No croaban
Florencia Davidzon
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“Se hirió con las fíbulas de oro las órbitas de los ojos, (…)
al tiempo sus pupilas ensangrentadas le empapaban las mejillas,
pero no eran gotas chorreantes de sangre lo que de ellas manaba,
sino una lluvia negruzca y una sangrienta granizada que corría a raudales”.
Sófocles, Edipo Rey.
Una pared es lo que me separa del predador, debió pensar la rana. Luego dudó, no creo ella se haya contentado con esa idea. Estaba inquieta, esa pared también la mantenía en su prisión de musgos, hojas plásticas, troncos, detrás de un charco pequeño, estancado. Así era para ella seguramente, así debían ser todos los aislamientos. Difícil comprobarlo, un humano podía pensarlo, pero una rana no.
Sintió los pies hinchados. Siguió navegando incómodo por el líquido azul espeso donde sus ideas se expandían y se empequeñecían flotando en cada bombeo raquídeo; cuando la luz entró por sus ojos. No había ecos. Estaba solo. El Otro-YO se había ido, pensó aliviado.
Se restregó los parpados y bostezó. Se dijo entonces alarmado, que las ranas en ese lugar, que recordaba a la perfección, tenían que vivir junto a otras a su pesar. Existir junto a otras ranas de la misma especie, otras igualitas a ellas, otras copias morfológicamente perfectas e idénticas a ella; y sin embargo asquerosamente distintas. Además, tenía que disputarse todo, ese chamuscado musgo, las hojas plásticas, el tronco, y el charco. Esa rana, debió pensar si pudiera pensar, dijo para sí, mi semejante es más peligroso que los cazadores que llevan semblante de cobra, de yacaré, de jaguar. También que la iguana, a la que seguro podía oler a la distancia de vecina e impostaba paz pegada a la pared del vidrio.
El-YO seguía evocando recuerdos, los editaba, los asociaba, los comparaba y los cuestionaba. Dirigiéndose al baño pensó que las ranas, tal vez, el haber nacido a miles de kilómetros de distancia, bebido de otra agua y haberse alimentado de otros moscos, de arañas y escarabajos diferentes a las de sus propias zonas, habían conseguido mutar, que no se vieran todas del mismo color. El azar las había reunido ahí, ellas siempre se habían creído “las” ranas, el patrón, y ahora, frente, a otras, veían sus diferencias, y por eso mismo no las consideraban a las otras.
Desde ese cubículo enano que las exhibía frente a una multitud en colores pobres y sin brillos no tenían la capacidad para percatarse de sus similitudes.
El-YO, sintió lástima, debían compartir el espacio, volvió a pensar, lo quisieran o no. Además debían convivir despojadas de sus únicas armas, su singular y a veces letal veneno. Ese tóxico que secretaban por la piel en libertad, como había leído en los letreros del zoológico no se producía en cautiverio. ¿A dónde iba ese veneno?
Se comenzó a lavar los dientes, y mirando sus ojeras sobre el espejo pensó que sin embargo, eso no vuelve a las ranas más pacíficas porque siguen siendo estúpidamente territoriales en ese lugar diminuto comparado al de su selva, en ese lugar demarcado se les afilaban los dientes que tal vez en libertad no hubieran tenido, era evidente se dijo el-YO ahí ellas que no eran ya dueñas de nada mostraban los dientes.
La rana verde con pintitas amarilla, era de enciclopedia, pensó. Era la única de ese color allí. Las demás también cargaban colores brillantes y una piel gelatinosa cubierta de moco transparente como un barniz sin secar; pero eran naranjas, o negras con pintas amarillas y las que el- YO recordó con más ternura por su color tan irreal, fueron las azules. Un azul fuerte, fluorescente e inmaculado. Tal vez tenían, pensó, el color más hermoso que existiera en la naturaleza. Era de un azul “blue man show”, viscoso, brillante, con manchas negras en el lomo. Eran llamativas y un azul tan vivo que resultaba falso. Parecían plástica, consideró que podrían haberse escapado de una película animada como “Avatar” y después el-YO se arrepintió y juzgó su idea desestimó su hipótesis ridícula. Tomó su cepillo de dientes y lo untó de la pasta blanca que había comprado pagando extra motivado por cuidar el medio ambiente y a unas especies de animales libres que jamás había conocido. Tardó en abrir su boca y mover su brazo. El-Yo seguía obsesionado con la imagen viva de las ranas naranjas del grupito auto segregado que se habían apiñado junto a otras también naranjas, y así se mantuvieron quietas todo el tiempo que él estuvo frente a ellas. Duras, como estatuas. Inmóviles y embalsamadas en su gueto sin muros, en una zona delimitada tal vez por algún código implícito de ranas en tregua.
Las negras anduvieron también pegadas a sus iguales, otras negras con dedos en forma de globo, que aceptaban cierta diversidad y se mezclaron con las de pintas amarillas. Las azules no tenía muchos parientes para andar en grupos ni desplazarse con la prepotencia de saberse mayoría, pero no andaban solas. Se apoyaban entre ellas, dos o tres semejantes. Por eso, tal vez una envalentonada, se animó e interrumpió a una solitaria naranja que, rebelde, se había alejado de su zona, a quien le colgaba un cogote embolsado y masticaba seguramente algún bicho horriblemente amargo, pensó el-YO.
La embistió por detrás sin reconocer fronteras. La naranja entonces se apartó temerosa moviendo sus patitas apresuradas. Pero insistente y brusca la azul continúo acercándose y empujándola juguetona. Cuando lo recordó el-YO, y tras dejar el cepillo para sonarse la nariz, creyó que la azul había sido francamente agresiva. Tomó partido, y sintió enojo hacia esa azul. Sí, se dijo seguro, había sido una agresión gratuita, y arrojó su pañuelo de papel sucio en el cesto. Disgustado por cómo la azul había tratado a la naranja y por qué tal vez no podía recordar en detalle ese momento que lo había impactado tanto. Decidió cambiar de recuerdo. Pensó en la verde que era la única rana que se mantuvo apartada de todas las otras. Una rana sola, que latía a distancia aferrada con sus ancas de batracio limpio junto a la poza de agua podrida donde flotaban restos de hojas y se asomaba el ocre del metal oxidado del borde.
Era de las ranitas menos llamativas, quizás porque era la más previsible, la que todos los humanos tenían como imagen fresca e inmediata de lo que es o debería ser una rana. De esas que se habían retratado una y mil veces con torpeza en estampados de ropa, en juguetes infantiles, usado en caricaturas, en calcomanías, y en una cantidad de imágenes expropiadas sin regalías para todos los diseños de rana. Esa era una rana flaca, de patitas largas y piel troquelada con líneas romboides, verde y amarilla. Nada especial y bastante especial porque no la había viste de frente nunca así en su vida. Ésta, era el estereotipo de rana con grandes ojos, pero a esta nadie le había disimulado su lado más impactante y feo. Sus dedos en forma de uñas de globos, pensó. Esos pies no se parecían tampoco a los que algunos practicantes de snorkel o buceo había llamado patas de rana.
Se volvió a mirar al espejo, creyó que sus ojos de hombre eran bellos y jactándose de su superioridad morfológica, se empezó finalmente a lavar los dientes. Por lo general las ranas se juntan con sus semejantes, pensó de nuevo, pero las generalidades nunca son la norma y se rascó su cabeza, descubriendo con temor que se le desprendieron varios cabellos castaños. Luego se pasó un peine, y admitió risueño y resignado que las ranas ese problema no tenían.
La imagen del encuentro de la rana naranja con la azul se apoderó otra vez de su mente. Estaban copulando, se dijo El-YO. Pero dudó. No, estaban peleando, eso debía ser una lucha. Todas las otras las ignoraron. Se mantuvieron alejadas, y las más asustadizas, cobardes o traidoras se escondieron entre las hojas del potus, y el cable de electricidad negro que había allí pegado torpemente debajo del tronco en ese paraíso de selva recreada donde no había sol ni luna, ni crujidos de leones, ni grillos, ni aleteos de pájaros ni otros depredadores.
Al recordar esa oscuridad hedionda el-YO sintió asco y miró su reloj. Tomó carrera y empezó a caminar por el pasillo tomado de las paredes de ese hogar que se parecía mucho al interior de un cuerpo de lombriz parda. Avanzaba rozando el interior de la manguera con pliegues y de allí se desprendía un riego de roció que hidrató al-YO y a toda su superficie del camino. El-YO lo recibió como una caricia, sin sorpresa, era un abanico de energía que lo apantallaba para lo que estaba por comenzar.
Empujó una puerta cariada y desdentada, y con agradable asco de pronto recordó que las ranas no croaban. Tal vez lo hicieron, y él no pudo escucharlas. Se corrigió de inmediato, afirmó tener razón. No croaban. ¿Para qué lo harían? Dedujo, no que cantaban porque no querrían marcar su territorio allí, en ese lugar no había espacio para la propiedad. Pero volvió a dudar abatido por otra idea que no sabía de dónde había surgido, que debía ser suya pero se había mantenido calma, navegando en latente, con piedad, tal vez por clemencia. Lo contrarió. ¿Podría haber sido que no era por lo del espacio, sino que habría sido que el vio, en su muestra, en ese cubículo sólo hembras y no había machos? Porque las hembras eran las que nunca cantaban. Solo se acercaban embobadas, atraídas por los cantos de los machos cuando ellos querían copular. Las ranas hembra avanzaban hipnotizadas detrás del sonido feroz, estridente de esas dulces voces embaucadoras. No lo creo, se dijo llegando a la cocina. Si él había sido testigo de cómo se montó la azul con la naranja debajo de ese foco tenue de luz celeste.
Con torpeza y aún con sueño, prendió la cafetera. No podía comenzar su día de otra forma. Cuando tragó el primer sorbo de café, caliente y amargo, se preguntó angustiado algo para lo que no tenía respuestas. ¿Eran esas “ranas venenosas del amazonas”, como su nombre las definía en todos los letreros, ranas venenosas del amazonas si ya no croaban, ni tenían veneno, ni vivían en la selva?
Se tomó del tobillo derecho que aún lo mordía por dentro y se lo masajeó. Luego lo presionó con fuerza. En ese acto, le subió de inmediato la sangre a la neurona y se le aclaró una idea. Se convenció que el dilema del croar debía ser lo que había barajado en algún momento de tanta nube mental: cantaban, pero nadie podía oírlas desde la distancia del otro lado del vidrio, desde ese encierro comparto y hermético.
El tobillo le dio otra puntada. Sintió cierto pánico, quiso dominar a su cuerpo quejoso. Se frotó las manos calentándolas y se las llevó al pie como si pudiera curarse con el deseo, con el pensamiento de decidir curarse. Se volvió a presionar el tobillo y dejó salir su alarido. Su voz aún ronca nocturna se asomó aún resistiéndose a comenzar el día. Pero el grito de angustia empezó a dispersarse como proyectil despistado por la cocina; rebotó por las paredes curvas despertando al Otro-Yo que apareció con asquerosa simpatía sin anunciarse sorprendiendo al -Yo con su imagen tan conocida, con su cuerpo tan presente y fantasmal a la vez. Este lo obligó a tragarse medio grito. Con su timbre de voz petulante y elevado lo regañó con su autoridad de jefe de estación de tren: no era hora de estar gritando, dijo gritando él también. Qué dirán los vecinos, le reclamó muy preocupado por la imagen que estaban dando al mundo. Luego cambió inmediatamente de tema, para empezar a aleccionarlo con pasión.
Esa mañana, dijo el Otro-YO tenía que compartirle algo bien importante. Había reflexionado mucho, confesó. El-YO dijo que también que había cavilado en el territorio acotado de las ranas del cubículo. Pero el Otro-YO desestimó su esfuerzo. Amigo, le dijo serio, enfocado verborrágico en su propia idea: la peste estaba en Tebas y el pueblo se estaba muriendo, sentenció.
El- YO pestañó dos veces y aún con el medio grito atorado en el pecho se tragó su dolor. No quiso escuchar otra vez de Tebas. Cobró coraje y emitió un: sh. Se dirigió a su escritorio, con la taza de su café humeante y abrió su computadora, era hora de empezar el día.
Pero el Otro-YO no se lo haría sencillo. Edipo, Edipo, dijo tocándole el hombro, la sociedad, tu sociedad, esta que te llama por zoom, alguien la inventó, la diseño… hace más de dos siglos. Calla, ordenó el-YO, se acercó a uno de sus trofeos creativos de la repisa y a punto de tirárselo impulsivo por la cabeza se volteó amenazante pero no encontró al Otro-YO. Arrepentido de haber hozado arriesgar la integridad de su premio lo volvió a poner en su lugar. Recobró la calma tras un respiro profundo y se sentó frente a la computadora. Ya son las nueve, se dijo en voz alta, justificándose y apreciando su puntualidad.
El Otro-YO, adherido a la voz del YO retornó de inmediato y se rió como hermoso desgraciado…¿Listo para entregarte, para dar todo al depredador? El-YO no iba a dejar que el perfecto monstruo lo regañara, que la materia gris del aire lo hiciera sucumbir, pero sintió no tener fuerzas. Pidió murmurando, bájale güey, bájele tantito. El Otro-YO hizo lo que hacen las eminencias, no escuchar, o escuchar e importarle un rábano. Así, provocativo y cínico desde su autoridad superlativa le vomitó una nueva lección: De veras creíste eso de los premios, tú el rey de Tebas, y más burlón agregó, ¡Genio, ídolo, master, rey…!
El-YO no quiso ni pronunciar: ya cabrón; ni callarlo. Abatido se miró su piel morena pálida y sintió bajo la piel de la rana naranja, atosigado sin que la rana azul que tenía enfrente lo haya siquiera tocado. Encendió la computadora con un botón y esta cantó una musiquita con licencia y derechos de reproducción.
El Otro-YO rezongó. Si todavía no son ni las nueves y cinco, dijo, ciérrala, le ordenó. ¡No alimentes más esas narrativas! El-YO obedeció soltando el teclado y mirando para otro lado. ¿Qué ves? quizo saber el Otro-YO. Nada, dijo el-YO de mala gana, la compu, la chamarra, mis jeans. Pero el Otro-YO no lo dejó completar su frase ni ordenar sus ideas. Se elevó y más erguido lo volvió a aleccionar: no ves eso, tú ves Apple, ves Levi´s, y así, ves puro sesgo, no ves lo que está frente a tus ojos, ves lo que yo te dejo ver. Tomó el premio de la repisa y agregó, no ves esta caca pintada de bronce, de plata o de dorado, ni sientes ya su olor, dijo señalando la larga fila de premios. Ves la idea, ves premios. Deberías agradecerme un poco, exigió, reconocer mi trabajo de traductor. Pero el-YO se tapó sus ojos y dijo, veo ranas negras, ranas naranjas, ranas azules, y ranas verdes. Yo las ví, ví sus colores…El Otro-YO burlón, contestó, aunque no tengas ojos, verás los que otro, o yo quiera, porque desde que se empezó a conformar la sociedad capitalista…El-YO no iba a continuar escuchando otra vez ese rollo mareador y lo detuvo. ¿Te levantaste marxista? Inquirió, y luego confundido, perturbado dijo: Pero ¿cómo, si yo no soy marxista? Yo soy anarquista, no tampoco que estupidez, ¿Qué soy? Me has confundido. ¿Te gusta confundirme? Ponerme así. Vete, le pidió levantando la voz ¡Tú siempre con tanta certeza de predicador, te pavoneas frente a mi tan, tan… Le faltaban las palabras y dijo satisfecho, ¡Tan Antígona, tanta rectitud, tanta moralina matutina!
Le dio otro sorbo al café que aún estaba caliente, hirviendo y se quemó la el labio y la lengua. Pensó en arrojarle en la cara la infusión al Otro-Yo. Pero a punto de hacerlo este se había ido otra vez como había aparecido, como sabía esfumarse sin dejar rastros dejando el espacio de su ausencia caliente. Se alivió y se apuró a abrir el documento que había dejado. Tenía que entregar el anuncio para promover ese zoológico decrépito. Ese lugar tan frio y solitario de animales tristes que aburridos pegaban contra las paredes, y chupaban los juguetes gigantes que le habían dado los humanos y ellos usaban esperando poder suicidarse de una vez para siempre.
No hacía esa chamba por los premios, lo hacía por los animales. Tenía que promover el lugar para que otros llegaran a ver lo que allí estaba pasando. Aunque le pareció que era una falta de respeto a los consumidores, tener que pedirles que paguen por ese mal espectáculo. Luego pensó que los fotoperiodistas, no solo pagaban para llegar a un lugar de conflicto sino además ponían su vida en juego, así que veinte dolaritos no le causaron tanto malestar. Le pareció que podía ser una buena idea empezar a hacer su lluvia de ideas con las imágenes que atesoraba más emblemáticas. Después de tantas vueltas y de la pesadilla nocturna creyó que su mejor copy podía girar en torno a la frase, “donde el león no ruge, el mono no chilla, el oso no gruñe, el jabalí no guarrea, el rinoceronte no barrita y las ranas no croan”. Pero como era muy largo, y la máxima en la publicidad es la brevedad absoluta en una poesía que saque el aliento y no permita mucho pensamiento, decidió acortarlo. Le hubiera gusta comprobar y decir que hogar también de los asnos que no rebuznan, los becerros que no berrean, los bueyes que no mugen, los caballos que no relinchan, y los cerdos que no gruñen. Pero por alguna razón extraña esas especies no se coleccionaban allí, creyó darle en el clavo, no eran lo suficientemente exóticas para hacerles un establo. Tampoco había casi aves, que de haberlas pensó las pobres tendrían que vivir bajo ese cielo pastoso del Bronx impactadas por los ruidos del metro que salían de la tierra y de las sirenas de policía y las bocinas inmunes a las multas. Pero el-YO pensó hubieran aportado a su aviso porque las aves hubieran podido con sus alas y plumas emocionar de alguna forma al saberse que había cigarras que no chirriaban, cigüeñas que no crotoraban, gansos que no graznaban. Solo había visto unos pavos reales sueltos, las únicas bellas aves que caminaban libres, pero sin volar, e intentaban escaparse de los pocos turistas que las perseguían determinados por los senderos obligándolas a posar con ellos.
Fue fácil descartar y reducir su lluvia de ideas. El-YO no había visto a los monos, nunca había podido llegar a sus jaulas, tampoco a los leones, se había encontrado con numerosas celdas vacías con carteles donde se les anunciaba a los visitantes en tono amigable y empático para evitar reclamos, o devolución del dinero, que los animales a los que se les negaba su encuentro en invierno “estaban descansando”. Pero como el -YO había visto a las ranas en un pabellón de anfibios y había escuchado su silencio, se contentó y se dispuso a armar su aviso con lo que tenía a la mano, por qué ese era su oficio, cuando un jabón no lavaba, no olía, no hacia espuma, si el cliente lo pedía había que seguir llamándolo jabón y él iba a promover ese zoológico.
Quedó bizco pensando, escribió y borró su guion varias veces. No era sencillo llevarle al director de marketing una historia persuasiva que pudiera contentar a ambos.
El Otro-YO se apareció de la nada, detrás de la pantalla de su computadora, como su semblante conocido. Se mofó del-YO y de su derrota. Andas tuerto, dijo, miras bizco. Pero el-YO no le contestó. El recién llegado supo que el trabajador domesticado lo veía, que no estaba ciego, aunque sus ojos se le hayan torcido porque cuando le preguntó por su dolor, por las secuelas de su pie, él bajo la mirada y observó sus tobillos; pero siguió tipeando. Tipéa, dijo el Otro-Yo dándole permiso para arañar las teclas, su santo grial. Se nos hizo cree que el avance tecnológico, el acceso a bienes infinitos te permiten tocar a Dios, y chistando los dedos sobre la mirada del-YO agregó, cuando se mató a Dios. Finito, liquidado, para siempre, como al rey Layo, ¿Recuerdas a Edipo?, le preguntó. Pero no espero respuesta, no dejó que el-YO dijera nada. Siguió. Entonces Yocasta se dispuso a darlo todo, y apostar por el avance, por el progreso.
El-YO levantó la mirada confundido, pero no pronunció palabra, tan solo lo miró a los ojos que se veían tan negros y demacrados con ojeras como los suyas. Sí eso dije, sentenció el Otro-YO, apostar, porque fue una ruleta, casarse llena de ilusión, y dedicarse a invertir su capital en el desarrollo industrial pensando tan poco en las consecuencias. Que como son secuencias, y vendrían después no sintió necesidad alguna de mirarlas antes. Ella se dedicó a coger, a copular sin culpa estando de duelo, una puta viuda, y se acostó con el primer imbécil que se le cruzó con tal de no estar sola ni un minuto. A gozar, se dijo, sin cuestionarse nada, viva el progreso, a mantener al trono, y a rodearse de todos los leones como estos de tus premios. No me mires así le pidió el Otro-YO al-YO, eso hacen los reyes, gozar con angurria.
El-YO, que se había interesado en la historia lo interpeló con curiosidad, y preguntó con timidez, ¿Angurria?
Sí dijo el Super-YO, ella de angurrienta e insaciable. Quedándose con los orgasmos solo para ella y dejando nada para su pueblo…pero esa es otra historia.
Entiendo, dijo el-YO, y creo que fue peor, agregó. Defendiéndose de las calumnias del Otro-Yo, le advirtió que al Otro-YO que equivocaba que él trabajaba y no estaba ni tuerto ni ciego, que elegía no ver y eso era diferente. El silencio no era ceguera. Su visión era suya y de nadie más, porque nadie en ese nuevo mundo podía ver igual a lo que él veía. No había ya otros, nadie, ningún otro colectivo, ni minúsculo segmento que pudiera compartir su exacta experiencia, su experiencia única, dijo. Las diferencias, pronunció casi llorando, ya no armaban grupos ni de género, ni de edad, de lugar de origen, de religión, de afiliación política ni de nada. Solo había una larguísima lista de unidades atomizadas. Las tantísimas divisiones y sus múltiples combinaciones habían creado un mundo donde reinaba la heterogeneidad radicalizada por sobre la comunidad, por sobre la semejanza del todo como especie. Se le salió una lágrima. Todos tan fragmentados, pensó mientras lo sentía, y él estaba solo. Algo que al Otro-YO no podía sentir.
Te equivocas, contradijo vehemente el Otro-YO, interpretó a medias las palabras del-YO de forma hábil con más eficiencia que ningún AI para poder leer lo no dicho; había aún un nosotros dijo. Un grupo siempre de brazos abiertos donde el-YO podía sentir pertenencia: Siempre te quedará el club de la tarjeta que te da puntos en tus compras, dijo cínico. Siempre podrás tener la experiencia de otros consumidores como tú. Personas a las que les muestras un jean Levis y reconocerán la marca. Deberías alegrarte, le dijo, eso está garantizado, te asemejarás con otros consumidores.
Al-YO se le aceleró el latido del corazón. Cortó el monólogo incisivo del Otro-YO decidido esta vez a despedirse del intruso.
Estoy trabajando gritó, y las paredes temblaron. Volvió a su texto. Pero el Otro-YO bien obstinado no dio el brazo a torcer: El gato maúlla, le dijo queriendo corregir su texto.
El-YO ofendido cerró la pantalla y convencido del equivoco del Otro-YO lo refutó: el gato ronronea, bufa y también maya. Señalándolo con el dedo le ordenó nuevamente amenazante que se fuera. Pero el Otro-YO no se movió ni un ápice. Eso enfureció al-YO aún más. El Otro-YO siguió burlón: Soy una abeja que zumba, pronunció muerto de risa. Y ante el silencio sepulcral del YO, se apaciguó, cobró seriedad y agregó: Estamos acabando con todo Edipo… Yocasta, sus descendientes y los nuevos al mando, siguen sin querer enterarse, y menos aún dispuestos a revisar sus responsabilidades. Recuperó su voz irónica y dijo: Edipo es sabido que todos ellos prefieren pagar a sus súbditos para que hagan su trabajo sucio, a gente como tú para que los ayude con paliativos, con parches y se opaquen los efectos de la angurria, mientras su caja registradora sigue sonando. Mientras los tickets para traspasar el umbral y habitar ese olor a polvo de animal viejo y el vacío de jaulas donde sigue el olor del meo y el alpiste desparramado, y se siguen comprando entradas a veinte dólares que son una fortuna aquí como en Latinoamérica y en África, porque gente como tú….
El-YO no pudo tolerarlo. Escuchar “gente como tú”, lo sacó de su santuario cubículo. Sin pensarlo tomó la taza con el agua caliente y se la tiró a la cara. De inmediato, el otro experimentó cómo la piel se le chamuscaba y el hormigueo en la dermis le ablandaba el semblante creándole rajas y grietas. Se agarró la cara intentando contener el ardor, y en ese instante, en simultaneo el -YO también sintió ardor y se tomó su cara. Pero miró al suelo con remordimiento no pudiendo entender de dónde venía tanto desprecio hacia él. Sintió asco. Acaso el Otro-YO no lo hacía también con él. Quería que dejara todo, que renunciara a lo que los mantenía a flote a ambos. No se lo preguntó. Soy un repartidor de promesas. Lo sofocó el asco pero no lo confesó. Dijo, en cambio: Eres un asco.
Tal vez porque al Otro-YO de sus pómulos le empezaron a brotar ampollas con agua. De pronto modulaba lento y hablaba bajito, y respondió: Un asco. Tú también, sino yo no lo sería…
El-YO lo escupió, y los dos luego se limpiaron en simultáneo sus cachetes con el brazo.
Ya es tarde, vete, le exigió el-YO a punto de echársele encima. Pero el Otro-YO no quiso asumirse vencido: El elefante, berrea, ¿Sabías eso? Apuesto que no, y con esta ocurrencia pareció poder atravesar el síntoma de las ampollas, o hacerse inmune a la violencia que se le había adherido a la piel y se hacía costra, y continuó de pie.
El-YO dijo que no lo sabía ni le interesaba, que seguramente nadie más lo sabría; y la publicidad como arma discursiva masiva se hacía amasando obviedades, sentido común, el sentido más común de los sin sentidos. Sabiendo que la vaca muge a él le alcanzaba para dislocar a su audiencia y hacer un mal chiste creando un remate fácil, si lograba en una línea hacer a la vaca aullar, o ladrar, con eso se daba por servido y podía disfrutar de su paga, su ocurrencia le pareció sensata. Eso no lo disculpaba. Debía pedir disculpas por su exabrupto, pero no pudo. Menos se forzó a darlas cuando el Otro-YO se acercó a sus premios y levantó el “Ojo” de bronce. Dilo, le reclamó el- YO, volviendo a cargarse de ira, El “Ojo”, dilo con asco…No importa, agregó, yo siento, puedo sentir sentenció tocándose el pecho. Deberías al menos reconocer su valor, y mi esfuerzo por salir del discurso particular, del lenguaje que arrulla el ego, lo propio, lo mío, y lo de un grupito de tres manzanas. Necesitamos volver al lenguaje universal, ¿Sabes por qué? Porque es gracioso que haya miles de maneras de decir una palabra en nuestro idioma, pero si cada uno se queda presumiendo la suya, en su casita cuadrada de una puerta, una ventana y una chimenea, vanagloriándose en su bobería, de su identidad trivial, epidérmica, y minúscula, nos dejamos de entender. Es ahí́ ́cuando me preocupo, porque Yocasta coge y coge, como tu dijiste, pero nosotros nada, ni siquiera podemos acordar y definir de qué carajos, coño, chingada, mierda, o chucha, estamos hablando…Deberíamos poder volver a montarnos en la torre de Babel.
Siento tu asco, dijo el-YO, y mi asco, pero también pena, impotencia, desvelo y orgullo por mi trabajo. ¿Puedes sentirlo? preguntó provocativo. No, no puedes, se respondió sin dudar.
El Otro-YO lo desafío sin resentimiento: Entiendo, dijo, si fueras toro bramarías, pero eres empleado y sonríes; eres grillo y sólo grillas.
No, dijo el-YO con una seguridad tajante como nunca había tenido, yo siento. Entonces tomó su mano y la apoyó en el pecho del Super-YO. Éste se incomodó tanto que dejó de respirar, se soltó y se alejó dando unos pasos hacía la pared parda en ese espacio que se volvía cada vez más pequeño, más húmedo y más caluroso.
Nosotros pensamos, dijo el Otro-YO engreído, yo analizo la sustentabilidad, la obsolescencia programada, la revolución digital, el acto de consumir, al consumidor, y al clic del que quedan todos presos. Con eso me basta, dijo, y se relajó al aclararlo, aunque las ampollas le explotaban de la cara.
De la computadora entró un sonido, un llamado, un pedido de comunicación. El- YO se asustó. No tenía terminado ningún guion para presentar. El Otro-YO le rogó que deje de contemplar la destrucción, y ofreciera una salida, aunque fuera discursiva. Pegó su nariz indiscreta en la pantalla del-YO y leyó: “No Croaban”.
Volvió a sonar ese timbre solicitando al-YO desde la computadora. Ninguno atendió. El-YO siguió inmóvil hasta que ese insistente llamado dejó de oírse.
¿No croaban?, preguntó el Otro-YO. No croaban, recordó el-YO agarrado de una columna que no era ni de tálamo ni de bulbo, era la médula de su hogar y se relajó.
Pero el Otro-YO, lo embistió, tomándolo desprevenido. Lo trató como bolsa de boxeo: ¿Quieres cogerte a YO-casta? ¡Admítelo! Tú que has alimentando y sigues alimentando el deseo desde antes que éste mundo sea mundo. El-YO se cubrió la cara con sus brazos. No te preocupes, prometió alejándose, en la era del post consumismo se te perdonará la vida, y se te exigirá que escribas otro tipo de cosas de castigo.
El-YO trazó una mueca desencajada: No llegaremos nunca a esa era, dijo, serviré a YO-casta, no ves que nadie realmente tiene otro deseo…No puedo tolerarlo más, exclamó abatido. Agarró un cuchillo de su cajón: No volveré a tipear, lo juro, dijo. Intentó mutilarse los dedos pero su cuchilla era muy pequeña y su filo nulo. Fue en busca de otro cuchillo a la cocina. El Otro-YO lo siguió de cerca empujándolo con su pecho. Cuando el-YO tomó un cuchillo más grande, de pan, dijo a punto de mutilarse los dedos: Egoísta rima con anarquista, ¿cómo me mutilo? No creo en la violencia… El Otro-YO quiso quitarle el cuchillo, pero el-YO se resistió, pero el Otro–YO le ganó y le ofreció cortarle una rodaja de pan, hacerle una tostada y hacer las paces.
El-YO no podía escapar a la nube que lo había envuelto de toxinas: ¿Ahora te preocupas? rezongó, te informaste mal se burló, todo esto empezó antes del XVIII. El primer aviso se encontró en las ruinas de Tebas, en un papiro… Un dueño de esclavos buscaba a un esclavo fugitivo mientras promocionaba su taller de tejido…Yo no estaba ahí. No estaban en ese anuncio ni Layo, ni Yocasta, ni Antígona, ni Edipo… Pero era Tebas donde había que castigar y domesticar al esclavo fugitivo mientras se hacían sonar las cajas registradora del taller de tejido…
El-YO exigió que el Otro-YO le regresara su cuchillo. Pero no lo consiguió. Entonces decidió regresar a su escritorio y mutilarse los dedos poniéndolos en el cajón y cerrar la madera con fuerza sobre sí. Lo hizo con torpeza. No lo logró. Se rió nervioso y se le atoró la risa, hizo un movimiento brusco sacudiendo su cabeza moviendo los cabellos, rebuznando de enojo.
El Otro-YO lo animó: pareces lobo que ulula. Mejor respira, le ordenó. Tienes salida, dijo tu actividad profesionalizada en el SXVIII nació bajo la lógica del capitalismo industrial, pero ya estamos en el capitalismo digital. ¡Deja el cajón!, le reclamó a los gritos. Hay más emisores, horizontalidad, le recordó. Luego consideró que había errado en su aseveración, pero dijo, la publicidad sigue la lógica de la linealidad, asumiendo que unos hablan y otros escuchan. ¿No me oyes? dijo. Deja ese cajón.
El-YO que no lograba flagelarse y resignado dijo: La enunciación sigue siendo jerarquía, pesan más las inversiones de los que tienen, los que pueden asegurarse de que pocos puedan participar y sostener mensajes en el tiempo…
El Otro-YO no le permitió ese respiro, ni aceptó su réplica, le hablaba desde muy cerca y cada tanto le daba golpecitos con su mano en el pecho al YO: Tú te crees oveja que bala, pero eres cordero que no chozpa.
¿Qué quieres de mí? el- YO a los gritos, lleno de ira le pidió aturdido, si quieres ayudarme, sentenció, no lo estás haciendo….
Las paredes desparramaron más humedad en el ambiente y se encogieron. Una humareda gris los empezó a cubrir y les dificultó la respiración, pero ellos no parecieron percatarse de nada.
El Otro-YO lo embistió tomándolo del cuello y lo empezó a estrangular. “Te voy a matar” exclamó dejando al otro sin aire y sin poder defenderse. “Responsables, responsables, somos ineludiblemente responsables, dijo el Otro-YO sin separar las manos del cuello del-YO.
A punto de pasar al otro lado, el-YO tosió y le arrojó su aire caliente y tóxico que le dio un respiro y le permitió soltarse y alejarse un poco. Altivo y amenazante el Super-YO, advirtió sin inmutarse que no soportaba su mirada. El-YO rio, y contestó que tampoco él toleraba sus ojos de búho, se burló tomándose de su propio cuello y masajeándoselo. Lo atacó verbalmente: “rana” le dijo, “búho” se defendió el otro ¡Qué sabes tú, libro con patas!, le contestó envuelto en una efervescente saliva.
Los dos se volvieron a acercar sin desearlo porque sintieron que la pared húmeda los acorralaba. Te has puesto azul, le dijo el el-YO y aprovechó la debilidad del Otro-Yo para apuntarlo con su premio, el León de plata, y luego el Ojo de bronce. Dices, tengo que, siempre tengo que, eres tú quien tiene que con los búhos más asquerosos, más feos que la peste, peor que Tebas. No me mires, le ordenó y le arrojó su trofeo maldito que el Otro-YO esquivó. Tomó del estante otra reliquia para su ego, el Broche de Oro. El Otro-YO no tembló ni se movió. Pareció no temerle. El- YO se aferró al pesado Broche de Oro para esa vez con astucia apuntar bien y clavárselo en un ojo. Al hacerlo con precisión y con ira él mismo empezó a sangrar también de su ojo. Ambos empezaron a perder la visión. Ambos gritaron y cayeron mareados revolcándose en el suelo.
El-YO desesperado y aturdido se preguntó, ¿Quién carajos eligió vivir en Tebas? ¿Andar errante entre tanto lóbulo, solo y sin ojos? Rogó que lo llamaran por la computadora. Subió su voz y le gritó: Creonte, Creonte, pero nadie lo llamó. ¿Quieres vivir en Tebas? ¿Quieres dejar Tebas? ¿Quieres que haya Tebas? preguntó aturdido al infierno que no lo llamaba.
Entonces, enojado, medio ciego, habiendo perdido al Otro-YO, se arrastró hacia donde estaba él, a tientas, buscándolo en cuatro patas, no podía ver nada ¡Tendrías que haber dicho tenemos que, tenemos que! se lamentó.
Sintió el cuerpo quieto del bulto del Otro-YO. Lo tanteó manso, sintió que era un tallo lleno de savia, y siguió por su textura hasta encontrar su mano. Lo tomó. Le imploró: ¡Dilo! Pero el Otro-YO no hablaba, se estaba muriendo. Un sonido semejante al croar de una rana salió de su boca. El-YO le rogó que hablara, que volviera a pensar, que fuera humano. Pero el Otro-Yo solo volvió a croar. El-YO debilitado también cayó sobre el Otro-YO y antes dijo: leones que no rugen, monos que no chillan, humanos que no piensan…y al desplomarse como un suave crujido de papel, croó.
*Foto de David Clode en Unsplash
Florencia Davidzon es narradora, guionista, y cineasta, con más de una década de experiencia en proyectos que exploran la universalidad de la experiencia humana más allá de las divisiones culturales. Su primera novela, La terquedad de las cenizas (Metrópolis, 2024), destaca por su capacidad para entrelazar la vida de una artista plástica cubana, y su historias de migración en búsqueda de reconocimiento y pertenencia. Actualmente, está desarrollando su segunda novela, El susurro del Polvo. Como docente ha enseñado en instituciones como EICTV (Cuba), CENTRO (México) y Southern New Hampshire University.
Posted: November 6, 2024 at 9:04 pm