Fiction
La rabia

La rabia

Krishna Naranjo Zavala

(Cuento ganador del L Concurso Latinoamericano “Edmundo Valadés”)

Mi vecina de frente me preguntó si esas bolitas que esparcía con una cuchara sobre el pasto, era para hacerlo más verde. Me angustié por la conversación que venía. Normal en mí: los otros me dan pánico. Siempre te ven los zapatos, notan si estás subiendo de peso, lo que publicas en redes sociales; se fijan si tu esposo te mira con atención o si barres a diario la banqueta. La gente disfruta secretamente asumir que eres una casa en ruinas, una pared descarapelándose, un bonito jardín que no durará. Por fortuna, se limitó a interrogarme como algo sin importancia. Me apresuré a decirle que no esperaba tener éxito en el reverdecimiento. Claro, si ven tu decisión de triunfo, así sea mejorar el miserable pasto, levantan la ceja. Ese gesto puede ser agridulce.

Cuando nos mudamos a esta colonia todo pintaba de maravilla. Por fin tendríamos casa propia. Unos meses antes, mi esposo y yo paseábamos en el jardín que sería parte de nuestras tardes cotidianas. Desde entonces sabía que era observada por las tres mujeres que a menudo se sentaban bajo un arbusto sobre una manta tipo pic nic. Una de ellas, alta y rubia, se acercó a mí aprovechando que su perro jugueteaba con nosotros.

—Ustedes no viven por aquí, ¿verdad? Buenas tardes.

—Hola, qué tal. No, pero nos damos vueltas porque estamos construyendo, ya casi nos mudamos. Es la casa de cuadra y media arriba.

—Ah, qué bien, qué bueno. Qué bonitos sus niños, con permiso.

Cada que entro en una charla forzada, hago un tremendo esfuerzo por responder con vitalidad. Y es que, en los últimos años, he sentido una baja de energía. A pesar de que tengo todo, no tengo nada. No hay sentido en llenar papeles interminables o en justificar tu existencia en la burocracia que impera en el ámbito jurídico. Burocratizas la vida, la papelizas, la haces trizas. Me reparto entre mis tres hijos como todas las mujeres del mundo que son madres y que también trabajan ¿fuera?, ¿dentro? de casa. Me refiero a que las horas, unas encima de otras, se vuelven una trenza de interminables quehaceres, vacíos, afectos. El asunto es que hay algo en mí que no madura; siempre miro hacia atrás, a los lugares donde dejé sillas vacías, conversaciones pendientes, animadas declaraciones sobre observaciones nocturnas. Para sobrellevar mi egoísmo e ingratitud hago ejercicios de estiramiento con respiraciones profundas, me pongo frente al espejo expresando clichés de coaching. Mi hermana Claudia me recomendó ese jueguito que es divertido por ridículo. Sigo en un tratamiento cuyo propósito es conseguir el balance perdido, aunque para mí, el remedio ha sido la lectura: biografías, poesía, novelas. Especialmente si encuentro cavilaciones de lo íntimo que logran identificarme o sentimientos que son cuchillos del alma y parten las porciones brillantes de la existencia.

Sí, la vida por aquí es aparentemente tranquila, las casas muy prolijas con sus jardines recortados. Pero, hace días, descubrí que el espanto tiene cara de vecino, o mejor dicho, de perro. No un perro cualquiera, sino uno entrometido en tu intimidad, en la calma nocturna de tu casa. Suceden cosas inexplicables en este mundo; no les prestamos atención o echamos a la basura todo aquello que suene inverosímil, nos convertimos en sucios jueces, sabihondos desde la dura realidad. Para mí, el lenguaje llamado inclusivo que se articula porque “si no se nombra, no existe”, no es efectivo. La existencia misma es como la luna en cuarto creciente o cuarto menguante; es, asimismo, mitad sólida y mitad líquida. Por aquí, el cara de perro anda haciendo de las suyas, molestando a los vecinos que no se dan cuenta. Salpica su odio caliente con sus maneras desapercibidas, mas no para mí.

Hace una semana, en el jardín, paseaba a mis dos hijos chiquitos, Alberto y Karen. Me senté en una banca a leer mi libro; la niña dormía en la carriola, el otro jugaba con una vecinita. Vi que llegó el médico con sus dos hijos, impecables los tres, de esas buenas presencias que intimidan; no porque una quiera parecerse a ellos, sino porque te sientes vista con cierto desdén de la gente aburguesada que anda por ahí, altanerita, repartiendo sonrisillas amables por si las dudas. Como estaba metida en mi lectura, no pude ver lo que hacía el niño, pero me dio tranquilidad saber que jugaba con la pequeña. A los pocos minutos algo escuché, una llamada de atención; asumí que no se trataba de algo serio porque de nuevo se oía la algarabía de los niños, así que retomé la página. No obstante, sentí la presencia del perro hacia mí, enfundado en su ropa deportiva. Mi nerviosismo se encendió porque claramente estaba a punto de decirme algo que no sería nada bueno. Le empezó a temblar la quijada, nunca había visto su boca; no ando fijándome en los detalles de los vecinos, ni siquiera lo había visto a él con suficiente atención, pero sus dientes amarillentos, sus labios delgados temblorosos y su semblante endurecido me infundían terror.

—Tu hijo le pegó, se le fue así nada más, a golpes, al mío.

Volteé a ver a los niños y el chico afectado jugaba. Después vino Alberto empapado en llanto al ver al señor dándome la queja. Todavía recuerdo cómo el vecino lo confrontó. Probablemente mi hijo tuvo la culpa porque en esos días veía apasionadamente películas de karate. Sé que también el otro niño lo molesta, sobre todo verbalmente, lo he visto, pero no corro a darle la queja a sus padres; los niños se pelean y admirablemente se reconcilian. Observaba que, mientras me reclamaba, le salía una fina espuma de la comisura derecha de los labios. Al principio era transparente, se veían las burbujas diminutas, pero a medida que se inflamaba de ira, se hacía blancuzca, parecida a la espuma del mar, con el perdón de tan belleza presencia, pero que, en el rostro del iracundo, ratificaba que él era el perro que acechaba al caserío por las noches. Nadie se enteraba.

Me sentí como una completa idiota, la peor madre del mundo. Soy experta para denostarme y asumir infiernos. Le exigí a mi hijo que le pidiera una disculpa al niño que ahora jugaba, como ajeno al problema, con la otra niña. Me sentía terriblemente desdoblada: estaba ahí, pero, sobre todo, estaba en mi cabeza, viendo el drama como una página lejana que se escribía con tinta de fuego. Me abrumaba saber que yo era la protagonista. El incidente —no con los niños sino con el padre— me llenaba de tristeza, enojo e incertidumbre. ¿Esto es lo que pinta en la colonia?, ¿padres histéricos que salen al jardín con sus hijos en actitud de espías, de vigilantes?, ¿era yo una mala mujer por no ver, detalle a detalle, lo que hacía Alberto con sus seis años bajo el frondoso árbol?, ¿realmente tenía que castigar a mi hijo?, ¿cómo ponerle límites?, todas estas preguntas retorcidas y en retazos circulaban en mi mente. Alberto se negó rotundamente a ofrecer una disculpa. El señor empezó a dirigirse hacia el niño, se le inflamaba el cuello, su rostro adquiría algunos rasgos del perro. Al principio vino una oleada de ira, pero terminé sintiendo lástima. Ambos sentimientos te devuelven la náusea al instante. Tomé la carriola, afortunadamente Karen dormía. Le eché esa mirada fulminante a mi hijo, cargada de reproche, de compasión, de nerviosismo. El vecino continuaba hablando hasta que bajó la intensidad de sus palabras y se largó. Nos dirigimos a casa. Hablé seriamente con Alberto, él me insistió en que el niño ni siquiera lloraba, lo cual era verdad.

¿Qué hacer frente a dos testimonios tan contrastantes? Un niño y un vecino que se convierte en perro cuando reclama. No cené, solo mis hijos. Me fui revuelta a la cama, con la noche convirtiéndose en una araña helada que me acariciaba el miedo de la piel. Mi marido no estaba en casa, por lo que podía extender mi mortificación como mejor me diera la gana. Decidí prepararme un té, bajaba las escaleras. Escuché un ruido extraño, jadeante, cercano. Volteé a la ventana: era el perro babeante, mirándome con un odio que no es de este mundo. Un humanoide canino. Me miró en silencio unos cinco segundos mientras se le escurría la espuma y, de pronto, se perdió en la oscuridad de la calle. Grité, pero mis hijos dormían. Amanecí como si nada hubiera pasado. Por un momento pensé que el episodio del humanoide canino había sido un mal sueño, pero inmediatamente supe que ocurrió en la vida real. Aunque en esta palabra creo cada vez menos. Empecé el día con desconcierto, teniendo que sacar adelante la escena matutina: el desayuno, los mimos a mis hijos, poner lavadoras, en fin, menesteres domésticos.

Al llevar a uno de mis hijos a la escuelita que había organizado improvisadamente una maestra —en tiempos pandémicos— suelo echar un vistazo a las casas lindas de mi colonia, especialmente a las que poseen bellos jardines. En una de ellas, vi un bulto de color café, pero no le presté importancia. Conforme me acercaba, crecía mi intriga por saber qué era eso que parecía respirar y que estaba mitad afuera y mitad adentro de la ventana de unas de las habitaciones. Bajé la velocidad a 20 kilómetros por hora: era el perro, espiando la recámara, ¿nadie se daba cuenta? En esa casa vivía la señora Rita, una maestra jubilada que recibe constantemente a sus hijos y nietos, pero suele estar sola en las mañanas. Me sentí nerviosa porque mi mente rechazaba aceptar que los humanoides perrunos existen; pueden ser tus vecinos que se hacen pasar por “gente bien”. ¿Qué hago con esto que sé?, Ofelia, por favor, tranquilízate, me repetía. Mi hija se empezó a desesperar y le calmé, sin mucho éxito, con un chupón. Miré de nuevo, el perro se había esfumado. Por la noche, la frazada me parecía una guarida frente a la locura ¿o a la alucinación?, sentía tiesa la cama y la almohada; mi marido me notó preocupada, pero le dije que era por cuestiones de trabajo. Seguramente mi semblante no era de exceso de pendientes sino de horror, sin embargo, preferí no compartir lo sucedido. A las dos de la madrugada mis ojos estaban más abiertos que de costumbre, bajé a prepararme un té de manzanilla. Estaba a punto de poner el té en la taza cuando sentí, de golpe, la necesidad de voltear nuevamente a la ventana que daba a la calle; me dirigí con lentitud suplicando no ver lo desagradable. Era el perro, babeante y furioso. Fue fugaz. Noté en sus ojos, inyectados de sangre, algo de perversión. Me paralicé. Tenía serios problemas mentales, pensaba. Sin embargo, al día siguiente, nerviosa en la fresca mañana en que preparábamos a los hijos para llevarlos a una ludoteca, vi el suéter azul del vecino perro tirado en la jardinera de la casa.

—Mira, Ofelia, debe ser de algún vecino, le tomaré foto para compartirla en el grupo de WhatsApp.

Asumí que debía mostrarme tranquila ante mi marido, indiferente a lo acontecido el día de ayer. La seriedad ayuda a que el mundo te trate de cuerda, eso significa que te dejarán en paz, al menos si llevas tu vida —externa— sin punto de quiebre. Y paz es lo más valioso en estos tiempos. Por lo tanto, es necesario dejarse ser, llorar en el interior, así tenga que darse a escondidas.

—Me parece bien, quién sabe de quién es.

Subió esa foto al grupo. Fue un largo día en que, lejos de desarrollar mi trabajo en casa como normalmente lo hago en pandemia, a toda prisa, estuve inerte frente a la pantalla, acaso logré mandar un correo en un lapso de cuatro horas. Vaya, respirar profundo me resultaba imposible. Mis huesos y músculos habían sido devorados por la rigidez. Lo demás fue un estado de mutismo, de inacción. La angustia trababa mi cuerpo. Llegó un momento en que me quise mover, pero era inútil cualquier intento para, no digamos caminar, sino levantarme por un café. Llegó la hora de terminar la jornada laboral que se convirtió en un estar ahí, sin más. No obstante, la presión cotidiana me hizo andar. Fui por comida a un auto servicio, raro en mí porque suelo prepararla. Ni siquiera me importaba formular alguna explicación, en efecto, no era habitual que comprara la comida. Comenté, de rápido, que se prolongó el trabajo; a mi marido no le importó, le agradó la orden de tortitas de atún con ensalada verde y puré de papa. Dejé que él tomara el ritmo de la conversación porque algo de mudez persistía en mí. Sonó el timbre tres veces de manera decidida. Mi marido y yo nos volteamos a ver con incertidumbre. Él se paró rápidamente y yo lo seguí: era él vecino perro humanoide, pero esta vez se veía flamante, afeitado, con una sonrisa larga. Mi marido tomó la prenda que había dejado encima de la credenza, yo me había olvidado de aquel suéter, quizá por el terror.

—Muchísimas gracias, vecino. Muy amable. Señora. Con permiso. Buen provecho.

Desde aquel día, no logro entender lo que pasó. Merodeo por el vecindario para atisbar algo y poder desenmascarar al sujeto o como se pueda concebir esa cosa. Su esposa me irrita, se las da de mujer intachable, pero ella sabe, como yo, que es cómplice de ese engendro híbrido que fusiona lo peor de la raza humana y canina. Cada que lavo los platos me pregunto qué hacer con esta verdad. Porque esto, es verdad, sépanlo. Algún día escribiré sobre quiénes viven entre nosotros. Lo bueno de todo este tiempo es que el pasto ha reverdecido.

 

Krishna Naranjo Zavala (Colima, México), es profesora investigadora en la Facultad de Letras y Comunicación de la Universidad de Colima. Sus líneas de investigación giran en torno a la poesía mexicana y la literatura indígena contemporánea. Ha impartido cursos sobre escritura creativa, poesía mexicana actual, entre otros tópicos afines. En marzo de 2021 recibió la Presea “Griselda Álvarez Ponce de León” que le otorgó el H. Congreso del Estado de Colima por su trayectoria en el ámbito literario. En noviembre de ese mismo año resultó ganadora del L Concurso Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”. Es integrante del Seminario de Cultura Mexicana Corresponsalía Colima. Forma parte del Cuerpo académico 49 “Rescate del patrimonio cultural y literario”. Actualmente coordina la Maestría en Estudios Literarios Mexicanos de la Universidad de Colima y dirige Interpretextos. Revista semestral de creación y de divulgación de las humanidades.

Ha publicado los poemarios: Letanías mestizas (2011), Batalla de la aurora (2015), Tierra de cada día (2015) Tal vez el bosque (2016), así como del cuadernillo de cuento infantil, Beto, su secreto (2012), trabajo que obtuvo el primer lugar en el Concurso de Cuento convocado por la Universidad de Colima. Su Twitter es @NARANJOZAVALAK

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Posted: April 22, 2023 at 9:49 pm

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