Milei y el liberalismo
José Antonio Aguilar Rivera
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En tanto, a contrapelo de su discurso disruptivo, el gobierno argentino actúe de manera liberal y en consonancia con los postulados políticos de esa tradición podría ser un corrector a años de destrucción populista. Es la esperanza de muchos liberales: que haya suficiente liberalismo residual en eso que parece ser un tumor alimentado por el populismo. El desprecio a las formas, sin embargo, no augura nada bueno. Al tiempo.
Entre las muchas cosas notables de la reciente intervención del presidente de Argentina, Javier Milei, en el foro económico de Davos, hay una que llama poderosamente la atención. En ella la palabra “liberalismo” no es mencionada una sola vez. Es una ausencia de consecuencia en términos ideológicos. En su lugar, Milei recurre a lo qué él llama vagamente el “modelo de la libertad”, ente de dudosa concreción histórica, que se supone es antitético al “colectivismo”. Éste, a su vez, es un término paraguas para distintos fenómenos que en el fondo se supone son la misma cosa: comunismo, fascismo, nazismo, socialismo, socialdemocracia y democracia cristiana. Que Milei evite el término “liberalismo” para designar la tradición a la que se adscribe su propuesta habla de la distancia que hay entre ésta y el programa que persigue. En cierta manera Milei es la culminación de un desarrollo propio del liberalismo latinoamericano: su debilidad política. En la mayoría de los países de la región liberalismo es sinónimo de poco más que economía de libre mercado y desregulación. Ajuste estructural en el mejor de los casos, pinochetismo en el peor. Aunque algunos países como Argentina, Chile, Colombia y México tienen una rica historia de liberalismo combativo en el siglo XIX su evolución ha sido muy diferente y en algunos países elementos políticos clave, como la separación de poderes, el respeto a los derechos individuales, y la aversión al caudillismo, se perdieron en el camino. Si en el liberalismo doctrinal hay una tensión entre democracia y libertad, propia de un matrimonio complejo, en ciertos países de América Latina ha sido posible eliminar la parte política del liberalismo para entronizar la económica. Eso ha desnaturalizado a esa tradición. Como señalaban Enrique Aguilar y Guillermo Jensen en Argentina “una larga corriente de pensamiento que nace en el siglo XIX y se extiende hasta la centuria siguiente parece haber escindido la historia del liberalismo de las reivindicaciones democráticas. Con la circunstancia agravante de que ese liberalismo que al comienzo se conjugó mal con la democracia tampoco se allanó bien con una parte irrenunciable de su propio ideario”.[1]
Ningún liberalismo, de izquierda o derecha, es compatible con la autocracia y la dictadura aunque éstas se comprometan con la economía de mercado y los derechos de propiedad. El constitucionalismo, anclado en procesos democráticos, y el estado de derecho, son los pilares de una sociedad libre. De ahí la importancia para los liberales de las instituciones políticas y su cerval desconfianza del personalismo y el caudillismo. Eso explica la aversión del liberalismo, en todas sus configuraciones posibles, al populismo: de izquierda o derecha. El populismo es la negación del papel central, impersonal, de las instituciones comunes y los límites que éstas imponen a la voluntad de un solo hombre o partido. Aunque éste se proclame del partido de la “libertad”. La división de poderes y los dispositivos contra mayoritarios, como las constituciones, los derechos humanos, la división de poderes y la adjudicación judicial, son críticos para evitar el despotismo personalista. Las formas importan porque son, según Benjamín Constant, las divinidades tutelares de las asociaciones humanas. A Milei, por el contrario, parecerían importarle un carajo. Quienes desconocen o rechazan el legado político, histórico y doctrinal, del liberalismo a menudo habían reclamado para sí el mote “liberal”. Hasta ahora. Milei y sus seguidores no se reconocen en la palabra, y probablemente con razón. Aunque su movimiento ideológico ha hecho un esfuerzo deliberado por encontrar sus raíces en el pasado liberal argentino del siglo XIX, antes de 1920, lo cierto es que hay una desconexión. Como reconoce el historiador Elías Palti, “resulta muy evidente la serie de distorsiones a la que somete esa tradición liberal a la que afirma adherir. Su liberalismo puede considerarse, de hecho, lo opuesto al de la tradición a la que Milei refiere. La llamada Generación del ’37, de la que Alberdi y Sarmiento formaban parte, fue justamente la que se propuso construir el Estado y, a partir de él, forjar un modelo de nación”.[2] Es lo que el brasileño Merquior llamó en su libro Liberalismo nuevo y viejo el “liberalismo constructor de naciones”.[3] En él, el Estado era clave para “hacer del desierto una nación”.
Lo que tenemos frente a nosotros es un experimento inédito y constituye un desafío endógeno a la tradición liberal latinoamericana. La brújula que orienta al triunfante libertarianismo argentino no encuentra su norte magnético. Por un lado, quisiera identificarse con “Occidente”, un eco anacrónico de la Guerra fría. Como si el socialismo, la socialdemocracia y la democracia cristiana no fueran productos occidentales. De la misma manera, inventa una categoría, “colectivismo”, vacía de significado. No sólo es condenable el colectivismo en todas sus manifestaciones (donde se mezclan el nazismo y la democracia cristiana), sino que lo es también la teoría que, sin darse cuenta, le abre las puertas “al socialismo” al proponer que los mercados pueden en ocasiones “fallar”. No se refiere Milei a ninguna vertiente de keynesianismo, sino a la economía neoclásica de la escuela de Chicago que ha sido demonizada como “neoliberalismo” y en donde se sitúan, entre otros, Milton Friedman y Gary Becker.
¿Puede un discurso manifiestamente faccioso constituirse en un heraldo de libertad, prosperidad y estabilidad? En tanto, a contrapelo de su discurso disruptivo, el gobierno argentino actúe de manera liberal y en consonancia con los postulados políticos de esa tradición podría ser un corrector a años de destrucción populista. Es la esperanza de muchos liberales: que haya suficiente liberalismo residual en eso que parece ser un tumor alimentado por el populismo. El desprecio a las formas, sin embargo, no augura nada bueno. Al tiempo.
Notas
[1] Enrique Aguilar y Enrique Jensen, “Dilemas del liberalismo argentino”, La Nación, 21 junio 2023.
https://www.lanacion.com.ar/opinion/dilemas-del-liberalismo-argentino-nid21062023/?s=09
[2] https://www.revistaanfibia.com/milei-hacer-de-esta-nacion-un-desierto/
[3] José Guilherme Merquior, Liberalismo viejo y nuevo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993
José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1
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Posted: January 22, 2024 at 7:19 am