Las ciudades que (NO) habitamos
Gerardo Cárdenas
Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes, escribía Lawrence Durrell en Justine, la primera parte del Cuarteto de Alejandría. Portentosa como es esta idea, no abarca sin embargo uno de sus extremos contrarios: ¿qué pasa si no amamos a ninguno de esos habitantes; deja de ser un mundo esa ciudad?
Planteo esto tras haber concluido recientemente la lectura de Imaginary Cities de Darran Anderson (Influx Press, Londres, 2015). De la mano de Calvino y de Marco Polo, de la mano de poetas, arquitectos, visionarios y otros locos, Anderson se mete a fondo en el alma de la ciudad como concepto: la arquitectura, el urbanismo, como entes vivos.
Reales o imaginarias, monstruosas o encantadoras, las ciudades determinan en mucho nuestra naturaleza histórica y cultural (podemos tramar toda una antropología a partir única y exclusivamente de lo urbano, desde Ur y Babilonia hasta nuestros días): más de la mitad de la población mundial vive en ciudades; hay más de 400 ciudades con un millón o más de habitantes, y 19 ciudades por encima de los 10 millones.
Tan poderosa como la influencia de las ciudades reales, las ciudades vividas, es la de las ciudades imaginarias, tanto aquellas que nunca fueron (como Atlantis), como aquellas que son imaginarias dentro de ciudades reales (como el Londres subterráneo de Neil Gaiman en Neverwhere).
La ciudad, por ejemplo, es la memoria que tenemos de ella pero su distorsión no es contradictoria, es parte de la experiencia de la ciudad, sea habitada o visitada. “Todas las ciudades están sujetas del efecto Rashomon. Aún la asunción que las ciudades sean simples escenarios se queda corta al considerar a la arquitectura como narrativa”, escribe Anderson.
La ciudad es tanto la historia de su nacimiento –la palabra egipcia para ‘ciudad’ es la misma que para ‘madre’, subraya el autor– como la de su destrucción. Anderson recalca que el bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 inaugura la posibilidad de la erradicación total de una urbe. Es por ello, precisa, que durante la Segunda Guerra las ciudades se apagan, para hacerse invisibles; y es por ello que desde las tinieblas puede aparecer el monstruo –aquí vemos a Godzilla como metáfora de la conflagración (“la realidad se ha tornado en pesadilla”, dice Anderson.
La ciudad es sus propios fantasmas, sus propias ruinas sobre las cuales se edifican otras ciudades. Podemos pensar ahí en la Ciudad de México, que surge sobre las ruinas de Tenochtitlan; o ciudades como Atlanta y Chicago, que renacen de sus cenizas; o, en lo imaginario, Los Ángeles en la perspectiva de Ridley Scott y Philip Dick en Blade Runner. Anderson indica que en la ciudad real o imaginaria, el futuro se construye de fragmentos del presente reacomodados, reacondicionados y reimaginados. En Blade Runner “el futuro luce antiguo, un recordatorio de que todas las ciudades están construidas de ciudades precedentes. Los diferentes barrios son esencialmente los tercos remanentes de devoradas villas … las primeras tomas, con la pista musical de Vangelis, parecen tanto el inicio de la civilización como su final”.
Dick y otros situaron los terrores de la ciencia ficción en la ciudad (Lovecraft fue la excepción, ubicando los suyos en zonas rurales de Nueva Inglaterra). Anderson no descarta un futuro donde la máquina, es decir el robot, se codee con los humanos por las calles de la ciudad con los mismos derechos o mayor autoridad. “Los robots han surgido en parte de la idea judía del Golem (no olvidemos al Golem de Meyrink, surgido en Praga)… tal vez nuestro miedo sea que nos convertiremos en robots, un temor y culpa latentes a lo largo de los siglos en los que las civilizaciones fueron fundadas sobre la base de la esclavitud… no es accidente que la primera ola de rebelión de los robots coincida con los renovados movimientos por los derechos de las mujeres, los trabajadores y los afro-americanos, y con los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo”, agrega.
La ciudad vive entre la cima de su esplendor y su inevitable ruina. Es cuestión de tiempo, escribe Anderson, porque el tiempo “es el habitante oculto de la arquitectura y del poder ejercido a través de ella. La admiración por la arquitectura, el incontable peso monumental, busca concretar la autoridad dentro de la historia para siempre. Hay un aspecto narcisista, de pesadilla, en esa admiración; es, de nuevo, un espacio que dice que tú, como individuo soberano, no eres nada. El arco de tu vida es como el de un insecto, en comparación. Aquí hay un poder aparentemente inamovible, que existe en la profundidad del tiempo. No podrías rebelar contra él más que contras las montañas o el mar. Aún así, lo hacemos porque debemos hacerlo, porque tanto depende de ello. Hemos visto las ruinas. El tiempo se mueve de manera misteriosa”.
La ciudad es un misterio. Anderson nos revela algunas pistas no para descifrarlo, sino para adentrarnos aún más en las retorcidas, oscuras callejuelas de nuestras ciudades interiores.
Gerardo Cárdenas, escritor y periodista mexicano, reside en Chicago. Es autor del volumen de relatos A veces llovía en Chicago (2011), del poemarioEn el país del silencio (2015) y de la obra de teatro Blind Spot (201), publicada por Literal Publishing. En 2015 obtuvo el premio Nuevas Voces de Repertorio Español. Es editor de la antología de relato breve en español de Estados Unidos Diáspora, de próxima publicación. Twitter: @el gerrychicago
Posted: May 15, 2016 at 8:38 pm