Fiction
Dados cargados

Dados cargados

Alberto Roblest

*a don Pilo

 

Karlos tenía un par de comodines en la mano, presentía la victoria, la veía clarita. ¿Cómo sabía que iba a ganar? Ni la menor idea, aunque lo que fuera, le hacía sentirse feliz y seguro.

Tantos años de jugador le habían dado cierta experiencia. Su adversario enfrente no tenía juego alguno; venía contando las cartas y había llegado a esa conclusión. El tipo era uno de esos gringos a los que les gustaba andar de fanfarrones. Karlos comenzó a subir la apuesta. Los otros jugadores se retiraron, hasta que sólo quedaron ellos frente a frente. K como le decían quienes lo conocían en las mesas de juego, se dijo: ¿Qué pensaste, gringo? ¿Que era un tipo con suerte de novato? ¿O que por ser latino era idiota? K subió la apuesta, era obvio que el gringo deseaba apoderarse del montón de fichas que frente a él se apilaban.

En un alarde, el gringo puso dos fajos de billetes sobre el montón de fichas en la mesa, pensando que K se retiraría con la cola entre las patas.

K pagó, se quedó con una sola ficha. Si pierdo me quedarán veinte dólares, justamente para el taxi. Sonrió para sí de su propio sarcasmo. K tomó una nueva carta, una de menor importancia que pasó sobre sus otras cartas y la bajó a la mesa. Su adversario bajó una carta de menor importancia también y dejó ver su nerviosismo. Se miraron uno a otro con ojos de pistola, ojos amenazantes.

Para ser sinceros, hacía mucho que Karlos había perdido el miedo, sobre todo en cuanto a jugar se refería. K le regresó una mirada juguetona y cínica a su contrincante: una mirada de lobo (su abuela hubiera preferido decir que se trataba de una mirada de zorro). El hombre abrió su juego y lo arrojó a la mesa sin elegancia. Par de cincos. Hubo exclamaciones al aire, los que apostaban por fuera subieron las apuestas.

Esto no era más que un juego más, al carajo, se dijo K, lo demás, sobre todo las provocaciones no importaban, con no caer en ellas, se repitió. Como dice el refrán: quien se enoja pierde. El tipo podía hacerle como quisiera, pensó K; había ganado y estaba por retirarse.

Su propósito era resolver las cosas adoptando una actitud fría y distante, calculada pero estratégica. Todas estas eran palabras de Chian Ho, su maestro de Taekwondo, a quien debía bastante también. Uno siempre le debe a alguien más. Antes de mostrar su juego, levantó su trago y lo bebió hasta el fondo saboreándolo en un acto teatral, todo justo antes de tocar mesa y mostrarle a aquel payaso las cartas. Volvió a reacomodarlas en sus manos y las depositó con ternura en la mesa. Aquéllos eran los últimos detalles de la jugada, una escalera real. Aplausos. Lo celebraron los mirones, los apostadores chocaron vasos de júbilo. “¡Qué juegazo, carajo!” lanzó alguien al aire.

El gringo pareció ponerse lívido.

K no pudo evitar una sonrisa. Plata. Suerte que le permitiría meterse al bolsillo capital suficiente como para hacerse de un buen auto, con el que pensaba irse a Los Ángeles, donde había algo que lo estaba llamando y no sabía realmente qué era, sólo sabía que debía ir, incluso su abuela lo había sugerido en uno de esos sueños en los que lo visitaba para darle enseñanzas. Atrajo las fichas hacia sí.

–¿Qué pensaste, qué ibas a comprar jugada –dijo K sin poderse controlar. –Me retiro–. Tomó las fichas de la mesa. –Siempre hay que saber retirarse a tiempo–. Sonrió a su adversario.

El güero intentó provocarlo: –¡¿Te da miedo, mexicano?! ¡Juguemos más!

–Nada, me retiro por esta noche.

–¡No te abras, una más!

K juntó sus fichas en montoncitos y fue metiéndoles en el bolsillo de la chamarra, sin dejar de mirar al otro, ni sonreír a la gente alrededor que lo veían, algunos con envidia, otros con coraje, otros más con admiración.

–Eres un cobarde, mexicanito, como todos ustedes.

Para retarle, lo ofendía. Era una vieja táctica de jugador herido, la misma que él había usado en otras ocasiones. K se colocó las gafas oscuras y de frente le dijo: –Ya te gané gringo. ¿Qué más?… Y para tu información, mañana me espera un largo viaje temprano en la mañana. SI no,  juro que me quedaba jugando, para sacarte más dinero. Buenas noches.

–¡Juguemos una más, no te abras! –gritó su contrincante molesto.

Terminó de guardar sus fichas y las tres últimas se las dio de propina al crupier. Se puso de pie con intenciones de ir directo a la caja para cambiarlas por dólares y largarse de ahí. Dio tres pasos, volteó y le dijo a su contrincante herido que echaba espuma por la boca.

–Tú también deberías de irte a casa, gringo. Los corajes son malos para el hígado, te vas a poner más pálido.

 

2

Aquel era un casino de media monta administrado por una tribu de indígenas, algunos de los cuales, ostentosos, se veía, eran los patrones del lugar por la forma en cómo se manejaban y lucían. En su camino al bar, Karlos vio a uno de estos jefes pasar del brazo de dos Pocahontas de tetas grandes. Pensando en tetas, se sentó en una mesa con cuatro jugadores, en una silla que estaba vacía, como esperándole…. Perdió tres veces en los dados, casi la mitad de su capital. Hacía varios meses que no se sentaba a jugársela, como se dice, aunque también sabía andaba de mala racha. Tuvo un momento de lucidez y se dijo que era mejor pararle. Así lo hizo. Se levantó, caminó por ahí, se tomó dos cervezas. Tenía tiempo, había sido una acción arrebatada. Iba de camino a Los Ángeles aunque no sabía a qué. Era algo que lo llamaba, algo como una necesidad. Se dispuso a saborear la cerveza en su tarro y se sentó en una de las mesas del lugar, en una silla que le permitía ver toda la acción. Gente en general, pero también crupieres y empleados. Los ojos de Karlos, principalmente enfocados en las mujeres que pasaban, y que él aprovechaba para admirar su anatomía, tampoco perdían un segundo de atención al juego que se desarrollaba. Eso de meterse a la cama con una mujer requiere tiempo, imaginación, dinero por supuesto, pero también control… dialogó Karlos consigo mismo. Eso de que uno ve a la susodicha y se le quiere ir encima, cual perro de cuadrilla… Sonrió para sí. Sus ojos se agrandaron al ver a la chica en cuestión. Era una mulata que llevaba un vestido negro de una pieza, mallas negras, botas a la altura de la espinilla y una estatura aproximada al uno setenta y cinco. Buena pierna, con  cintura y buenas caderas. Karlos peló los ojos y la estudió de arriba abajo. Algo como un imán lo atrajo hacia ella.

Por alguna razón la chica se encontraba sola, bebiendo un daiquirí y consultando su teléfono. Karlos se acercó a ella y de la forma más natural le habló de cualquier cosa primero. Entonces intentó convencerla de que lo acompañara a la mesa de juego. Platicaron. Karlos se sinceró con ella: –No sé, es una vibra, pero creo que tu presencia en la mesa cambiará mi suerte.

–¿Yo cambiar tu suerte? Ajá.

–Casi lo puedo sentir, es un algo…  como un presentimiento, llámalo así.

La joven mulata lo miró de arriba abajo, sonrió: –¿Y yo, qué gano?

Karlos también sonrió. La chica era directa, y eso le gustaba.

–Okay. La verdad es que me sobran ciento treinta dólares, justos. Te invito a una copa sin ningún compromiso. El resto lo jugamos. Si pierdo, adiós y como si nada. Pero si gano, te doy cien dólares, así nada más. ¿Qué tal eso?

Esta vez la chica lo miró intrigada y le brillaron los ojos. –¿Qué tal si mejor me das un porcentaje?

–¿De mi ganancia?

–Claro –respondió ella casi al instante.

–¿Cuánto?

–Me das el cincuenta por ciento.

–Je je je. Imposible –retó Karlos con sonrisa pícara. Te doy el quince.

La mujer pareció pensarlo. –Dame el treinta.

–Te doy veinticinco, eso o nada.

Ella soltó una risita pícara, extendió la mano y dijo: –Trato.

–Va, pero tú pagas la primera ronda de copas.

–¡No, pero cómo crees! –lanzó ella, siguiendo a Karlos que ya se encaminaba a la mesa de dados.

–¡Oye, para, para! –lanzó ella siguiéndole.

Karlos retrocedió unos pasos y la tomó del brazo. Confidente le dijo al oído: –Ahorita vamos a ganar, te lo aseguro.

Ella sonrió.

Juntos como una pareja de amigos de varios años, cruzaron la sección de las máquinas tragafichas, la de las ruletas, las cartas. Gente de un lado y otro, ruido en los oídos. El olor del triunfo.

Karlos lucía orgulloso. Podía sentir en aquella guapa mujer al talismán que le hacía falta para ganar aquella noche. A eso había entrado a este lugar, a ganar, y no se iba a ir con las manos en el bolsillo. A eso iba a Los Ángeles de pronto, lo supo.

–Y no te preocupes, yo pago los tragos, era sólo una broma –le dijo pícaro. –El día que ya no pueda pagar por el trago de una mujer, mejor me doy un tiro en la ruleta rusa.

Ella rio e hizo una expresión infantil. El tipo aquel le causaba una extraña confianza, como si efectivamente se conocieran de antes.

En la mesa K pidió dados. La chica de la que ni su nombre sabía, pero ya era su socia, se paró junto a él. El crupier le extendió los dados, estos dentro de un vaso de piel. K giró el vaso y puso los dados en la palma de su mano y los sintió en toda su dimensión cúbica, los acarició, los sopesó. La chica se apretó a él, levantó los hombros y dejó escapar una risilla. K le pidió soplar a los dados en su palma, para que atrajera la suerte. Ello lo hizo, coquetamente. K entonces sintió su sangre circular a mil por hora, se sintió poseído, arrojó los dados a la mesa, con un movimiento gracioso y con algo de fuerza. Se imaginó aquel mujerón en cama. Los dados salieron de su mano como dos balazos expulsados por el cilindro silenciador de una pistola y chocaron contra la pared de la mesa, se congelaron en el aire por un instante infinitesimal y rodaron en la mesa de juego. La chica brincó de felicidad al ver el resultado: cuatro a uno. K sonrió de mejilla a mejilla, dobló la apuesta. Aquélla era su noche. Pidió dos tragos. Estaba transformado, atrajo a la mujer hacia sí y la besó con pasión. Sintió un estremecimiento, y para su sorpresa, en lugar de sentir placer, sintió algo que no pudo describir. Dobló la apuesta y levantó con rapidez los dados, los agito dentro de la mano. ¿En qué momento había entrado en aquel casino de mala muerte? se preguntó mientras los dados cruzaban el aire, cargados con hálito de mujer, como dos piedras mágicas.

 

*Este texto es un fragmento del libro < y ha sido publicado con permiso de la Editorial . 

*Imagen de Kevin Dooley

 

 

Alberto Roblest es un artista multimedia; videoartista, escritor y cofundador de la organización de Washington DC, Hola Cultura.

 

 

 

© Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.

Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.


Posted: April 28, 2022 at 9:36 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *