Las ‘mentiras’ científicas sobre las mujeres
Alba Lara Granero
• S. García Dauder y Eulalia Pérez: Las ‘mentiras’ científicas sobre las mujeres (Sedeño, Libros de la Catarata, Madrid, 2017).
El libro Las ‘mentiras’ científicas sobre las mujeres, de S. García Dauder y Eulalia Pérez Sedeño, analiza críticamente el papel de la mujer en la historia de la ciencia como objeto de estudio de la misma y también como agente investigador.
Los últimos ensayos clínicos de anticonceptivos hormonales masculinos, desarrollados en 2016 en la universidad alemana Martín Lutero, mostraron una eficacia alta: 1,5 bebés concebidos por cada cien parejas. Parece un número aún imperfecto, pero si se compara con la eficacia de la píldora femenina (9 bebés por cada cien parejas), las cifras se leen como un éxito de la medicina anticonceptiva. Sin embargo, los ensayos clínicos se suspendieron pronto por los efectos secundarios que el cambio hormonal tenía sobre algunos hombres: incremento del acné, posible aumento de peso, cambios de humor… Síntomas que muchas mujeres conocen bien porque son exactamente los mismos que sufren al comenzar a tomar la píldora. Entonces, si la eficacia de la inyección de testosterona es más eficaz que la ingesta de la píldora combinada o las inyecciones hormonales femeninas y se han encontrado unos efectos secundarios similares, ¿por qué sí se comercializa la píldora femenina y no el método masculino? ¿Por qué se consideran los mismos síntomas leves en el caso de que afecten a las mujeres y lo suficientemente graves como para parar una investigación en el caso de los hombres?
Este caso está recogido en el libro Las mentiras ‘científicas’ sobre las mujeres, escrito por S. García Dauder, profesora de Psicología Social en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, y Eulalia Pérez Sedeño, que además de profesora de Investigación en Ciencia, Tecnología y Género del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid es catedrática de Lógica y Filosofía de la Ciencia y coordinadora de la Red Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Género. El libro, publicado este mismo año por Libros de la Catarata es un ensayo de lectura amigable para especialistas y no conocedores del tema con el que las autoras quieren aportar “una visión crítica a la historia de la ciencia y ofrecer material divulgativo y herramientas analíticas para fomentar una investigación sensible al género, con el objeto de hacer una ciencia mejor y más responsable, consciente de los efectos de la ignorancia y los sesgos que se producen”. Ya desde el principio las autoras advierten de que elementos como la raza, la clase social o la orientación sexual generan también grandes sesgos en la ciencia. García Dauder y Pérez Sedeño apuestan por una práctica científica inclusiva y transversal, aunque son conscientes de que “la mujer” que habita las páginas del libro tiene un trasfondo histórico de clasismo, racismo y heterosexismo, pues durante mucho tiempo, y aun en la actualidad, la ciencia no se interesó por las mujeres negras, las obreras y las lesbianas.
El primer capítulo del libro recoge ejemplos de producción de conocimiento supuestamente científico que han servido para tratar de demostrar diferencias innatas entre hombres y mujeres, ideas que más tarde se han utilizado como argumentos para justificar la desigualdad social entre sexos. El foco de este apartado está puesto sobre el legado de Darwin y sus derivas actuales en algunos autores de la sociobiología o de la psicología evolucionista. Darwin hablaba de especies inferiores y de especies superiores y defendía la existencia de un continuum evolutivo en el que no podía haber saltos abruptos. En ese marco, la mujer (blanca y burguesa) se situaba, sin evidencia empírica alguna, un escalón por debajo del hombre blanco y uno por encima del hombre negro. Supuestamente evolutivos serían, por ejemplo, la promiscuidad masculina y la fidelidad femenina. Estas hipótesis, sin embargo, no se sostienen científicamente, a pesar de su fama, y son deudoras del modelo propuesto por Bateman en 1948. El genetista inglés defendió que los hombres tienen que aparearse con más hembras para asegurar la descendencia, mientras que la mujer, una vez embarazada, ya no necesita esperma para ser fertilizada, de ahí la supuesta fidelidad femenina a un solo macho. Poco se habla de que las tesis de Bateman están fundamentadas en un experimento con moscas de la fruta. Bateman, además, asume que el único beneficio evolutivo del sexo femenino es la reproducción, premisa contra la que hay indicios. A este respecto, es interesante recordar que una vez que, a partir de los años sesenta, las primatólogas centraron su atención en las hembras de los primates y descubrieron que en muchas especies había promiscuidad femenina, por lo que el paradigma de la monogamia femenina evolutiva tuvo que ser reconsiderado.
En el segundo capítulo, se exponen algunas prácticas de producción de ignorancia. Las autoras rescatan una buena cantidad de nombres femeninos de la historia de la ciencia que fueron perdiéndose por oscuras razones, aunque puede verse un catálogo más completo de estos nombres en el libro The Biographical Dictionary of Women in Science (Routledge, 2014). Uno de los casos incluidos en este apartado tiene que ver con la aparición en la revista Science del artículo titulado “The Matthew Effect”, firmado por Robert Merton en 1968. En él, el sociólogo describía cómo en situaciones de colaboración científica, existe la tendencia a que el reconocimiento se lo lleve el científico de más prestigio, dejando a la sombra al resto de investigadores. Merton veía este patrón como algo funcional y lo bautizó como el efecto Mateo por el versículo 13:12 del Evangelio según Mateo: “A cualquiera que tiene, se le dará más, y tendrá en abundancia”. Él mismo fue ejemplo de su propia teoría, pues su trabajo se basa en la documentación de la tesis doctoral de la historiadora Harriet Zuckerman, que sólo aparece en una nota a pie de página del artículo.
La historiadora de la ciencia Margaret Rossiter, por su parte, se fijó en la continuación de ese versículo (“Y a quien no tiene, se le quitará incluso lo poco que tiene”) y escribió su artículo “The Matthew/Matilda Effect”, en honor a la sufragista, estudiosa de la Biblia y pionera en la sociología del conocimiento Matilda Joslyn Gage, quien a finales del siglo XIX ya había identificado el patrón, sobre todo aplicado a mujeres.
García Dauder y Pérez Sedeño presentan al lector algunos casos de este efecto Matilda recopilados por Rossiter. Por ejemplo, el de Agnes Pockels, pionera de la química, que estudió física de los libros universitarios de su hermano. La alemana desarrolló el método cuantitativo para medir tensión superficial después de experimentar con el agua grasienta de fregar los platos y envió sus resultados al mejor químico experimental de la época, lord Rayleigh, quien a su vez escribió al editor de Nature en 1891 para que publicara los resultados obtenidos por Pockels. El reconocimiento público a dicho a descubrimiento ocurrió, sin embargo, en 1932, y no fue para Pockels, sino para Irving Langmuir, a quien se otorgó el Premio Nobel por el perfeccionamiento del dispositivo ideado por Pockels.
Pero no sólo las mujeres científicas desaparecen de la historia de la ciencia, recuerdan las autoras, también hasta hace bien poco las mujeres estaban desaparecidas de la teoría evolutiva. En 1971, Sally Linton Slocum publicó un artículo titulado “Woman the Gatherer: Male bias in Anthropology” como parte del libro colectivo Toward an Anthropoly of Women (Monthly Review Press). En él, Slocum se planteaba la naturaleza de las cuestiones antropológicas y afirmaba que la elección de unas y no otras surgían del contexto cultural del investigador. En ese trabajo se establecían por primera vez las bases para analizar de forma detallada cuál había sido el papel de las mujeres en las sociedades del pasado. Las primatólogas también fueron importantes a la hora de derrumbar el paradigma evolutivo sesgado. Además de la conocida Jane Goodall, nombres como el de la emérita profesora de biología evolutiva de Princeton Jeanne Altmann merecen ser recordados. Altmann descubrió en los setenta que la estructura de las sociedades de papiones era matrilineal, es decir, el rango social pasa de madre a hija y que lo que más interesa a las hembras de alto rango es tener crías hembras. La incorporación de las mujeres al mundo de la primatología tuvo como consecuencia la modificación de paradigmas ampliamente aceptados hasta entonces como el estereotipo de la hembra pasiva y dependiente.
En este segundo capítulo, se señalan también algunos casos de invisibilidad femenina en medicina. Sólo mencionaremos dos: la mayor incidencia de infartos de miocardio femenino no diagnosticados (por el simple hecho de que los síntomas de esta dolencia fueron estudiados sólo con hombres y no se tuvo en cuenta de que los síntomas de las mujeres eran diferentes), y la invisibilización de las mujeres con VIH/SIDA, que están infrarrepresentadas en la investigación biomédica a pesar de que hay más de16 millones de mujeres en todo el mundo con VIH, alrededor del 50% de las personas con el virus. Y eso que el sida se desarrolla con más virulencia en el cuerpo de las mujeres y la evolución es más rápida debido a las diferencias en el sistema autoinmune.
En el tercer capítulo se recogen ejemplos de cosas que se saben, pero no se cuentan, bien por cuestiones de ideología, bien por intereses económicos, bien por la conjunción de ambas razones. El ejemplo al que el libro dedica más páginas en este capítulo es a cómo los órganos genitales femeninos que no tienen una función reproductiva clara han sido oscurecidos históricamente. Cada cierto tiempo, los estudios científicos han tratado de conectar el orgasmo femenino con la penetración. El famoso “descubrimiento” del punto G, a pesar de su imprecisión y la falta de evidencia de su existencia, reinstauró la vagina como el órgano sexual femenino por excelencia, a pesar de que se sabe que el orgasmo femenino tiene que ver con la próstata y el clítoris, y consiguió que, durante un tiempo, el imaginario colectivo volviera a conectar reproducción con placer para dotar de un sentido exclusivamente ligado a la reproducción de los genitales femeninos.
El problema del anticonceptivo hormonal masculino con el que abríamos esta reseña está también incluido en este capítulo, así como la medicalización de procesos femeninos naturales como la menopausia o la controversia provocada por la vacuna del papiloma humano en niñas, que muchos médicos consideran un riesgo para la salud de las mujeres y un movimiento puramente comercial de la industria farmacéutica (cada vacuna cuesta alrededor de 450 dólares).
Las invenciones científicas sobre las mujeres ocupan el cuarto capítulo. En él se exponen algunos casos de lo que en 1992 Lynn Payer llamó disease mongers, es decir, procesos y estrategias de la industria farmacéutica (con la complicidad de algunos profesionales sanitarios y los medios de comunicación) para fomentar el consumo de fármacos ampliando la definición de enfermedades, de enfermos y de riesgos más allá de la evidencia científica. En el caso de las mujeres, estas han sido juzgadas como mentalmente inestables desde siempre, tanto si se sometían a los dictados de la feminidad como si se rebelaban ante ellos. Esa pretendida inestabilidad se ha tratado de medicalizar frecuentemente. Charlotte Perkins Gilman registró en The Yellow Wallpaper sus pensamientos mientras era sometida a una “cura de reposo” aplicada a mujeres burguesas con “problemas de nervios” en la segunda mitad del siglo XIX. Esta cura consistía en tratar de devolver a la “enferma” a un estado infantil, totalmente receptivo y dependiente de la figura del neurólogo, para reeducarla con una conducta autodisciplinada y madura, esto es, para ser reconducida al rol doméstico. A Charlotte Perkins Gilman le aplicaron la cura porque había empezado a sufrir depresiones después de su matrimonio con el artista Charles Walter Stetson. Perkins consiguió liberarse de la cura y se fue de viaje a California, se divorció y comenzó su carrera como escritora y activista feminista. Ejemplos más actuales de la estigmatización del sufrimiento de las mujeres, sin atender a los factores externos, sociales y personales, que lo causan, son el trastorno límite de la personalidad (que se ha construido como trastorno psiquiátrico femenino por excelencia) y la medicalización de una fase natural femenina: el síndrome premenstrual. La cuestión no es que las mujeres no experimenten cambios hormonales, sino que ello equivalga a un trastorno psiquiátrico. Cuando se atribuye a las hormonas determinadas manifestaciones emocionales, defienden las autoras, se corre el riesgo de socavar la autoridad de las mujeres, trivializar sus malestares e invalidar su rabia cuando puede ser provocada legítimamente por razones externas.
A modo de cierre, en la última sección del libro se resumen los diferentes tipos de sesgo que han estado presentes en los capítulos anteriores y se muestran más casos que no han encontrado espacio en los apartados anteriores. Por ejemplo, el hecho de que se atribuya la autoría por defecto a hombres si se firma sólo con el apellido o que, en igualdad de méritos, los curricula de las científicas sean menos valorados que los de sus colegas hombres.
Las ‘mentiras’ científicas sobre las mujeres es una buena recopilación de ejemplos de sesgo de género en la ciencia, si bien es cierto que los casos que presenta tienen lugar en algunos campos de estudio muy específico, como la psicología, la antropología, la medicina, la sociología, etc. Pero además de cumplir bien con esta tarea divulgativa, el libro muestra al lector cómo acercarse críticamente a una información que puede parecer científica a priori. En las consideraciones finales, las autoras, convencidas de que los valores sociales, éticos, políticos, e incluso comerciales, interactúan en la investigación científica, plantean la siguiente pregunta: ¿son estos flagrantes episodios ejemplos de mala ciencia o sólo de ciencia al uso? Lo que está claro para García Dauder y para Pérez Sedeño es que cuando los grupos tradicionalmente excluidos de la investigación científica entran en ella, por ejemplo, las mujeres o las personas de color, se visibilizan muchos campos de ignorancia y se hacen preguntas que no se habían hecho antes. La heterogeneidad puede que no sea suficiente para tener una mejor ciencia, pero sí necesaria.
Alba Lara Granero (El Pedernoso, 1988) es escritora y licenciada en Filología Hispánica y máster en Formación del Profesorado por la Universidad Complutense de Madrid. Es graduada del programa MFA de la Universidad de Iowa y sus ensayos han sido publicados en Iowa Literaria y otras revistas. Su Twitter: @a_laragranero
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Posted: July 12, 2017 at 8:44 pm
muy interesante indispensable tanto para hombres como mujeres sobre el rol inferior que la cienia y los hombres reconocen en la mujer
obligación del reconocimiento de la ciencia y la sociedad del papel de la mujer en ambas