Los ojos de los pobres
Julián Fuks
Porque no tiene sentido, o porque lo tiene y el sentido es demasiado claro, demasiado transparente, demasiado evidente, tan claro que su claridad ofusca la mirada, tan transparente que su transparencia lo desvanece, tan evidente que su evidencia ocupa esta madrugada entera, esta casa entera, robándome el sueño y el calor de las sábanas. Porque no tiene sentido es lo que escribo, y descubriéndome equivocado descubro que me estoy tratando de eximir de algo, redimir alguna culpa, ocultar una responsabilidad – y resguardarme así del fracaso que anteveo en el futuro, del fracaso que vislumbro en el presente, del fracaso que escruto en el pasado. Porque no tiene sentido es lo que repito, y al repetirlo gano conciencia de que no es la supuesta ausencia de sentido lo que me incomoda, sino otra ausencia supuesta, la ausencia decretada o autoimpuesta de lo que revele, de lo que estampe, de lo que denuncie, de lo que impresione, de lo que conmueva.
Debo decir, si voy a contarlo, que el episodio nada tiene de remoto, nada de inexplicable, nada de absurdo, todo lo contrario, es un episodio de los más obvios. Es su patente obviedad lo que lo hace más hediondo – es por tan banal, tan rutinario, ocurrencia trivial en cada urbe del mundo entero, que adquiere un extraño status de atrocidad. No es que tenga yo el derecho de usar esta palabra, no es que sea el mensajero cierto de la atrocidad, yo que aquí me concedo el insomnio, el silencio y la noche alta, yo entre paredes rígidas en mi cómodo escritorio, bajo el foco de esta luz pálida que me baña los brazos, esta luz que me lava las manos ávidas sobre el teclado. Quiero hablar de la desgracia del mundo y temo acabar hablando sólo de mi propia, tan pequeña desgracia.
Veníamos, si puedo contarlo, y si al contarlo no me arrogo ninguna exclusividad, veníamos ella y yo deslizando por las calles con los vidrios cerrados – ella que ahora duerme en nuestra cama en el cuarto de al lado, sé por la respiración que resuena, quizás reviviendo esta misma escena imperiosa en la insistencia habitual de sus sueños – deslizábamos, yo decía, por las calles con los vidrios cerrados, y estábamos contentos, éramos felices, veníamos ligeros, distraídos, soberbios. Nos complacíamos con la más reciente adquisición para nuestra casa, dos lindos sillones mullidos con que luego amueblaríamos, amueblaremos, este mismo escritorio en que ahora me encuentro, este espacio vago atravesado por sombras que se alargan a mis espaldas. No nos habíamos comprado, tal vez valga resaltar, un horno de microondas o un lavavajillas automático, no nos habíamos comprado un televisor u otro aparato tecnológico, ningún símbolo mayor de la disipasión dañosa, nada, hasta donde puedo ver, que sugiriera tan de inmediato un consumismo inveterado. En los sillones nos sentaríamos para leer, simplemente, lado a lado, haciendo eco a citas interesantes, intercambiando comentarios dispersos, gastando en esa paz doméstica las largas tardes de sábado, hasta el anochecer, era lo que divagábamos, por eso tal vez convendría conseguir también una nueva lámpara, era lo que discutíamos, cuando la ocurrencia surgió al acecho en el rojo del semáforo y sin tanto querer interrumpió nuestro unísono diálogo.
Querría poder decir que lo primero que noté fueron sus ojos, los ojos opacos de los que sufren, los ojos que esconden el sufrimiento detrás de su opacidad, los ojos huérfanos de todo brillo, de toda espera, de todo afecto – los ojos de miserable. Sin embargo lo primero que noté fueron los pasos tambaleantes que lo aproximaban, la inestabilidad de sus piernas y brazos, el cuerpo cayendo hacia adelante, pie ante pie, en choques irregulares. Por instinto, alguien dirá, pero estoy cierto de que el instinto no tiene nada que ver con esta historia, por instinto llevé la mano al botón correspondiente y verifiqué si las puertas estaban trabadas, las trabé de nuevo, compensando el acto audible de hostilidad con la apertura de pocos centímetros de la ventana. Por esta grieta mezquina del vidrio oscuro el hombre debe haberme visto palpando los bolsillos, averiguando en patético teatro si no habría alguna moneda improbable abandonada en el cenicero, en el cajón entre los asientos, en el compartimiento interno de la puerta, volviéndome hacia ella y indagando sin palabras si tendría alguna cosa, retornando a él, ostentando mis palmas vacías y blancas, alegando ahora: Perdón, no tenemos cambio.
Debe haber existido alguna vacilación en sus gestos, creo que retrocedió un paso, estuvo a punto de dislocar la pesada carga de su cuerpo escuálido hasta el próximo coche, de extraviar así su existencia en el torbellino de hechos inmemorables que componen cualquier gran ciudad. En vez de eso, se detuvo allí por un mínimo instante, algo como algunos segundos comprendidos en su relativa inmensidad, y con el antebrazo izquierdo se amparó en el parabrisas, curvó la columna, posicionó los labios junto a la brecha expuesta – ocultando sus probables pupilas dilatadas, los iris coléricos que yo no había observado. Fue en un susurro grave que él expresó su voluntad, estas palabras sencillas que no quieren tan pronto ser digitadas, que susurro de vuelta testando el ritmo o el impacto, estas sí la cita haciendo eco en las paredes del escritorio, entre los sillones aún ausentes: Pase con la rueda encima de mi cabeza. Pase con la rueda encima de mi cabeza, fue lo que él dijo una sola vez, y no era una orden, y no era tortuosa retórica, yo estaba seguro, era un pedido sincero en un momento de pleno desespero.
¿Cómo reaccionar, cómo responder a tal apelación, cómo elegir en la infinidad de convenciones y frases hechas que la cultura nos ofrece alguna réplica que se acomodara en mínima medida a la situación asombrosa, al disparate? Si el hombre apenas escucharía las palabras banales que le dijera, si ya se retraía y se preparaba para marcharse sin más, si el mundo ya se había ocupado de enseñarle con total elocuencia que ningún pedido suyo, fuera el que fuera, jamás sería atendido. Y si en ese incontenible instante, callado y ahogado en saliva, tan solo me era posible clavar los dientes y simular en mi mente aquella escena inaudita, por un segundo nada más, el hombre estirándose en la acera, empapando sus trapos en el agua sucia de la calle, pegando su oreja al piso, frunciendo las cejas, y – a pesar de mí y de mis sentimientos, a pesar de ese otro hombre sentado al volante y de la incertidumbre del pie que acelera – aguardando la rueda que vendría a aplastarlo sin piedad ni tristeza, la goma dura a desollarle la piel, derrapando en su mejilla, el peso del coche montándose en su cráneo, destruyendo sus huesos, el rostro deshaciéndose, los ojos explotando por fin, por un segundo nada más, sesos manchando el asfalto de gris y rojo.
Por un segundo nada más y ya no supe qué decir, devuelto súbitamente al silencio de antes, a la paz terrible del presente. Ella que ahora resuena en el cuarto de al lado también se había enmudecido, y de un instante al otro habíamos perdido toda alegría y toda ligereza, paralizados cuando algo debíamos hacer, cerrados en nosotros mismos, rendidos a la inacción, circunspectos. Con la mirada seguíamos a ese hombre que se alejaba, volviendo a la vereda, apoyando el cuerpo en un muro y, para nuestra sorpresa, aunque no había nada de sorprendente, llevando las manos al rostro y cubriéndolo entero, sus hombros subiendo y bajando, el hombre lavando con lágrimas sus palmas abiertas, era lo que parecía, el pobre llorando copiosamente.
Algo debíamos hacer, algo que postergara el final de la escena, antes que la señal verde nos rindiera, antes que fuéramos liberados y obsequiados con el olvido certero, para seguir nuestro camino en la ignorancia bendita de los que se creen inocentes. Hey, fue lo que dije, Hey, otra vez, y mientras esperaba que reaccionara saqué del bolsillo la billetera y decidí sin saberlo que sería generoso – que, en una absurda finanza de los afectos, si antes yo no había pagado un real por su tropiezo, ahora debía pagar por sus lágrimas al menos diez. Él levantó el rostro deshecho y yo hice señas para que viniera, convocándolo con un ríspido meneo de los dedos, y mientras venía escudriñé la billetera en busca del billete cierto, pero no lo encontré, solo tenía billetes más grandes ordenados libremente. Apelé a ella para que lo resolviera, ella que quizás ya sabía mi propósito, ella que debía mimetizar en su cuerpo y mente cada uno de mis actos y pensamientos, porque éramos o debíamos ser iguales o los mismos en circunstancias como aquella, pero esto no lo pensé, cuanto a esto no me equivoqué en ese momento. ¿Tienes diez?, le pedí, y ella lo negó con la cabeza, exponiendo de nuevo sus delicadas palmas de blancura incontestable. Debe haber existido alguna vacilación en mis gestos, debo haber titubeado un instante, confieso, como si buscara la imposible solución matemática para un problema, y de lo imposible a la solución bastó un impulso de largueza. Tome, trate de comer algo, fue lo que le dije, y sin mucho arrepentirme forcejé entre sus dedos tensos un billete de veinte.
Partimos, pero esta vez partir no nos proporcionó el alivio habitual, no nos restituyó el frescor pretérito, esta vez pagar y partir no nos exoneró de aquel peso. Íbamos mudos ahora por la avenida cruzando la metrópoli indiferente, los dedos apretando el volante, o la falda, o los muslos, los dientes todavía clavados y los ojos vueltos siempre hacia adelante, hacia el asfalto, sin ver un palmo más de lo que fuera necesario. ¿Y si lo propio de los ojos no fuese mirar, sino llorar? Esta pregunta no me sobrevino, pero, sin que lo viera, las lágrimas ya empezaban a acumularse en mis párpados, a humedecerme las córneas estériles desde hace tanto tiempo. ¿Y si su función mayor no fuese ver, sino implorar cuando las palabras desaparecen, y doblar a los rígidos, y abatir a los firmes, y conmover?
De la galería de rostros de mi memoria reciente yo trataba de rescatar los ojos de ese hombre que se había quedado en el semáforo de la calle tangente, los ojos opacos de los que sufren, los ojos que esconden el sufrimiento detrás de su opacidad, los ojos huérfanos de todo brillo, de toda espera, de todo afecto – pero esto era lo que dictaban las palabras, esto era lo que yo componía, tan solemne, o lo que dictan ahora mis dedos inertes. No lo había mirado en los ojos, tapados tantas veces, no había visto sus pupilas dilatadas, sus iris coléricos, y ahora mis ojos querían tomar el lugar de los suyos, concentrar la tensión de la escena, porque las lágrimas ya se acumulaban en los párpados y yo no podía ceder. Para un hombre – no lo pensaba, pero lo sentía ridículamente – hay algo indecoroso en sucumbir a las lágrimas, llorar es siempre una opción entre otras posibles, y la más apelativa, la más histérica. Como si alguien que llora inventara las lágrimas en ese mismo momento, y llorar fuera siempre un falseamiento, una indecencia.
El sol del atardecer cruzaba el vidrio en ángulo oblicuo y venía a incidir en mis retinas, incendiándolas para mi desplacer. Yo no desviaba la mirada y evitaba al máximo volver el rostro hacia ella, no quería que me viera abatido por ese inestable sentimiento, y no decía nada por miedo a que la voz se prendiera en la garganta, por recelo de perder el tono y mostrarme débil, emotivo, complaciente. O era esto lo que deseaba en mi intimidad, que ella intuyera mi conmoción tan discreta, que se impresionara con mi humanidad desvelándose una tarde cualquiera, en un paseo veloz entre los edificios y sus tantas paredes – y por una mísera ocurrencia, tan solo por la aparición demasiado común de un mendigo en condición abyecta. Sí, era esto lo que yo anhelaba en un foro secreto, ahora estoy seguro, ahora que este silencio mordaz acusa con tanto estrépito la mentira conveniente: quería que ella, sin ganar conciencia de la falsedad, o pasando por alto la obvia indecencia, también se apiadara y se enterneciera, conmigo o con la imagen del hombre que los minutos ya empezaban a corroer.
¿Pero cómo llorar en ese momento, como dejar que ese llanto suave me envolviera y garantizar que ella lo supiese, sin inadvertidamente constreñirla? Llorar, yo había aprendido, es siempre intimación a una complicidad contrahecha, es siempre un pedido irrecusable de atención, una solicitación estridente que, si ignorada o insatisfecha, no puede sino revelar la insensibilidad ajena, su tan condenable frialdad. Mirarla con mis ojos lavados de lágrimas sería obligarla a acompañarme en la tristeza, sería forzarla a una conmiseración involuntaria. Claro que su quietud persistente podía significar que ella ya se había enternecido, que sus sentimientos coincidían con los míos desde el comienzo, que el episodio había alcanzado tal resonancia tanto en ella como en mí – y en ese instante, así, podríamos en fin mirarnos uno al otro y confrontar nuestra mutua condolencia, y consolar nuestra bondad desvalida, y nutrir nuestra ansia común por un mundo distinto. Pero no cabía la certeza. Ni espiándola por el espejo conseguía asegurarme de que era mi cómplice, de que nuestra emoción era la misma, de que era unísona también nuestra mudez.
De cualquier modo, tal vez no necesitase de ella para apreciar la belleza de aquella secuencia. Sí, la belleza, me daba cuenta horrorizándome a destiempo. Yo mismo ya me conmovía más conmigo mismo que con el maltrapillo de figura evanescente, regocijándome con mi propia conmoción, con mi propia empatía por el dolor ajeno, alegrándome de entristecer, consolándome con mi propia tristeza. Después percibía la incoherencia y todo se invertía de nuevo, desaparecía todo regocijo, se deshacía la empatía en vanidad inconsecuente, me embargaba la tristeza por la alegría, y la culpa por el consuelo, y algunos segundos después se convertía en consuelo la culpa por el consuelo y en alegría la tristeza por la alegría. Estaba parado en un semáforo más adelante cuando me di cuenta de que el asfalto ya no absorbía mi interés, y que los ojos que yo contemplaba por el espejo no eran los de ella, y sí los míos, ojos húmedos embebidos en destemplanza, pero carentes de cualquier sufrimiento.
Yo no sufría; testigo del descalabro de nuestra ciudad y de nuestro tiempo, no sufría ni siquiera cuando afrontado por la extrema pobreza. No me quedaba otra opción sino condenarme por la falsedad de mis ingenios, por entregarme a tal insensatez, por la inmoralidad con que reaccionaba a una escena de absoluta dureza, el dolor del otro, su miseria. Llorar en una hora de esas, llorar inmerso en pensamientos tan reprehensibles, ¡qué descarada voluptuosidad, cuánta desfachatez! Y aún condenándome no me absolvía, pues condenar mi llanto, avergonzarme, era cometer el peor de los crímenes de esa noche que empezaba a nacer, peor que imaginariamente pasar con la rueda encima de la cabeza de aquél infeliz: condenar mi propio llanto era condenar también su llanto, era denunciar su falsedad, su histeria, su indecencia, era negarle el derecho a las lágrimas, a su cuerpo, a su libertad de ser, era privarlo de su última propiedad.
Mañana llegan los sillones que encomendamos ese día, tengo que despertarme temprano para recibirlos. Mañana nuestra casa estará completa, o casi completa, pues no volvimos a hablar de la necesidad de una lámpara, y a cada fin de tarde estas mismas sombras cuidarán de alargarse por el piso del escritorio, cubriendo la superficie de cada mueble y de cada objeto. No podremos, así, quedarnos tirados en los sillones hasta el anochecer, sosegados, impasibles, en la idílica paz que construimos para nosotros mismos. Tal vez no podamos descansar en ellos ni siquiera en la luz suave que se proyecta por largas horas, todos los días, ventana adentro. No tiene sentido, sé que no tiene sentido, pero sentados lado a lado, absortos en la ardua tarea de distraernos, o abrigando las mentes vacías en la blancura de nuestros libros abiertos, no tiene sentido, pero tal vez no seamos capaces de levantar los rostros y confrontar nuestros ojos tan despiertos.
*Fotografía de Joan Guerrero
Posted: January 10, 2013 at 12:51 pm