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El triunfo-derrota de la guerra contra el terror

El triunfo-derrota de la guerra contra el terror

Naief Yehya

Si de algo podemos estar seguros, aún inmersos en la densa neblina de la guerra durante casi tres lustros, es que entre más largo es un conflicto más probabilidades hay de que en él se materialicen nuestras peores pesadillas y se cometan los horrores más inverosímiles. Por supuesto hay confrontaciones bélicas que en muy poco tiempo se convierten en grotescas explosiones de atrocidad y carnicería, como podría ser la guerra civil de Ruanda. Sin embargo, la regla general es que los conflictos inician con una provocación y son seguidos por una acumulación de indignidades y monstruosidades crecientes hasta que alguno de los bandos termina imponiéndose de manera contundente o las partes en pugna acuerdan dejar las armas, poner la retórica atrás y negociar.

La Guerra contra el terror (nombre que vale la pena seguir empleando ya que refleja magistralmente la supina ingenuidad, estupidez babeante y nula claridad con que fue concebida) comenzó como una expedición punitiva, como una venganza y un ajuste de cuentas contra quienes derrumbaron las Torres Gemelas y un ala del Pentágono, el 11 de septiembre de 2001, asesinando a 2996 personas. La noche del 20 de septiembre siguiente, el entonces presidente George W. Bush, aseguró que: “confrontarían la violencia con justicia paciente”. Como sabemos, la atropellada aventura bélica “ligera” (ya que se llevaría a cabo con un mínimo de tropas, usando a los enemigos locales del talibán y al Qaeda) en Afganistán no tuvo ninguna paciencia y derivó en un neurótico geoposicionamiento estratégico en el Levante.

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La lucha por imponer un “Nuevo orden mundial”, concebido por los burócratas neocones que orientaban las políticas del régimen de George W. Bush Jr. tenía muy arriba en su lista de prioridades varios cambios de regímenes en el Medio Oriente, comenzando por Saddam Hussein en Iraq y siguiendo con Bashar el Assad en Siria, Muammar Kadhafi en Libia y concluyendo con el Irán de los ayatolas. Estos cambios se harían por petróleo, por control de la zona en un mundo postsoviético, por imperio y por los aliados regionales (Israel, Arabia Saudita, Egipto, Turquía y otros). No se puede decir que esos regímenes tiránicos merecieran el reconocimiento de la comunidad internacional, que respetaran los derechos humanos, que repartieran con justicia la riqueza de la tierra y los beneficios de la economía. Eran oligarquías nepotistas y tribales que conquistaron y conservaban el poder a sangre y fuego, y que emanaron de la turbulencia política provocada por la retirada de las potencias coloniales y la llegada de la independencia. Sin embargo, como ahora hemos podido demostrar, estos autócratas que mantenían el orden por la fuerza y que de cuando en cuando eran útiles a las potencias occidentales (como cuando torturaban cautivos bajo las instrucciones de la CIA) eran mejores para la mayoría de sus poblaciones, para la zona e incluso para el mundo que el caos armado que explotó con su caída o debilitamiento en el caso de Assad.

Con una serie de mentiras descaradas, falsificaciones, distorsiones y el apoyo incondicional del gobierno británico de Tony Blair, Bush emprendió la segunda fase de su guerra al atacar e invadir Iraq el 20 de marzo de 2003, argumentando que la diplomacia había fracasado y que era tiempo de salvar a los iraquíes y al mundo de la tiranía y las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. Ahí la guerra comenzó con un frustrado intento de decapitar al gobierno lanzando una cincuentena de misiles contra Saddam y su cúpula baathista. La estridente campaña de Shock and Awe, cuyo objetivo de estremecer y aterrorizar tendría, supuestamente, una contundencia tal que eliminaría la voluntad de pelear de los iraquíes. Algo hubo de cierto en ello, pero estos genios militares olvidaron que la guerra es un fenómeno complejo y dinámico, y que la actitud colonial de los soldados y los miles de mercenarios (o bien contratistas civiles) que acompañaron a la invasión destruirían cualquier voluntad, provocarían más ira y rechazo que el propio gobierno del megalomaniaco Saddam. Nadie podrá olvidar la promesa de parte del secretario de la defensa, Donald Rumsfeld, que la guerra sería una campaña corta: “Cinco días o cinco semanas o cinco meses pero seguramente no va a durar más que eso”. Y añadió: “No va a ser la Tercera Guerra Mundial”.

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Estamos cerca del decimo tercer aniversario del inicio de esa guerra y cada vez es más evidente que sí estamos en una Tercera Guerra Mundial, una que se pelea de manera planetaria, impredecible, en frentes de batalla, en ciudades europeas, en los medios, en capitales suntuosas y míseras aldeas, en aeropuertos, en mezquitas y sinagogas y, por supuesto, en internet. No es esta aún una guerra donde mueran miles de soldados en choques cotidianos en diversos frentes, sin embargo, ejércitos de una docena de países combaten por posiciones y control, muriendo y matando en guerras convencionales en Siria, Afganistán y Yemen, al tiempo en que cientos de civiles mueren en atentados en Paquistán, Francia, Túnez y Nigeria, entre muchos otros países en paz donde explotan bombas en mercados y terroristas armados disparan contra estudiantes, familias, policías, políticos, artistas y paseantes.

El objetivo de los neocones fue conseguido a medias, con una serie de acciones violentas lograron eliminar a tres de los cuatro gobiernos que consideraban hostiles para el Nuevo Siglo Americano; ahora bien, la promesa de progreso, dominio y paz ha fracasado catastróficamente. Una campaña que planteaba la eliminación o por lo menos reducción radical del terror ha dado lugar a una era determinada por el terrorismo, el pánico y la inseguridad. Uno de los eslóganes de la guerra de Bush era: ”Vamos a pelear contra ellos allá para no tener que pelear aquí”. Hoy que han sido intentadas numerosas estrategias militares “allá” y todas han fracasado no queda duda de que hay que pelearlos también en Occidente. Dos ataques en París en un año, uno contra los editores de la revista Charlie Hebdo en febrero y otro contra gente que se divertía en un estadio, un concierto, bares y restaurantes en París en noviembre, han puesto en evidencia que la guerra había llegado a Europa hacía tiempo y estaba esperando su momento para manifestarse. Y mientras los políticos republicanos trataban de imaginar que bastaba con cerrar las puertas a la inmigración siria y competían lanzando bravatas en contra de la política humanista del asilo político, una pareja que confesó su afiliación al Estado Islámico en Facebook, armada con rifles automáticos en San Bernardino, California, asesinó a 14 personas en una fiesta navideña que tuvo lugar en un centro que ofrece programas y servicios para personas con discapacidades.

La Guerra contra el terror es un engendro camaleónico, una fuerza que cambia de forma, localización y objetivos constantemente. Asimismo, es una fuente inagotable de desequilibrio y de nuevas amenazas ya que en esencia es un combate moral que oculta pobremente una estrategia neocolonial. Podemos asumir que el problema es el fundamentalismo islámico, que el enemigo es el yihadismo internacional, una ideología repleta de odio, contagiosa y corrosiva que no detienen las fronteras ni los filtros de internet ni la buena educación ni los bienes materiales ni la pobreza extrema ni la opulencia obscena. El fundamentalismo islámico de nuestros días parece ser una colección de visiones seudoreligiosas que tienden a difundirse mejor a través de las redes sociales que en las mezquitas (algunas de las cuales también son escuelas de odio y fanatismo patológico), que tienen su origen en el wahabismo saudita y que es a la vez un culto con toques de complejo de inferioridad como una delirante exhortación nostálgica a la superioridad cultural árabe perdida en el siglo XIII. Este renacimiento tiene en su origen la frustración con regímenes despóticos, corruptos e incompetentes impuestos en el Medio Oriente por potencia coloniales, pero los grandes financieros de estas milicias de fanáticos no conocieron las humillaciones coloniales ni provienen del oprobio de la segregación. El islam no ha podido liberarse de la fusión de Estado y religión. Ahora los estados laicos musulmanes han sido prácticamente erradicados del mapa (excepciones como Líbano y Jordania se mantienen en un tenso y frágil equilibro). Y para estas alturas sería conveniente que las potencias occidentales entendieran que el orden no se puede imponer, más que temporalmente, con tiranos y títeres con barniz de demócratas.

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Y al tiempo en que varios países en el Medio Oriente se convierten en “estados fallidos” ingobernables, desgarrados por milicias, mercenarios y ejércitos harapientos, la industria armamentista vive años de gloria. No solamente pueden agotar sus existencias de arsenales bélicos en los conflictos de alta, media y baja intensidad que se multiplican en África y Asia, sino que además sus ventas se multiplican junto con el miedo en los Estados Unidos y Occidente. Y ese miedo también se convierte cada vez más en moneda política incapaz de ser ignorada por los políticos. Y aquí es cuando reaparecen los demagogos que saben instintivamente cómo capitalizar el miedo. Basta mencionar al Front Nationale en Francia, que tras los ataques del 13 de noviembre obtuvo triunfos sorprendentes; y Donald Trump en los Estados Unidos, quien sigue a la cabeza de los candidatos republicanos a la presidencia. Ambos han hecho del espectro de la inmigración y el islam el punto central de sus campañas. Trump anunció el arranque de su campaña denunciando la inmigración mexicana y luego prometió expulsar a los más de once millones de indocumentados del país. Semejante objetivo tan sólo podría cumplirse convirtiendo al Estado en una maquinaria tiránica que ignorara la constitución, por tanto se consideró como una promesa de campaña estridente y ridícula. Después de los ataques de París y de California Trump decidió añadir a esa larga lista de futuros expulsados la prohibición (temporal) a todos los musulmanes de entrar a los Estados Unidos, “hasta que los políticos sepan qué diablos está pasando”. Lo cual, es de suponer, tardara bastante tiempo en el clima de incertidumbre que reina actualmente, en el que nadie puede decir con convicción que entiende “qué diablos está pasando”.

La pesadilla de las células durmientes (grupos de guerrilleros que se ocultan entre la población para asestar un golpe inesperado), cuya existencia venían anunciando melodramáticamente las autoridades durante décadas y que servían de tema paranoico en series televisivas como 24, Homeland y por supuesto Sleeper Cell, súbitamente se volvieron una realidad. Aquellos que llamábamos a la cordura y a rechazar la islamofobia, súbitamente tuvimos que reconsiderar, no porque los racistas y los islamófobos tuvieran razón en sus visiones maniqueístas y conspiracionistas, sino porque los yihadistas habían aprendido a explotar las contradicciones de las sociedades abiertas y comprendieron que su verdadera fortaleza no radicaba en confrontar al imperio en una guerra con frentes definidos sino en debilitar a las sociedades occidentales al desgarrar el tejido social con unos cuantos ataques “estratégicos”, “quirúrgicos” (para retomar el término que los militares estadounidenses usan y abusan) que descompusieran el orden y fracturaran la paz social. Y para eso lo mejor es exacerbar el miedo y el odio a los musulmanes, incitar a la satanización de grupos sociales enteros, impulsar el surgimiento de demagogos, obligar a las sociedades (aún la más moderadas) a tomar medidas draconianas que dejen cicatrices en la población y siembren resentimientos duraderos. Mientras tanto, los islamistas fanáticos invitan con sus acciones a los ejércitos occidentales a seguir bombardeando ciudades árabes donde la mayoría de los muertos tienen familiares y amigos que se unirán a la yihad por rabia y frustración pero también porque no tendrán opciones en una cultura totalmente dominada por la mentalidad belicista y una religiosidad tóxica. Los yihadistas saben que no se gana una guerra con bombardeos desde 45 mil pies y que las potencias occidentales, si quieren triunfar, tendrán que enviar tropas y ahí es cuando creen que tendrán su victoria final.

Trump

Faltando casi un año para las elecciones presidenciales de 2016, Donald Trump lanza proclamaciones incendiarias difíciles de superar. Si a estas alturas ya ha pedido crear listas de musulmanes y prohibirles la entrada al país, ¿qué podemos esperar de los próximos meses? Y si bien sus disparates deberían simplemente producir risa, la realidad es que sus cientos de miles de seguidores incondicionales lo toman al pie de la letra y no tienen la menor preocupación por violar o hacer jirones la constitución. Lo cual inspira a otros demagogos a seguir su ejemplo y a empujar la retórica más hacia la derecha y a recurrir a argumentos aún más racistas. Por ahora la cúpula del Partido Republicano ha tenido que dar la cara para denunciar y rechazar las ideas de Trump. Quizás algunos de los líderes conservadores lo han hecho con sinceridad pero otros lo han hecho como una reacción calculada para impedir que el partido se colapse. Lo cierto es que de haber otros ataques similares al que llevaron a cabo Syad Rizwan Faruk y su esposa Tashfin Malik, habrá menos pronunciamientos razonables y más gente enardecida y aterrorizada pidiendo deportaciones masivas, campos de concentración y otras soluciones finales.

Como señalaba al principio, entre más largo es un conflicto más probabilidades hay de que veamos desfilar por las ventanas y pantallas nuestras peores pesadillas. Lo que ayer pensábamos imposible hoy es tan real como un video donde incineran vivo a un piloto en una jaula o que Turquía, Rusia, Francia y Estados Unidos se repartan el territorio sirio o que una joven pareja deje a su bebé de seis meses con la suegra para ir a cometer una masacre. Aunque podemos ver y entender la evolución del conflicto e incluso anticipar lo que se viene, la única pregunta importante es ¿qué hacer? Y la respuesta por ahora es un azorado: quien sabe. Es claro que los drones, las bombas, la tortura y Guantánamo no son la solución, pero tampoco lo es la ayuda financiera y técnica para el desarrollo ni las imposiciones culturales y a estas alturas cruzarse de brazos tampoco va a ayudar a nadie. Quizás hubo un momento en que lo único que estos yihadistas querían era que los dejaran en paz en su tierra, sin fronteras artificiales ni títeres serviles a Occidente ni trasnacionales que dictaran las políticas de la región, pero hoy el virus del yihadismo está incrustado firmemente en lugares insospechados y las reivindicaciones y venganzas pendientes tras 14 años de destrucción, saqueo y guerra son incontables.

En los conflictos se habla de la proporcionalidad de la respuesta, esto es fundamental ya que una guerra proporcional da más oportunidades a las partes de reconciliación y entendimiento. Cuando se tiene una guerra en la que una de las partes puede cometer destrucción sin límite, prácticamente sin riesgo, en represalia por acciones terroristas las cuentas son muy difíciles de ajustar. Las potencias occidentales hace mucho decidieron adoptar la política de no negociar con terroristas, declarar esto de manera general para cualquier acto de resistencia es un obstáculo porque pone al mismo nivel reivindicaciones legítimas con actos genocidas desquiciados. Si no estamos dispuestos a negociar con el enemigo o con partes con intereses distintos quiere decir que lo despreciamos al punto de negar su humanidad y eso hace imposible entender motivos y ejercer auténtica justicia. Ahora los fundamentalistas islámicos han adoptado la misma política de no negociar con quienes ellos consideran terroristas y eso se traduce en decapitaciones masivas y tomas de rehenes con el único objetivo de ser sacrificados.

Debería tocar a los neocones beligerantes que nos metieron en este lío encontrar una solución, pero lo que ellos ofrecen será siempre lo mismo: más guerra, nuevas invasiones y otros cambios de regímenes.

Naief-Yehya-150x150Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de  Literal y La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya


Posted: December 16, 2015 at 12:04 am

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