Manos
Jorge Iglesias
Desde el asiento trasero de la Toyota, Ezequiel veía a sus padres hablando con el cocinero a la entrada de la estancia. El cocinero era de La Plata, un muchacho joven que acompañaba sus palabras con demasiados gestos. Cuando llegaba la hora del almuerzo o de la cena se acercaba a ellos y les preguntaba qué querían comer. Ellos decidían, porque eran los únicos huéspedes en ese momento: el padre, la madre, Ezequiel, su hermano menor y el guía, que los había llevado en la Toyota desde Comodoro Rivadavia, todo un trecho. Ahora el guía estaba sentado al volante, y al igual que Ezequiel, observaba la conversación muda entre el cocinero y los padres de los dos chicos.
Sentado a la derecha de Ezequiel estaba Daniel, su hermano menor, que se entretenía con un juego electrónico, apretando las teclas obsesivamente en su intento de batir el récord que él mismo había establecido unas pocas horas atrás. El juego lo absorbía, lo transportaba, pero a Ezequiel el chasquido de las teclas, que Daniel no parecía percibir, sólo le causaba más impaciencia. ¿Cómo podían sus padres tardar tanto en decidir qué iban a almorzar? La comida del cocinero era riquísima; cualquier cosa estaría bien.
Finalmente terminaron de deliberar y se acercaron al auto. El padre de Ezequiel, Raúl, se sentó en el asiento del pasajero, y la madre, Mariana, se acomodó en el medio del asiento trasero, entre los dos hermanos. Daniel seguía sumergido en su mundo de píxeles y formas geométricas que se acomodaban unas sobre otras. No juegues mientras el auto está en movimiento, Daniel, dijo Mariana, te vas a marear. Daniel gruñó y siguió manipuleando las teclas, cada vez más rápido.
El guía puso el coche en marcha. El lugar no estaba lejos, es decir, el lugar hasta el que podían ir en el coche, pero antes de llegar se encontrarían con Don Tiburcio y con Manque para entregarles las provisiones. Luego seguirían camino y en poco tiempo llegarían a la cueva. La cueva, pensó Ezequiel, finalmente verían la cueva. También lo atraía la idea de volver a ver a los paisanos. Ellos los habían recibido el día que llegaron a la estancia, Don Tiburcio a pie y Manque a caballo, aunque el más gaucho de los dos era Don Tiburcio, que según decían era hijo —o nieto, o bisnieto, o tataranieto, Ezequiel no estaba seguro— de un cacique. Manque no era descendiente de indios y quizás por eso no parecía tan gaucho como Don Tiburcio. El guía había dicho que manque significaba águila. El día que llegaron a la estancia, Manque les había mostrado un adorno para sujetar el pañuelo, que él mismo había hecho con tres argollas y la punta de una flecha que había encontrado en el campo. También los había llevado a una casita de madera que estaba ubicada en la otra punta de la estancia y abriendo la puerta de par en par les había mostrado las pieles de zorro, decenas de pieles que colgaban del techo y que producían un olor espantoso. Ezequiel se había quedado con la boca abierta. Nunca había visto algo parecido.
La Toyota atravesaba los campos sobre el camino de tierra, levantando una nube de polvo. Raúl hablaba con el guía acerca del viaje que la familia pensaba hacer a los glaciares, inmediatamente después de la estadía en la estancia. Daniel seguía intentando batir el récord de Tetris. Ezequiel y su madre miraban por la ventana. A lo lejos se veía la silueta de la casita de Don Tiburcio, que era la única vivienda que habían visto en el lugar, aparte de la estancia. Qué sacrificio el de estos hombres, dijo Raúl, vivir completamente aislados. ¿Aislados de qué?, preguntó el guía, para ellos esta es la única forma de vida, no se sienten aislados de nada. Eso es cierto, dijo Raúl. Ezequiel pensó que él no sería capaz de vivir en un lugar así, en el medio del campo, lejos de la gente. Se aburriría a muerte.
Cuando la Toyota llegó a la casita, Don Tiburcio y Manque ya los esperaban afuera. Habían oído el roce de las llantas sobre el ripio, explicaron. El guía les mostró las cajas de cartón que llevaba en el baúl de la Toyota y entre todos, con la ayuda de Raúl, las cargaron hasta el interior de la casita. ¿Por qué no pasan?, preguntó Don Tiburcio. Todos bajaron de la Toyota —Daniel apagando el juego electrónico de mala gana— y entraron a la casita. Contra la pared había una mesa de madera, sobre la que descansaban la pava y el mate. De un clavo en la pared colgaba una guitarra antiquísima. Tóquese algo, Don Tiburcio, dijo el guía. El gaucho tomó la guitarra y se la extendió al guía, diciendo, ¿Usté me la iguala? El guía sonrió. Yo la igualo, dijo Manque. Acomodando la guitarra entre las piernas empezó a afinarla y una vez que terminó se la devolvió a Don Tiburcio. El gaucho tomó la guitarra y ejecutó varios acordes seguidos. Está un poco desafinada, dijo, manipuleando las clavijas. Cuando quedó conforme con el sonido empezó a tocar verdaderamente. Los acordes eran tristes y estridentes, decisivos. Cada tanto Don Tiburcio intercalaba un punteo imposiblemente veloz, sus dedos viajando a lo largo del diapasón, tejiendo en el aire su melancolía sonora. Ezequiel no podía apartar la mirada de esos dedos desgastados por el tiempo y el trabajo, esas manos que igualmente podían desollar a un animal y producir aquella música que llegaba hasta el alma. Don Tiburcio terminó la pieza con un acorde abrupto y todos aplaudieron. Se puso de pie y ofreció la guitarra a Ezequiel. ¿Usté no es músico?, preguntó el gaucho. Sí, era músico, explicó Raúl, tenía un teclado en casa. Pero el nene escucha rock, dijo Mariana, y todos rieron, incluido Don Tiburcio. Después de despedirse, el guía y la familia siguieron camino.
No tardaron en llegar hasta el borde del cañón. La cuesta era empinada, abajo estaba el río y luego la ladera opuesta. El guía señaló el lugar donde se encontraba la cueva: en la mitad de la otra ladera, allá donde se veían los colores. Era un grupo de gente, turistas que venían a ver la cueva igual que ellos. Ezequiel volvió a mirar la cuesta a pocos metros de sus pies. ¿Tenemos que bajar esto a pie?, preguntó. Sí, respondió el guía, es la única manera. Y empezaron a bajar. El suelo era resbaloso a causa de las piedritas y del polvo fino. A Ezequiel le temblaban las piernas, tanto por el esfuerzo como por el miedo a resbalar y desbarrancarse. Se aferró fuertemente a la mano de su madre, procurando agarrarse con la otra mano de las matas que encontraba en el descenso, porque sabía que si llegaba a caer no pararía hasta llegar al río. De todos modos lograron descender sin inconvenientes. Parándose al pie de la cuesta, Ezequiel miró hacia arriba. Después tenemos que subirla, le dijo el guía.
Al borde del río había dos paisanos a caballo que ayudaban a la gente a pasar al otro lado. El primero en cruzar fue el guía, que había andado a caballo alguna vez. Para que los demás pudieran pasar, uno de los paisanos tuvo que amarrar los caballos y dejar que el primero, sobre el que él iba, guiara al segundo. Mariana y Daniel cruzaron sin problemas, los dos al mismo tiempo. Raúl cruzaría último, después de Ezequiel. Cuando llegó su turno, Ezequiel se acercó al caballo que el paisano sostenía de las riendas. Levantó la pierna y estaba a punto de apoyar el pie en el estribo cuando el paisano lo detuvo, tomándolo del brazo. No, dijo, el caballo se monta siempre por la izquierda. Es lo mismo, dijo Ezequiel. No, dijo el paisano, no es lo mismo. Ezequiel rodeó el caballo y se dispuso a montarlo por la izquierda, como decía el paisano. Levantó la pierna derecha y puso el pie en el estribo, agarrándose de la montura para darse el envión. No, volvió a decir el paisano, si subís con la pierna derecha vas a quedar al revés. Era cierto. Qué estúpido, pensó Ezequiel. Cambió de pierna y finalmente logró subir al caballo de la manera correcta. Estos porteños, dijo el paisano. Cosa que a Ezequiel no le gustó ni medio; era la primera vez que subía a un caballo, no podía ser un experto, además, ¿quién necesitaba un caballo cuando tenía un Volkswagen 1500? El miedo de que el caballo lo dejara caer en el río ocupó el lugar de su malhumor. Para cuando llegó a la otra orilla —sano y salvo, por suerte— Ezequiel se había serenado. La aventura a caballo había sido interesante después de todo, aunque todavía faltaba subir la ladera opuesta hasta la cueva. Llegó junto a ellos Raúl y empezaron a escalar.
Esta ladera era menos empinada que la anterior y la distancia no era tan grande, no debían llegar hasta la cima del monte sino hasta la mitad. Ahora se escuchaban las voces de los turistas que ya habían llegado a la cueva, aunque era imposible distinguir lo que decían. Esta vez Ezequiel no necesitó la ayuda de su madre. Empezó a subir la ladera rápidamente, ayudándose de las matas otra vez, por momentos en cuatro patas para evitar resbalones. Llegó al mirador antes que los demás y desde arriba los observó hasta que ellos lo alcanzaron. ¿Dónde está la cueva?, preguntó. Ahora hay que caminar por ese sendero, dijo el guía, y ahí nomás está la cueva. Empezaron a caminar, dando la vuelta a la ladera. En el camino se cruzaron con un grupo de turistas italianos que se reían y hablaban en voz alta. Al verlos a ellos, uno de los turistas les mostró la mano abierta, la colocó sobre la roca de la ladera y con la otra simuló que usaba un aerosol para dejar la marca en la piedra, fshhh. Los que lo acompañaban estallaron en carcajadas.
Cuando llegaron a donde estaba la concentración de gente, Ezequiel se abrió paso a empujones y logró colocarse junto a la reja, a pocos metros de las pinturas rupestres. Ahí estaban, finalmente, las manos, rodeadas de pintura roja, marrón y blanca. Manos delgadas, abiertas, con los dedos separados como si lo saludaran a uno, un saludo de miles de años de antigüedad. Los dueños de las manos habían dejado de existir siglos atrás, pero las manos seguían ahí, indiferentes al paso del tiempo. En un momento se disolvió la muchedumbre y los demás pudieron acercarse al lugar que Ezequiel había conseguido a empujones. El guía hablaba de diez mil años, de la naturaleza mineral de la pintura, de los instrumentos que los delincuentes usaban para extraer el trozo de roca donde estaba impresa la mano y llevárselo. Es una barbaridad, dijo Raúl. Qué bestias, dijo Mariana. Por eso habían colocado la reja, explicó el guía, y ahora el gobierno se estaba preocupando más por proteger los monumentos naturales del país. Permanecieron largo rato admirando las manos, Raúl tomando fotos desde distintos ángulos, Ezequiel registrando con la mirada lo que la cámara captaba con el lente. Tengo sed, dijo Daniel, ¿cuándo volvemos? Echaron un último vistazo rápido y emprendieron la vuelta. Esta vez Ezequiel bajó la ladera casi a las corridas. Por momentos resbaló un poco, pero no lo suficiente como para caer. Otra vez a cruzar el río a caballo y luego escalar la cuesta empinada por la que antes habían descendido. Cuando llegó al lugar donde estaba la Toyota, Ezequiel estaba cubierto de sudor y de polvo, cansado y con las piernas hinchadas por el esfuerzo.
En la estancia los esperaba el cocinero, que en pocos minutos, dijo, terminaría de preparar el almuerzo. Podrías darte una ducha, Ezequiel, dijo Mariana, estás todo sucio. Ezequiel y Daniel partieron a la habitación que habían compartido las dos últimas noches. Daniel se tiró en la cama con el juego electrónico y Ezequiel echó a correr el agua de la ducha. Se desvistió en dos movimientos y se paró bajo el chorro de agua tibia, mirando hacia abajo. El barro corría entre sus pies, un pequeño cauce marrón que desembocaba en la rejilla. Cuando el cauce se volvió transparente, Ezequiel cortó la ducha y salió a secarse, desde arriba hacia abajo, primero el pelo, después la cara, el pecho, los brazos, el abdomen, las ingles, las piernas y los pies, sobre todo entre los dedos de los pies porque en cuanto uno se descuidaba aparecían los hongos. Quiso mirarse en el espejo del botiquín, pero lo encontró empañado de tal manera que sólo veía a través de las gotitas los colores borrosos de su cabello y de su piel. Empezó a escribir y a dibujar sobre la superficie empañada del espejo. Primero escribió su nombre, luego dibujó una cara feliz y después un pie de bebé, que se hacía con el costado del puño y luego dibujando cada dedito, como su madre le había enseñado. Finalmente, separó los dedos de la mano derecha y la apoyó cuidadosamente sobre el espejo, dejando impresa la palma en la misma posición que las que había visto en la cueva. Se envolvió la cintura con la toalla y salió a la habitación a vestirse. Daniel había dejado a un lado el juego electrónico. Se me acabaron las pilas, dijo.
El cocinero había preparado milanesas con puré. Ezequiel comió tres enteras y cuando dejó de comer no fue porque no quería más, sino porque su madre le dijo que había que medirse. El resto del día lo pasaron en la estancia, descansando después de tanta caminata y de tanto bajar y subir pendientes. Al día siguiente partieron de regreso a Comodoro Rivadavia, donde vivía el guía y donde tomarían el avión que los llevaría a los glaciares.
Posted: September 14, 2012 at 5:00 pm