Luis Jorge Boone, el territorio y el arraigo
Alfredo Núñez Lanz
El crimen organizado y sus devastadoras consecuencias en el tejido social se han convertido en grandes temas de la narrativa mexicana contemporánea. Ambientada en un pueblo perdido del norte de México que ha quedado vacío, casi en ruinas, Toda la soledad del centro de la tierra (Alfaguara, 2019) de Luis Jorge Boone pareciera sumarse a este gran tópico. Sin embargo, con la perspectiva que nos ofrece el autor, la novela logra alejarse de los lugares comunes, del efectismo o las retóricas convencionales.
El Chaparro, un niño imaginativo, es quien comparte su historia narrada con el vaivén y flujo de una conversación. De manera fragmentaria, el lector conoce algunas de las fantasías de este niño sensible, como la invisibilidad que le permite ganarle a sus primos cuando juega a las escondidas obsesivamente; busca encontrar el mejor rincón y que éste devenga un umbral para el escape, un camino alterno al que se transita todas las mañanas por la cuneta de la carretera. Y es precisamente la perspectiva del Chaparro la que seduce al lector, pues la tensión de la novela no se construye en las peripecias de los personajes, sino en el lenguaje. Los hechos narrados son como pequeñas burbujas que explotan sin dejar rastros.
Refractaria a la noción tradicional de “trama”, Toda la soledad del centro de la tierra se fundamenta en dos ejes: el meramente narrativo y el poético. Las partes escritas en verso van intercalándose con la prosa y ofrecen un vehículo alternativo capaz de conducirnos por las emociones de la colectividad. No es casual que la mayoría de estos versos utilicen un “nosotros” para referirse a los hechos narrados. Y es precisamente esta voz colectiva la que funciona como una suerte de coro que habrá de apuntalar la gran tragedia subyacente, la desaparición de personas:
Venían,
agarraban a unos
y a otros,
los trepaban
y nadie los volvía a ver.
La única presencia sólida –aunque a la vez fantasmal, como algunos de los personajes de Rulfo– es la abuela Librada, una mujer fuerte, cuya voz es casi un canto desesperado, por momentos pícaro y agreste que oculta los secretos vergonzosos de la familia. Estos dos personajes: el Chaparro y su abuela Librada se erigen como las únicas presencias perdurables en este pueblo que gradualmente va desdibujándose conforme un poder ominoso y cruel ensombrece y se apodera de la cotidianidad. Ambos, a través de los años miran desfilar a los vecinos y primos, personas cuya identidad se desvanece, ya sea por adscribirse a las huestes del crimen organizado, huyendo de él o víctimas de sus tropelías. Pero la presencia de la maldad está configurada desde lo fantasmal. El lector jamás observa el rostro de los sicarios, pues se trata de una sola entidad que a veces se personifica a través de un gran pozo sin fondo de donde surgen las voces de víctimas anónimas.
Luis Jorge Boone nos ofrece una mirada peculiar que combina intuición, inocencia y asombro: “El sol es esa lengua que no deja que nadie la vea de frente. Se burla porque te hace bajar la cabeza”. La mirada del Chaparro es la de un testigo que tras su laconismo esconde una aguda denuncia. Otro rasgo que caracteriza esta narración es el trabajo con el ambiente. Los espacios a veces se nos presentan vacíos y otras tantas abigarrados de objetos y muebles en desuso; casas desmanteladas, siempre en consonancia con el abandono que siente el protagonista. La aridez del desierto es equiparable al vacío del personaje principal y el del propio pueblo. Una analogía entre la muerte y la soledad se configura a partir de estos mecanismos tejidos con audacia, pues se mantienen alejados del efectismo. Mediante una hibridación de géneros –pues a veces asoman los refranes, pequeños cuentos que eluden un final o versos que ponen de relieve las inflexiones del habla– Boone trata de asir la realidad de tanta gente convertida en estatua de sal, condenada a observar el paulatino abandono, el irrefrenable avance de la soledad.
Quizá el gran tema de esta novela sea el desarraigo físico, aunque también existencial que se presenta siempre de la mano de ese gran sueño de ir en busca de los padres, las raíces, quienes nos asentaron en la tierra para tratar de comprender ese cada vez más inmenso aislamiento colectivo en el que deambulan tantas víctimas anónimas en un país sangrante. Celebro la audacia de Alfaguara al publicar una novela que se escapa de las clasificaciones genéricas y elude los caminos fáciles de los best-sellers.
Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: July 8, 2019 at 7:28 pm