PERÚ: La hora de Pedro Castillo
Israel Covarrubias
Esta semana asumió el cargo de presidente de Perú, José Pedro Castillo Terrones, un controvertido personaje que ha desatado un intenso debate durante los meses que duró la primera y la segunda vuelta electoral. Sin duda, Castillo es un político que “salta” de inmediato en los medios de comunicación por su lenguaje de persona “ordinaria”, aunado a su condición social y modismos que reproduce. Es una expresión fiel de lo que hoy llamamos un republicano plebeyo. Quizá sea esta definición la más clara para entender el estilo tan personalísimo que expresó desde los tiempos de la campaña electoral, en su discurso de toma de protesta, así como en las expectativas encontradas que despierta su figura.
Pero, ¿cuáles son esos rasgos que han llamado la atención en el contexto interno que lo encumbró a la presidencia de la república y que ha volcado sobre su persona la atención de una gran parte de la región latinoamericana? El propio Castillo acentúa como algo extraordinario el hecho de que sea un “modesto” campesino, un profesor, “más precisamente un maestro rural” dice, que rompe el cerco que la política había impuesto a las clases sin poder y, al mismo tiempo, introduce un elemento que es de llamar la atención: en la política democrática del siglo XXI, está teniendo lugar un desplazamiento social profundo respecto a las maneras de comprenderla y practicarla, explicitando que cualquier persona, un profesor rural o un simple “campesino”, puede y quizá debe tener la oportunidad de gobernar su país. Es obvio que la intención de remarcar este carácter social opera como resorte que ayuda al redimensionamiento de la relevancia de su triunfo, y también deja en la mesa varios elementos para la discusión.
Primero, el entredicho de aquella idea aún enraizada en muchos sectores sociales, incluidos los sectores intelectuales (recordemos las opiniones sobre el particular de Vargas Llosa), de que en Perú y en el resto de los países latinoamericanos no pueden o no deben ser gobernados por plebeyos, como si el linaje profesional o la pertenencia a una élite fuera suficiente, por el solo hecho de ser élite o heredero, para tener los tres atributos que señala Max Weber como cualidades del político: “pasión, sentido de responsabilidad y mesura”. De hecho, para el sociólogo alemán, estos atributos se obtienen, es decir, están en el campo de lo político, no son elementos intrínsecos a la naturaleza de los individuos.
Segundo, un elemento que ha funcionado como catapulta para las maquinarias electorales emergentes, como lo fue el caso de Perú Libre, el partido radical que lo llevó a la presidencia, es la capacidad de tejer lazos simbólicos con la palabra oral, recuperando una larga tradición indígena y luego mestiza de educar a través de la escucha. Es decir, la capacidad de convencer y seducir por medio de una fuerte implementación retórica que llega sin intermediaciones, uniendo pasado y presente, a diversos y amplios sectores de la población. Este elemento de política simbólica responde a la exigencia del nuevo arte de lo político de la democracia, por lo menos en las experiencia locales a través de la insoportable viscosidad que otorga el discurso disruptivo que enarbolan líderes como Castillo.
Al respecto, el íncipit de su discurso de toma de protesta es elocuente: “esta vez, un gobierno del pueblo, ha llegado para gobernar con el pueblo y para el pueblo […].Quiero que sepan que el orgullo y el dolor del Perú profundo corre por mis venas, que yo también soy hijo de este país, fundado sobre el sudor de mis antepasados, erguido sobre la falta de oportunidad de mis padres, y que a pesar de eso, yo también lo vi resistir […] Que hoy estoy aquí, para que esta historia no sea más la excepción”. Frente a esta ars rhetorica poco o nada en el campo de la comunicación política que mira solo “desde arriba” se podría hacer de modo efectivo. Si atendemos a lo que decía el filósofo John Austin, cuando sostiene que decir algo es siempre hacer algo, lo que vimos hace unos días es una escenificación que aprovecha por partida doble el simbolismo del 28 de julio: fecha cuando se cumplen los doscientos años de la proclamación de la Independencia del Perú, y día de la llegada al poder de Castillo. Además, es una escenificación que coloca a los desposeídos en el centro de la política, los corona al llevarlos al Palacio de Gobierno, que irónicamente tiene el nombre de Francisco Pizarro, el conquistador. Con ello ratifica un momento instituyente de lo político en Perú. Si se quiere, Castillo representa una reacción romántica que hace eco y sentido en poblaciones que no han constatado mejoría en su situación social.
Por su parte, Keiko Fujimori cumple la parábola y quizá el destino irrevesible de la caída de las grandes dinastías políticas en la región (como lo fue en su tiempo los Somoza, los Noriega, y hoy los Ortega). Keiko tenía poca oportunidad de ganar esta elección, las intenciones de voto previo a la elección eran claras, más del 60 por ciento de los votantes peruanos no la votarían. A pesar de ello, logró emparejar la contienda y en una disputada segunda vuelta perdió con un margen cerrado de diferencia. Sin embargo, nunca tuvo los referentes sociales que estaban en juego, y que Castillo sí logró aglutinar mediante ese discurso directo, accidentado pero efectivo. Un discurso y una exigencia que no solo está en Perú, véase el caso de la Convención Constitucional chilena, pero también en Bolivia.
Tercero, Castillo confirma de nuevo el asalto de los profesores, rurales o universitarios, al poder, un conjunto de “teóricos prácticos” de una decolonialidad que sin duda definirá la nueva forma que la política adoptará en la región en este lustro. Sucedió con Correa en Ecuador, el segundo al mando en Bolivia, García Linera; hoy con Fernández en Argentina y AMLO en México, aunque este último no sea profesor, se coloca como el máximo pensador de su movimiento —Humberto Beck dice que es su principal intelectual orgánico. Esta ola coloca en el centro de la política la relación enseñanza-aprendizaje, y con ello explota el núcleo secreto del llamado hacia ella. Es la vocación del que vive para la política lo que está en disputa en Perú, y que es diferente de la que han reproducido los que viven de la política.
Cuarto, Castillo reitera el rompimiento del estereotipo de la seriedad de la política: el impecable traje oscuro clásico del político es adaptado a la condición plebeya de su origen, agregándole su sombrero tan característico, que marca con claridad la fuerte reivindicación del ethos plebeyo que representa. Ahora bien, ¿cuándo nos olvidamos del componente plebeyo y tumultuario de la democracia? Esta pregunta seguirá caminando junto a nosotros mientras las herencias de la política previas a la irrupción de este nuevo ciclo, sigan siendo latentes y visibles en la vida ordinaria. Cerrar los ojos o descalificar el potencial que no necesariamente es positivo de estas expresiones es tirar la toalla antes de tiempo.
Me parece que hay que colocar el ascenso del presidente de Perú en el marco político reciente de América Latina, y particularmente en el de los países andinos. En la región, como sabemos, el populismo es tiempo presente, no es pasado ni mero regreso al pasado. En realidad, habría que preguntarnos si el populismo que nos genera tantos desasosiegos, no es una permanencia histórica que se hace presente cuando la “alta política” se encuentra en picada. Es decir, cuando la política no tiene interés en ir al encuentro de un receptor que está dispuesto a ser movilizado de manera masiva, cuando aquella se conforma con pequeños triunfos que no dicen nada o dicen poco a esa escucha de los excluidos; cuando no logra construir un dispositivo de socialización para que las ideas políticas sean relevantes en la existencia de las personas. Frente a esta obstinación por la alta política, líderes como Castillo contraponen una política de la palabra que, en general, termina excitando los ánimos y las pasiones.
Este punto debe ser tomado en serio en el futuro próximo, no podemos desdeñarlo. Hoy, quienes dirigen la política en la región son aquellos que logran establecer un vínculo fuerte y duradero con las emociones, descifrando lo que Michel de Certeau llama la “invención de lo cotidiano”. En Perú, hay una serie de vectores que han madurado lentamente y que se han vuelto auténticos puntos de coincidencia para la promoción de los repertorios, variados y contradictorios, de exigencias legítimas, que no han sido escuchadas. O de plano, fueron ignoradas o desatendidas. El panorama es más extraño y relevante cuando miramos a los países de la región. Tenemos un amplio y fascinante momento de la base emocional de la política, ya que hay presidentes fascistas como Bolsonaro, populistas en caída libre como Maduro, populistas perversos como AMLO, peronistas clásicos como Fernández, los de mano dura como Duque, los totalitarios como Ortega, los semi-totalitarios como Díaz- Canel, etcétera.
Desde este punto de vista, el populismo no es el problema, ya que es un fenómeno reactivo. El problema real es la relación de éste con su pasado próximo, una mezcla de mediocre desempeño institucional con la convicción no negociable acerca de la incapacidad de movilización social por parte sectores debilitados social y políticamente, propio de lo que en nuestros días se nombra como “echeleganismo” . Claro está, que una de las variables contextuales que debemos tener presente es la cuestión social, en particular, la pobreza. Es un lugar común decir que la pobreza en la región solo podrá ser resuelta de manera eficaz en el largo plazo. Pero justo lo que falta en América Latina es el tiempo largo. Ningún país en la región ha logrado un diseño exitoso de su futuro para las siguientes décadas, y más aún, colocando en el centro de ese diseño a la cuestión social. En cambio, los fenómenos de escasez son los que hegemonizan el presente político regional. Es en esa cornisa, donde el populismo sabe leer mejor la demanda social por colmar la escasez, a pesar de que sus efectos, sobre todo los negativos para el desarrollo económico y político, no puedan ser controlados y, por ende, no se pueda tener garantía de que esa acción política no conllevará ajustes y distanciamientos con sus propias bases.
La paradoja que hay que observar en los próximos meses respecto al caso peruano es que los ciudadanos que han estado excluidos, los que han quedado como “resto” y que comparten el triunfo de Castillo, ahora serán obligados a redimensionarse, ya que su lugar será otro, tendrán nuevas texturas, ejercerán o gozarán de las delicias del poder, con lo que el componente transversal plebeyo de este nuevo republicanismo, cederá una parte de su topografía —ese “desde abajo” que tanto emociona— para colocarse en el vértice del poder. En el juramento ante el Congreso de Perú, Castillo dijo: “Juro por un país sin corrupción y por una nueva Constitución”. El tema de una nueva constitución es una de sus prioridades como nuevo gobierno. Sin embargo, ¿caerá en el legalismo discriminatorio de los populistas que ya tienen un trecho recorrido en el gobierno?, ¿o hará del nuevo diseño del Estado peruano un caparazón que cobije las demandas de las poblaciones más dañadas estructuralmente? Finalmente, ¿logrará romper la seducción y las trampas mortales del poder como ha sucedido con varios ex presidentes peruanos, comenzando con Alberto Fujimori o Alejandro Toledo?
No hay toma del poder que no signifique pérdidas. ¿Este caso será la excepción?
Israel Covarrubias es profesor de teoría política en la Universidad Autónoma de Querétaro. Su libro más reciente es Democracia, derecho y biopolítica. Problemas y dilemas de la vida en común (Ciudad de México, Gedisa-UAQ, 2020).
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Posted: August 1, 2021 at 12:36 pm