So long Marie Anne
Daniela Becerra
Imaginas tu dedo anular con un argolla de matrimonio. Entrelazas sus dedos largos con los tuyos. Están sentados en la terraza de un restaurante, en una casona colonial de un barrio de calles empedradas. Te deslizas entre el verde y el amarillo indefinible de su iris. La conversación va de los hijos, los trabajos y los trámites a los anhelos. Mariana, quiero tenerte siempre, le dices en silencio. Sin atreverte a pronunciarlo. Escuchas sus problemas y le ofreces soluciones. Ella dice que lo pensará y agita una mano. Pones un alto al desborde de fantasías. Habla de viajes de trabajo y de paseos con sus hijos. Quisieras estar ahí, en cada uno de sus parpadeos, con cada uno de sus afectos, pero te sabes un observador, al margen. Escuchas su vida, lejana a la tuya, una aguja clavada de añoranza. La razón interviene, te hace decir frases suaves teñidas de comprensión, mientras dentro de ti sientes que se desdibujan las posibilidades de hablar de una existencia común. ¿Quién lo diría? Ahora quieres adoptar niños que no son tuyos, quieres recibirla en tu casa, vivir con ella. La independencia de un soltero eterno, como tú, puede modularse. Silencias las palabras, los gestos para no presionar.
Tu mundo parece existir a partir de ella, en espera de ella y, sin embargo, callas el absoluto. Hablas de negocios y triunfos. Te proteges con historias de autonomía. La miras de nuevo, navegas por el mar del equilibrio hasta que las palabras se enredan y la mirada se te llena de agua. La armadura que traes puesta te hunde. Te ahogas entre frases comunes. Con un mi vida, no me gusta verte con esa cara, te amo, ella te rescata del naufragio. Una sonrisa se tatúa en tu rostro. Sacudes la cabeza para ahuyentar las fantasías, el anhelo absoluto, la fragilidad que te impregna desde que hace un año iniciaron esta relación. Apaciguas la turbulencia. Ella mira la hora. Tiene que apurarse para recoger a sus hijos de la clase de futbol. Antes de que pidas la cuenta, se despide con un beso, que respondes deteniendo los sentimientos que corren alocados por tu lengua. Veámonos el viernes, le dices, sin saber si será posible, porque quieres intentarlo, quieres domesticar la vida cotidiana, las juntas de emergencia, las llamadas inoportunas de la oficina, las demandas familiares. Aunque conspirar para que el mundo externo se alíe contigo parece ahora una tarea imposible. Mariana te recuerda que estos días estará muy ocupada, los niños angustiados por mi viaje, los mil pendientes de la oficina. Ya tendremos diez días sólo para nosotros. Ya, el lunes. Intentas sonreír y escondes las manos sudadas en los bolsillos. Los dedos en el saco y acaricias el talismán. El anillo de compromiso que le darás sobre el Pont Neuf, en el atardecer del martes.
Los días pasan, reservas boletos para la Opera y el Museo Orsay. Le escribes, emocionado, a Mariana para contarle, ella dice que anda muy ocupada y te llamará más tarde. Cada vez que el teléfono suena te entusiasmas, pero es tu asistente de nuevo, nada de ella. Imaginas que estará tensa por sus pendientes. El domingo estás tan nervioso que debes tomar un tranquilizante para dormir. Imprimes los boletos y haces el check in de ambos. Le comunicas que tienes todo listo y horas más tarde te llama. En el taxi al aeropuerto sus palabras resuenan en tus oídos Estoy inquieta por lo que esperas de esta relación. No puedo viajar así contigo. ¿Así cómo?, le preguntaste, pero la llamada ya estaba cortada. No quisiste creer y sin embargo las manos te tiemblan. La llamas al celular, la llamas a casa sin respuesta. Al llegar a la terminal la buscas, con una vaga esperanza, entre la gente. Imposible abandonar este viaje que con tanto tiempo planearon. Imposible, repites, y sin embargo sabes que sí lo es. Le dejas un recado con tu ubicación exacta. La inquietud patea, te revuelve el estómago, se agita, la llamas de nuevo, a casa, al móvil, una y otra vez, le mandas mensajes por WhatsApp, de texto y Messenger. Le dejas notas de voz, le ruegas que reconsidere, que no presionarás, que no hay nada que temer, que estás aquí esperándola. La fila se hace cada vez más corta ¿hay posibilidades de cambiar el vuelo? Preguntas en el mostrador, tendría que llamar a la aerolínea directamente ¿Qué hacer? La buscas de nuevo. El timbre del teléfono y su eterna repetición. Vences la timidez, ya qué más puedes perder, y le pides a la vecina de la fila que marque desde su celular. Nada, nada. Aún podría llegar si saliera en este minuto. ¿Qué hacer? Documentas. ¿Y si vas a su casa y esperas hasta que te abra? ¿Y si te deja fuera? ¿O si regresas a casa a ver películas con cama hasta que llegue el invierno? ¿Y si inventas una excusa en la oficina para refugiarte en las horas infinitas de trabajo? A punto de pasar los filtros de seguridad, vuelves a dudar, te tiemblan las manos, qué crueldad, le escribes. El pasillo es eterno, te paras sobre una banda sin moverte, la puerta de salida está lejos. Ves la fila para subir al avión y esperas. ¿Y si regresas por ella? Al final lo decides, eres el último para entrar, avanzas por el túnel, nunca antes tan estrecho, te subes al avión, en ese momento recibes un mensaje de Mariana: te dije por teléfono que así no podía viajar. Las manos te sudan, un párpado te tiembla. Una sobrecargo de ojos claros te pregunta si necesitas algo; nada, contestas. Tomas el lugar asignado, a tu lado el asiento vacío de ella. Llega alguien de la tripulación a preguntar por Mariana Torner; ella no vendrá, dices. Aprietas la mandíbula e instalas la mirada en una revista. Entre el asiento vacío y tú, un joven se pone los audífonos y te ignora. Por más que quieres evitarlo, sucede. Algunos pasajeros te miran. El raro espécimen, un hombre que llora. Quizá hasta ridículo. Tú lloras. Por Mariana y por una construcción hecha de fantasías, por Mariana y sus ojos mar oliva, por Mariana y las risas de sus hijos que no llenarán tu casa, por Mariana y el Sena en el crepúsculo, por Mariana y sus mensajes eróticos durante las largas reuniones de trabajo. Te pesan las sienes, los párpados, los recuerdos y los anhelos. La sobrecargo te despierta cuando es la hora de cenar y te tapa cuando vuelves a dormir. Sueñas con tus manos bajo la falda de Mariana y su sonrisa desbordada en el atrio de la Iglesia de San Jacinto. Aprietas los párpados para no dejar escapar las imágenes pero los abres y atisbas la ventanilla estrecha, el letrero de abrocharse los cinturones y la mirada se te nubla de nuevo. El capitán anuncia que están próximos a llegar al Charles de Gaulle. Después de veinte minutos, tras pasar cierta turbulencia, aterrizan. ¿Estará el cielo azul o gris? No miras, no lo sabes. No sabrás si soportarás un cielo lluvioso. Tomas tu equipaje. Decides mantener apagado el celular. Al caminar hacia el túnel de conexión, intentas sonreírle a la aeromoza de los ojos grises. Mientras esperas el taxi, vuelves a verla. Te acercas a ella. Extiendes la mano, tu lánguida mano y estrechas la suya, pequeña y huidiza. Enredas entre sus dedos el anillo de compromiso. Antes de que pueda devolvértelo, desapareces en un taxi. Al Pont Neuf, indicas.
Sientes el rastro de las últimas lágrimas, como costras saladas, secas en tus mejillas.
Daniela Becerra ha publicado en El Financiero, Reforma, Elle, Harpers Bazaa, además de Amura, Nagari Magazine, la revista Este País y el blog de corredores de El Universal. Fue editora del libro Alcanzando el vuelo. Responsabilidad social en la empresa, editado por CEMEFI y Celanese y de un libro sobre las etnias del Estado de México. Twitter: @danielabr3
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Posted: November 7, 2017 at 9:34 pm