LIBROS EN SUS CUMPLEAÑOS: EL UMBRAL, TRAVELS AND ADVENTURES
ALFREDO NÚÑEZ LANZ
Los buenos libros son tan difíciles de concebir –por lo general– que luego de una larga gestación repleta de vicisitudes y tras los siempre dolorosos partos, cuando por fin los exhiben en el cunero de las librerías, muy guapos y peinados, no resulta raro que el progenitor caiga en una especie de trance difícil de definir. Hijos de papel, como los llaman algunos amigos, han estado tan estrechamente vinculados a sus padres y durante tanto tiempo, que cuando por fin llegan al mundo, las expectativas chocan con la realidad, que se sabe, es una dama siempre honesta. Hay el autor que no reconoce a su hijo con esa portada, pues cree que debería tener una más a su altura; el que piensa que su hijo es feo en comparación con el de al lado, que luce brillantina y relieve en el título; y quienes lo ven tan hermoso que lo aman hasta el empalago o peor, hasta la sobreprotección. A estos últimos los vemos en las redes sociales desayunando con su libro, tomando el sol, bailando y hasta besándolo –en nuestros tiempos de Instagram y TikTok es fácil sucumbir a esto, seamos indulgentes– en descarada autopromoción.
Como padres, acompañamos al libro en sus primeros pasos, quizá unos meses de presentaciones en ferias, lecturas y entrevistas, pero todos, ineludiblemente, los soltamos al mundo en espera de que, solos, sigan su camino, se vuelvan «libros de bien». Y pocos sobreviven; evitamos hablarlo, pues es una verdad dolorosa, pero la mayoría es víctima de muerte de cuna. Doce meses en estanterías y el hijo de papel será olvidado, así es nuestra cultura del desecho, nuestra avidez de novedad.
A veces los libros están dotados de un carácter extraño, paradójicamente distinto al de su creador y al llegar a la adolescencia, también se rebelan: chocan con sus progenitores, los cuestionan, los sacan de sus casillas. He conocido a más de un padre avergonzado de su hijo que todavía se defiende en las librerías de viejo. Aunque muy en el fondo, persiste el orgullo de haber vencido al más implacable de los críticos literarios: el tiempo.
En mayo de 2023 se cumplieron 418 años del nacimiento de la primera parte del Quijote –aunque las malas lenguas dicen que fue publicado en enero de 1605–; vio la luz en el número 87 de la calle de Atocha, en Madrid; ahí estaba la modesta imprenta de Juan de la Cuesta. La novela nació plagada de erratas, lo cual no impidió que fuera recibida con enorme entusiasmo: cinco ediciones el mismo año, dos de ellas en Lisboa. Las asociaciones cervantistas festejan el cumpleaños de este libro que parece un jovenzuelo: continúa siendo el segundo más traducido y reimpreso en todo el mundo, después de la Biblia.
Ahora que las paternidades están tan de moda en las novelas y las colecciones de cuentos, conviene detenerse y celebrar el insólito hecho de que un hijo-libro ha llegado a la madurez encontrando lectores y «padrinos» –o sea, editoriales que lo acojan–, continúa paseándose de mano en mano, provocando curiosidad e interés. Lo más extraño es que una primera novela evada la muerte de cuna y se mantenga vigente en el gusto, esa caprichosa materia sutil. Editores, académicos e historiadores del libro –por no hablar de los progenitores– se han roto la cabeza al tratar de definir la sustancia etérea necesaria que evita que los hijos se malogren. Se pensaba que la calidad propiciaba la trascendencia, pero no es una garantía en épocas como la nuestra de imperante mal gusto.
Si pocas veces asistimos al cumpleaños quince de un libro, nos resulta increíble cuando ha cumplido treinta años de conquistar lectores y permanece en catálogo. El umbral. Travels and adventures (Ediciones Era, 1993) fue para Ana García Bergua un libro oracular. El protagonista, Julius, un “joven fitzgeraldeano” padece desde muy corta edad la carga de ver más allá. Es una suerte de vidente o mago que cae en el mundo como hijo de exiliados españoles y poco a poco va adquiriendo dones telepáticos que sólo funcionan con su hermana mayor, también perdida en el tejido familiar y social. Vestido de dandi y dueño de cierta pose de esnob decadente, Julius lee a la tríada Byron, Shelley y Keats, novelas de viajeros y de piratas; escucha música rara; conquista a las chicas de la prepa declamándoles poemas y hace de su cuarto una especie de buhardilla para sus malabares esotéricos y lecturas extravagantes. Asiste a una “Fraternidad persa” en casa de Mariana, su primer amor/obsesión donde los miembros “solían escuchar a Mahler y a Brahms, leían poesía, organizaban bacanales y se comportaban como excéntricos precoces, apartados del mundo de los adultos lo más que se pudiera”. Pero, “lo que su familia ignoraba era que detrás de esa insoportable fachada, anidaba en realidad un cúmulo de desdicha”. La desdicha de tratar de encontrarse en los libros sin éxito. Esa desdicha del que se busca a sí mismo y a su vez un lugar en el mundo. Tarea doblemente difícil cuando se nace con una sensibilidad anacrónica o una personalidad distinta a la del rebaño.
A los 17, en un sueño, a Julius se le aparece un ángel de “aterciopeladas y aterradoras alas negras” y experimenta un arrobamiento de tintes homoeróticos: “El ángel se montó sobre él y aprisionó sus piernas con las garras. Julius gritó, pero no fue el suyo un grito de espanto, ni de nada que él conociera […] en un éxtasis en el que los dos se levantaorn flotando sobre el aire, el ángel le reveló su nombre”. Azrael le deja una pluma negra, fetiche que desatará varios pasajes deliciosos de esta trama delirante, llena de matices, pasajes enternecedores, guiños autobiográficos y alusiones al Romanticismo europeo.
Pero, ¿qué tipo de “botox” usó la autora para que su primera novela siga radiante, con la piel tersa? Alejo Carpentier aseguraba que los adjetivos son las arrugas del estilo: “…cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga”. En ese sentido, los adjetivos de Ana García Bergua, lejos de ser adornos que con los años parezcan las cursis lámparas de nuestras tías solteronas, están colocados con pericia en el tablero del juego, pero también con audacia y mesura. Tan es así, que El umbral es un libro que no ha necesitado tratamientos de belleza en sus reimpresiones. Y, sobre todo, carece de ese impulso didáctico de moda, que bajo lo “políticamente correcto” esconde un sesgo imperialista y conservador.
A medio camino entre la novela de aventuras, la Bildungsroman y la elegía, El umbral es una pequeña caja llena de gratas sorpresas. Su vena fantástica, al estar unida a preguntas existenciales la hace interesante a los ojos atemporales de los lectores más exigentes. La prosa, a veces compuesta de oraciones largas y cadenciosas, construidas por una gran maestra de orquesta, nos regala imágenes potentes, que brillan por sí mismas, metáforas o alegorías que recuerdan a los poetas ingleses a los que Julius era asiduo. El tedio y la soledad de la vida familiar, los primeros amores que suelen ser obsesivos y voraces, los descubrimientos librescos, la complicidad entre hermanos, las amistades fugaces y, como el subtítulo lo sugiere, las aventuras, son los senderos que los personajes siguen en la ruta por encontrarse a sí mismos. Entre tantas peripecias subyace la gran y proteica imaginación de Ana, al grado que muchos de sus contemporáneos creían que la había agotado en su primer libro.
El umbral es la obra madura de una escritora muy joven, que miró la página en blanco como un lienzo más donde pintar hermosas e imaginativas escenografías teatrales. Por la época en la que escribió su primera novela, Ana García Bergua llevaba diez años trabajando en el teatro o en el cine, ya fuera confeccionando penachos o escogiendo accesorios para darle vida a los espacios. Uno de sus primeros trabajos consistía en ver películas en la Cineteca Nacional y escribir las sinopsis, quizá de ahí provenga su habilidad para elucubrar tramas extraordinarias y narrar de forma eficaz y sintética.
El umbral. Travels and andventures resultó un libro oracular, pues cuando nació, Ana encontró, como su personaje Julius, la verdadera vocación que tanto había buscado en el teatro –con quien siempre dice sentirse agradecida– y su verdadera identidad: la escritura. El umbral detuvo el trabajo escenográfico, pero propició un río de tinta en forma de novelas, crónicas, artículos, ensayos y cuentos que miles de lectores y amigos le agradecemos año con año, felices de asistir a sus cumpleaños y confiados en que quizá no estaremos presentes, pero sus obras llegarán al centenario, tan lozanas y bellas como el perfil de Byron que ha quedado grabado en el imaginario.
Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: June 18, 2023 at 9:50 pm