Los fantasmas de Varsovia
Bruno Ríos
Autor: David Toscana
Título: La ciudad que el diablo se llevó.
Editorial: Alfaguara, 2013
Siempre que termino una novela de David Toscana se hace el silencio. Después, tras unos momentos, comienza la ardua tarea de hilvanar lo leído, de comprender el absurdo. Lo mismo pasó con La ciudad que el diablo se llevó, la última entrega del escritor regiomontano. Y es que desde el comienzo uno como lector se enfrenta a un cúmulo extraño de personajes que terminan por extrañarse. Con una voz contundente, tragicómica y melancólica a la vez, Toscana dibuja los restos de Varsovia: “Se hablaba de seis millones de polacos muertos a causa de la guerra. ¿De qué hubieran muerto si no? Otra vez comenzarían a llegar los que se atragantaron con un salchichón, resbalaron de una azotea, los que no quisieron llamar al electricista para ahorrarse unos zlotys, los niños que se beben el keroseno” (50).
¿Qué hacer con una ciudad que ha dejado de serlo, con los restos de una ciudad desierta? A veces pienso que la respuesta a esta pregunta está en las líneas invisibles del texto, en lo subterráneo de una novela que se escribe casi al azar. Con un absurdo fino, Varsovia no está ya poblada de una pujante economía europea, ni de una diversidad de personas, ni de los tan cotidianos actores. Casi en un teatro, los personajes de La ciudad que el diablo se llevó no son personas sino fantasmas que siguen un diálogo, un destino que no se explica sin un guion. Un barbero sin una pierna, un hombre que sin razón aparente vende globos en la plaza de la ciudad, una mujer que vive en el olvido, una prisión llena de esbozos de hombres, un sacerdote que levanta a los muertos: “Tenemos un grupo. Nos emborrachamos para celebrar que estamos vivos. Suena mejor que ir a la iglesia. ¿Dónde se reúnen?” (102). Estos son los fantasmas de Varsovia.
En capítulos breves, que bien pueden tener un orden u otro, Toscana fragmenta los pedazos de la ciudad que quedan a la vista. Tanto en su narración como en sus espacios, después de que cayó la primera bomba, todo se volvió curvo. La ciudad se torna tan absurda como sus habitantes, tan sitiada como sus fantasmas. Con gran agilidad y un tono demasiado ligero para sus temas, Toscana entrega en esta novela el temor a lo perdido.
¿Cómo se extraña lo familiar, lo que se recorre y se antoja tan cotidianamente? El extrañamiento de Varsovia no solamente está en el hecho de que no es, y no volverá a ser nunca lo que era, sino que sus personajes han dejado de ser lo que eran. Pareciera que Toscana trata de buscar, tanto como su personaje novelista, la manera de darle cohesión a una ciudad derruida. Su narrador, en un imperativo, le ordena al novelista la tarea de crear algo de entre las ruinas: “Escribe unas líneas y haz sonar en tus palabras el llanto y el viento, la risa y el tiempo y el amor. Cántale a Varsovia, amigo mío, la ciudad que el diablo se llevó” (97).
Con gran maestría, Toscana construye un espacio en donde no cabe una novela, caben fragmentos de una novela. En esta ciudad, que alguna vez fue Varsovia, no cabe la memoria. Como lector, nos encontramos con historias que no se complementan todo el tiempo. Esto, diría yo, es una virtud, ya que nos permite reconstruir lo que pudiera llegar a ser la historia olvidada de Varsovia. Toscana no nos da todos los recursos, sólo pone las ruinas sobre la mesa. En medio del trauma, los fantasmas de esta novela nos invaden con una singularidad terrible; nos hacen sentir culpables de su indiferencia.
Al final, esta obra termina en un silencio con sabor agridulce. Le queda al lector reconstruirla, llenar los huecos y hacerla propia, como toda buena historia, y con nostalgia responder todas las preguntas: “¿Por qué los días felices se acaban? ¿Por qué se oxidan los juguetes? Los presos más curtidos lloran sin pudor” (145).
Posted: March 8, 2014 at 11:43 pm