Essay
La Manhattan bohemia a vista de pájaro
COLUMN/COLUMNA

La Manhattan bohemia a vista de pájaro

Ricardo López Si

En la esquina de la calle MacDougal Street y Minetta Lane, al oeste de Manhattan, se reveló ante mí el Cafe Wha?, la «caverna subterránea, sin licor, mal iluminada, techo bajo, como un amplio comedor con sillas y mesas» que describió Bob Dylan en sus Crónicas I: Memorias. A la referencia del bardo oriundo de Minnesota puede que sólo le haya faltado una breve alusión a la fachada, cuya impersonalidad desconcierta desde la primera toma de contacto.

El local mitificado como el epicentro del folk estadounidense en la costa este fue fundado, en 1959, por Manny Roth, tío de David Lee Roth, el vocalista original de Van Halen. Gente como Jimmy Hendrix, Bruce Springsteen y el aludido Dylan granjearon ahí una sólida reputación antes de ocupar un sitio privilegiado en la historia del rock de la segunda mitad del siglo XX. También fue célebre el testigo de Woody Allen como comediante de stand up. Aunque nadie duda que el último gran aliento de dignidad del establecimiento como recinto cultural tuvo lugar durante el concierto que ofreció, precisamente, Van Halen en 2012. No sólo se trataba de una típica banda de estadio reviviendo viejas glorias en un café marginal, sino de lo que supuso la exótica confluencia de personajes invitados del calado del presentador Jimmy Fallon, el ex tenista John McEnroe, el guitarrista Kirk Douglas y el baterista de Sonic Youth, Steve Shelley. Esa, intuyo, debió ser la última vez que Greenwich Village, el otrora bastión de la contracultura que permitió que Allen Ginsberg se posara debajo de un árbol milenario para recitar poemas malditos, rezumó un poco de épica.

Nadie debe pasar por alto la visita a la taberna White Horse, en el bloque occidental, un área cuyos límites se definen de manera abstracta por el río Hudson, donde Jack Kerouac y William Burroughs, también vecinos de la zona, encubrieron un homicidio perpetrado por el periodista yonqui Lucien Carr, deshaciéndose del cuerpo en la alta madrugada. Para no despertar sospechas, evité el whisky y pedí un ron insoportablemente caro y prescindible para pasar acodado toda una tarde en el histórico lugar en el que, supuestamente, el poeta galés Dylan Thomas se engulló dieciocho vasos de whisky antes de volver a su habitación en el hotel Chelsea, la noche previa a la embestida de neumonía —y no de cirrosis, como refiere la leyenda y como pensaba el doctor que le suministró morfina— que le quitaría la vida, y también donde, quiero pensar, Bob Dylan dejó de ser Robert Zimmerman.

A menos menos de dos kilómetros de ahí, está situado, entre la séptima y la octava avenida, justamente el hotel Chelsea, la posada de largas estancias más concurrido por la heterodoxia. Su inconfundible y vetusta arquitectura de ladrillo rojo lo distingue del resto de complejos ampulosamente edificados. No estoy en posición de decir si, en efecto, Dylan Thomas tuvo fuerzas para beberse otro vaso de whisky antes de que el doctor le suministrara una dosis letal de morfina para intentar mitigar lo que suponía que se trataba de un delirium tremens. Lo que sí se sabe con certeza es que ahí se escribieron dos obras capitales de la cultura contemporánea: el guion de 2001: odisea del espacio, a cargo de Arthur C. Clarke, confidente de borracheras de Ginsberg y Burroughs, poco antes de marcharse sin retorno a Sri Lanka para darle rienda suelta a su obsesión por la fotografía, la exploración submarina y la cultura india. La otra es la magnífica «Sad eyed lady of the Lowlands», una canción de amor que con el tiempo  —y sobre todo con la salida a la luz de «Sarah», en 1976— descubriríamos que Dylan le dedicó a Sarah Lownds, su primera esposa y la mujer con la que buscó olvidar a la modelo y musa warholiana Edie Sedgwick.

También sabemos que ahí pasaron varios de sus mejores noches como pareja Sam Shepard —antes de Jessica Lange y después de O-Lan Jones— y Patti Smith, mientras se entregaban carnal y espiritualmente el uno al otro y escribían a cuatro manos la obra de teatro Cowboy Mouth. Lo que no tenemos tan claro es si a Nancy Spungen, la groupie más emblemática de todos los tiempos, la apuñaló en el abdomen su novio Sid Vicious, el bajista de los Sex Pistols, o si fue su guardaespaldas o un camello de la zona que solía visitar a la pareja. Sin haber sido juzgado por el asesinato de su novia, y tras haber pasado una brevísima estancia en la siniestra prisión de Rikers  Islands por un altercado posterior con el hermano de Patti Smith, Vicious murió a los pocos meses de una sobredosis de heroína. De cualquier manera, quizá la impronta más tangible del hotel Chelsea a día de hoy sea la del poeta y cantautor canadiense Leonard Cohen, de quien sobresale una placa que data de 2009, con un pasaje de su famosa canción «Chelsea Hotel #2», enmarcada durante el encuentro furtivo que sostuvo con Janis Joplin y que dice más o menos así: I remember you well in the Chelsea Hotel / You were talking so brave and so sweet / Givin’ me head on the unmade bed / While the limousines wait in the street.

Después de reflexionar sobre todo lo que se puede evocar al emprender una caminata por el corredor bohemio de Manhattan, pensaba, mientras me tomaba un coctel importado a las puertas del legendario bar El Quijote, en lo agotador que me resulta perseguir sombras. Al segundo trago caí en cuenta que allí se habían forjado sentimental e intelectualmente varios de los creadores más interesantes de su tiempo y me convencí de que, en realidad, perpetuar historias es el oficio más noble después del de guardafaros y el de maquinista de tren.

 

-Imagen de New York Public Library

Ricardo López Si es coautor de la revista literaria La Marrakech de Juan Goytisolo y el libro de relatos Viaje a la Madre Tierra. Columnista en el diario ContraRéplica y editor de la revista Purgante. Estudió una maestría en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona y formó parte de la expedición Tahina-Can Irán 2019. Su twitter es @Ricardo_LoSi

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Posted: May 11, 2023 at 3:30 pm

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