingleses tienen demasiados. Sin embargo, aquí no aparecen militares ambiciosos de poner una marca más en su lista de muertes ni políticos desinformados que no saben ni siquiera qué es lo que están autorizando ni operadores de dron crueles y sedientos de sangre (como aquellos que cuando matan niños se refieren a ellos como “Fun size terrorists”) ni lobistas y ni vendedores de armas. Powell y Benson tienen la férrea convicción de que deben lanzar el ataque, pero varios de los militares bajo su comando, tanto británicos como estadounidenses tienen muchas reservas.

En lo que intenta ser una dosis de humor negro militar, muy remoto de Dr. Strangelove (Stanley Kubrick, 1964), con la que algunos la han comparado, tenemos que el secretario de relaciones extranjeras británico debe decidir acerca del ataque que cobrará la vida de una compatriota mientras padece de diarrea en un hotel de Singapur (donde está asistiendo a una feria de armas). Así mismo, tenemos al general Benson en la frustrante tarea de comprarle a su hija la muñeca que desea, poco tiempo antes de participar en la ejecución de una niña que en el inicio del filme recibe de su padre un regalo que él ha hecho con sus propias manos y que la llena de alegría: un aro de hula hula. Este paralelo puede parecer bastante forzado pero sin duda pone en evidencia las diferencias en el valor de la vida entre los pueblos que tienen las bombas y quienes las reciben. Ahora bien, destaca el contrapunto entre la solemnidad ritualizada de ambos bandos del conflicto: por un lado el ejército con sus protocolos militares, uso de un lenguaje altamente codificado, requerimientos técnicos y autorizaciones, la presunta frialdad profesional (que traiciona Powell con su pasión por asesinar a Danford); y por el otro la ceremoniosa religiosidad, el proceso meticuloso y repetitivo de preparación para el ataque. Ambas partes emplean un vocabulario higiénico, podríamos decir casi orwelliano, para referirse a sus asesinatos, del lado occidental es como una operación de limpieza o un proceso técnico mientras del lado yihadista es imaginado como un acto sagrado. Finalmente el dron y el suicida se convierten en armas de terror equivalentes.

Es difícil saber qué es más surrealista: la pequeña jungla artificial que emplean para espiar, como esos elementos de cuasi ciencia ficción o fantasía (el escarabajo y el colibrí drones, dispositivos, que hasta donde sabemos se encuentran todavía en fase experimental) o bien la intensidad moral que invierten casi todos los participantes en esta cadena mortal, con la excepción del secretario de estado estadounidense que se molesta porque lo interrumpen en un juego de ping pong en Beijing.

Al mostrar el procedimiento, Hood y Hibbert exponen la manera en que se relajan los criterios, la forma en que se extienden las fronteras de lo aceptable tanto en la discusión en torno a leyes y códigos como a los propios cálculos duros, la forma en que la permisividad depende de como se evalúan los efectos, se estiman márgenes de error y se presentan las respuestas. Resulta notable el uso de diferentes niveles de discurso a través de una variedad de plataformas de comunicación que van de lo protocolario en las video conferencias a lo íntimo y conspiratorio en los mensajes de texto. Así tenemos a la coronel Powell consultando frenéticamente con su equipo para reevaluar los cálculos de muertes posibles al disparar un misil contra los terroristas y reducir el riesgo de daño colateral (en el papel, no en la realidad) para después comparar esos porcentajes con las estimaciones de muertes que pueden producir los atentados con chalecos explosivos en un sitio púbico. Por si esto no fuera suficiente Powell presiona casi al punto de la extorsión a uno de sus analistas y con fingida cortesía logra manipularlo. Los números son presentados a políticos que por razones morales, paranoia o quizás culpa deciden pedir que alguien “más arriba” se responsabilice. Su verdadero temor no es matar inocentes sino quedar expuestos como criminales de guerra. Uno de los miembros del parlamento señala “No podemos permitir que esto se filtre a YouTube y se vuelva viral”.

Eye in the Sky intenta situar al espectador como el escarabajo electromecánico que espía a los terroristas, en una posición aparentemente privilegiada pero con una visibilidad muy limitada. Al final de la cinta el general Benson responde a las críticas de una llorosa ministro diciendo: “Nunca le digas a un soldado que no entiende el costo de la guerra”. De esa manera Hood y Hibbert señalan la difícil relación entre políticos y los militares. Los políticos quieren una solución brutal y contundente aún al costo de comprometer la legalidad pero una vez que esta se lleva a cabo quieren mantener la superioridad moral, evadir la responsabilidad y recuperar su humanidad con unas cuantas lágrimas. De esta manera Hood denuncia por igual a los liberales y su complicidad taimada que a los retrógradas beligerantes. Si bien la idea es mostrarlo todo con cierta ironía y cinismo en realidad terminamos con una visión cosmética y hasta generosa del asesinato como política estatal. De esta forma no hace falta mucha imaginación para ver propaganda en un trabajo quizás bien intencionado pero que lamentablemente deja la sátira en un nivel de ambigüedad y con ello pierde contundencia.

Naief-Yehya-150x150Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya


Posted: May 1, 2016 at 9:30 pm

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