La penosa historia de Willy y Bill
Alberto Chimal
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La obra del escritor inglés Roald Dahl (1916-1990) contiene varios títulos clásicos de la literatura infantil del siglo XX, como Matilda (1988), Las brujas (1983) o James y el durazno gigante (1961). Hasta hace poco, sin embargo, yo no estaba seguro de que ninguno de esos textos hubiera trascendido por completo a su autor y a su aparición por escrito.
Con el verbo trascender no me refiero a ninguna hazaña sobrenatural, sino a lo que sucede con libros como Frankenstein de Mary Shelley o Drácula de Bram Stoker. No hace falta haberlos leído para conocerlos. Su influencia está tan extendida que una persona se los encontrará muchas veces a lo largo de su vida sin tener que enterarse, siquiera, de la existencia de sus creadores. El vampiro literario sigue siendo objeto de versiones hasta la actualidad y aparece regularmente en toda clase de obras, asimilado a numerosos subgéneros y hasta al habla cotidiana de muchas regiones del planeta; por su parte, el monstruo de Frankenstein es uno de los mitos fundacionales del mundo contemporáneo, y los últimos desarrollos de la tecnología digital han hecho que vuelva a invocársele con asombro o con miedo. En la primera mitad del siglo XX, Jorge Luis Borges atribuía el mismo carácter omnipresente a Las mil y una noches, y antes de ella al Orlando furioso (1532) de Ludovico Ariosto. Es una fama distinta de la de los libros religiosos porque se desliga por entero del texto escrito: existe aparte.
Algo similar ocurre, en otra escala, con el cuento “Tenga para que se entretenga” de José Emilio Pacheco. Esta narración, que se encuentra en el libro El principio del placer (1972), no es mundialmente famosa, pero su argumento se relata en mi país como leyenda urbana, entre personas que jamás han oído hablar de su creador. Esas personas consideran el cuento algo que “sucedió”, o al menos que da gusto imaginar en el espacio de los mitos, esos que sobreviven incluso en la época de los memes y los contenidos virales. A Pacheco le parecía un motivo de orgullo.
Ahora, precisamente porque ha sido parte de una moda viral de lo más raro, se me ocurre que la novela Charlie y la fábrica de chocolate (1964), otra de las más queridas por los lectores de Dahl, podría ser la que dé el salto a ya no depender más de su origen, a estar en todas partes a la vez. Incluso es posible que lo sea ya, aunque de un modo distinto, menos feliz, que el de los libros de Ariosto, Shelley o Stoker.
El hecho ocurrió el último fin de semana de febrero en Glasgow, Escocia. En esos días, y en especial el sábado 24, varias familias locales llevaron a sus hijos a un evento infantil anunciado como “Willy’s Chocolate Experience”. El sitio web promocional lo anunciaba así: “Date gusto con una fantasía de chocolate como nunca antes. Captura el encantamiento.” (He tratado de traducir las imprecisiones de la redacción en inglés.) Se suponía que niñas y niños, una vez que sus adultos pagaran 35 libras esterlinas por boleto, disfrutarían de una serie de atracciones con un aspecto similar a lo que se ve en las películas basadas en el libro de Dahl: Willy Wonka y la fábrica de chocolate (1971) de Mel Stuart, Charlie y la fábrica de chocolate (2005) de Tim Burton y Wonka (2023) de Paul King. En el sitio no había fotografías, sino únicamente imágenes generadas por inteligencia artificial y más texto descriptivo, probablemente también producto de software: las imprecisiones que mencioné arriba están por todos lados y producen esa sensación de blandura, de contenido o relleno apenas suficiente para comunicar, que ya hemos aprendido a reconocer en imágenes, textos y sonidos provenientes de un sistema de aprendizaje automatizado.
El evento no usaba el nombre completo de Willy Wonka, el personaje de Dahl, porque no tenía autorización: su organizador, un tal Billy Coull, no había pagado licencia para referirse directamente a ningún elemento del libro o las películas, aunque su intención era clara por la descripción de las diferentes atracciones: un “laboratorio de imaginación”, un “río” de chocolate, un “túnel crepuscular” cuya descripción hace referencia a una secuencia famosa, delirante, de la película de 1971.
No hubo nada de eso en Glasgow, y estoy seguro de que la mayoría de las personas que llegan hasta estas palabras ha visto al menos un par de fotografías de cómo fue realmente la “experiencia de chocolate”: un galerón casi vacío, con apenas unos pocos adornos aquí y allá, atendido por unos pocos empleados, actores mal pagados con disfraces de pésima calidad. No había chocolate por ningún lado y cada asistente recibió exactamente dos grageas dulces y medio vaso de limonada. El encargado de interpretar a “Willy” debía seguir un guión de 15 páginas que, según él, era pura palabrería sin sentido. (Él mismo sugirió que Coull había usado ChatGPT para “redactarlo”.) Otra actriz hacía de “villano”, arrastrándose de un lado para otro, en una adición sin mucho sentido al escenario supuestamente copiado de las películas.
Todo terminó en una catástrofe de baja intensidad: padres y madres furiosos por el timo, niños y niñas llorando o confundidos por lo ridículo de espectáculo, una llamada a la policía de Glasgow por parte de adultos que deseaban el reembolso de su dinero. Afuera del local rentado para su “espectáculo”, una multitud airada increpó a Billy Coull, quien anunció el cierre de Willy’s Chocolate Experience y básicamente desapareció del lugar, dejando a los escasos empleados que quedaban a lidiar con las preguntas de los medios.
A juzgar por lo que se sabe de él, Billy Coull es un estafador desvergonzado. Aunque se disculpó ante la televisión escocesa por la “experiencia de Willy”, se ha descubierto que ya en otras ocasiones ha participado en proyectos que se cierran súbitamente, como un acopio de juguetes para niños pobres o un sitio web de asesorías para microempresarios. Además, suele defenderse de las críticas presumiendo logros difíciles de comprobar, lo cual es uno de los trucos más viejos del mundo de los timadores. Si acaso, lo que parece faltarle a Coull no es cinismo, sino recursos y persistencia. También se sabe ya que ha autopublicado 17 libros en Amazon —incluyendo uno de conspiraciones antivacunas, según la BBC— que son texto sin sentido, una vez más generado por inteligencia artificial. ¿Por qué solamente 17, cuando podría estar publicando varios al día, como hacen, según se ha documentado, toda clase de bots y “perfiles de autor” de procedencia dudosa en aquella tienda digital? ¿Por qué no ha pasado a estafas más grandes, aprovechando mejor la credulidad y la ignorancia de la gente?
Pero esa es una novela para alguna otra persona y alguna otra ocasión. Lo que me importa aquí es señalar el momento más importante de la fama viral de la última estafa de Billy Coull. Es la imagen de una actriz llamada Kirsty Paterson, empleada también por él, quien fue fotografiada durante el evento, vagamente disfrazada de umpalumpa, tras una mesa en la que se ve una especie de juego de química (y muchos quisieron interpretar como una mala copia de un laboratorio de metanfetaminas). Paterson lleva una peluca verde y tiene una cara de hartazgo y desolación que es la de millones de personas explotadas de la actualidad, hundidas en trabajos precarios y sin futuro.
Ahora, venturosamente para ella, Paterson aprovecha su fama vendiendo saludos en video, con todo y peluca verde, desde la plataforma Cameo. Pero su aspecto de sad millenial tal vez pase a la historia (such as it is) de los memes de internet. Si lo logra, tal vez acabe por abrir una puerta a los personajes de Roald Dahl: una salida que les dé la posibilidad de ser recordados más allá de sus libros, con su aspecto trasplantado a otro entorno de las culturas actuales. Y aunque sea como parte de un episodio triste, vergonzoso, al final pequeñísimo, de la codicia contemporánea.
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Termino este artículo unos días después de que se anunciara la muerte de Akira Toriyama (1955-2024), artista y mangaka japonés que se volvió mundialmente famoso por sus series animadas Dragon Ball y Dragon Ball Z. Su personaje central, Goku, es uno de los más influyentes en la cultura pop y ha llegado muy lejos, tanto dentro como fuera del mundo de la animación. Los homenajes y obituarios no omiten, evidentemente, el nombre de Toriyama, pero tampoco sería imposible que, en unos años, el mundo fantástico que creó se extendiera aún más y empezara a rebasar al reconocimiento de su creador. Ese sería un resultado mejor que la penosa historia de Willy y Billy.
Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/
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Posted: March 14, 2024 at 7:17 pm